Roberto
Arlt que efectúa en uno de sus Aguafuertes
la apología del vagabundeo por la ciudad de Buenos Aires, de ese deambular sin
rumbo fijo por sus calles, ese paseo en los rostros de sus transeúntes
desprevenidos, seguramente habrá andado por nuestro barrio y esa flotación baudeleriana lo habrá llevado
a recorrer con detenimiento la clave de la ciudad hostil. La conclusión a la
que arriba Roberto Arlt es que hay que encontrar “todo ese universo encerrado
en las calles de su ciudad”. Las caminatas literarias por el barrio de
Constitución configuraron y lo siguen haciendo, uno de los paseos más
perdurables que se reflejan en muchas páginas de la literatura argentina, como
si su atmósfera fuera tan particular, que motivó el empeño de los escritores
que merodearon por sus calles, y hubieran encontrado allí, una especie de imán,
que movilizara el sentido de una ficción múltiple e irradiante.
El
poeta Raúl González Tuñón que trabajó muchos años como periodista de Artes
Plásticas en Clarín, un diario de la zona, siempre venía caminando desde lejos,
pasaba invariablemente por Constitución, atraído por el encanto de los barrios
del sur. Su figura vacilante aparecía por estas veredas imprevistamente y
recordaba con nostalgia sus vivencias infantiles, que se trasladaron a sus
poemas intensos y evocativos. Inclusive Raúl que había nacido y criado en Once,
vivió unos años en Constitución y algunos años después publicó en la revista
“Claridad” un poema recordando su estación. Estuvo cerca de la magia de los
pitazos de los trenes y de sus alrededores. “Era una plaza llena de misterios
en sus recovecos, allí inventamos un juego que tenía que ver con la búsqueda de
un tesoro”
El
poeta, alguna vez de niño, en su escuela pensó “¿Qué está haciendo Castelli en
su estatua de plaza Constitución?” “Raúl lo imaginaba saludando a los viajeros
con su sombrero de bronce” (Por un capricho municipal ha desaparecido la
estatua, y los vecinos esperamos su reposición). La poesía de Raúl González
Tuñón, fue variando con el tiempo, su anclaje inicial, apenas llegado a la
pubertad, en la época que habita en Constitución, e ingresa a estudiar al
Colegio Nacional de la calle Bolívar, es su principio de poeta vagabundo, que
improvisaba sus primeros versos e iniciaba, con su hermano Enrique, el errar
por la ciudad tentáculo, que le otorgaba su entrada al corazón de la grande
urbe. Después advienen sus primeros libros, que indagan la significación de los
márgenes ciudadanos, del entramado de los bordes, y de los sitios de
extramuros, con una visión renovada, entre lo pintoresco, sus restos, y su
negación. Después vienen los viajes, la ensoñación, su blindaje político y su
poesía se hace fundamentalmente cosmopolita, cantará a lugares y situaciones
del mundo, como un recienvenido. Pero siempre guardará Raúl, ese impulso de
retorno, de vuelta hacia los tiempos pasados, que se acentúa en sus poemas,
como una evocación constante hacia los barrios amados, que serán su razón de
ser, y justamente ese sentido oculto de las calles de la ciudad, lo conduce al
gesto de añorar.
La
poesía de Raúl González Tuñón está como encerrada en una cajita de música: “En,
otoño, las calles/en el barrio, se tiñen/ de una especial atmósfera/ de un
silencio con alas/casi un aroma de estío/ apenas olvidadas sus calles como
sueños/ pero despiertan lúcidas// Soñar es estar vivo”. Tuñón es el poeta de la
ciudad, de los recuerdos, como tesoros para hallar. En el vagabundeo deja
entrever la melancolía ande los sueños, que corresponden a la gran urbe, pero
también los destellos de un costado popular del mundo (París, Oviedo, la guerra
civil española). En la figura emblemática de Juancito caminador, que recorre todas
las callejas para que la canción sea el resultado en el que la vida y la
palabra lleguen a su origen. Ese caminar despacioso, a su volver del trabajo,
con el andar de un porteño empedernido, se conserva en la memoria de la ciudad.
Parecido y semejante andante, reconocemos en la poesía y la vida de otro poeta
de Buenos Aires: Nicolás Olivari. Su historia es la de un hombre, que comienza
pensando a la literatura, como un espacio de confrontación, que expresa
inmediatas y perentorias infidelidades, verdades al desnudo, con la más
absoluta y apasionada persistencia.
Hay
un Olivari central, que con su provocación desmedida, ahonda con su musa coja,
los intersticios de lo real, es el Olivari de casi todos sus libros de poemas,
en los cuales se identifica también con el vagabundeo de otros poetas que le
precedieron, como Françoise Villon, o Corbière, quienes entregan su lucidez
para descifrar el universo entero. Y hay un último Olivari, el que transitaba
por la calle Estados Unidos, para concurrir a ocupar su sillón en La Academia
Porteña del lunfardo, en pleno barrio de Constitución, punto al que arribaba
todos los atardeceres, a recordar las viejas cosas, que se le iban escapando de
su ciudad, poco a poco. Es el Olivari de su último libro, “Mi Buenos Aires
querido “, donde en acuarelas/ aguafuertes, con docilidad, traza un panorama,
de aquello que se va perdiendo: los fósiles del pasado muerto, que duermen en
el fondo, del traqueteo diario, los oficios bajos, como la reunión de obreros
de la construcción, en el asadito, el dandy anciano, el viejecito de la
esquina, que no vemos nunca más, los venidos a menos, los que almuerzan
soledades, las palmeras que se arrancan de los antiguos jardines, un marinero y
su tatuaje, pintando al aire libre, los que hablan solos, el lecherito de la
comarca, que le recuerda su infancia, la intensa lluvia y los pormenores que
deja, el conductor de limpieza, el señor que siempre trasnocha, el hombre que
tiene una idea, y el que usa (como Nicolás Olivari ) una camisa rara. En suma
una sabiduría de la calle, que únicamente se adquiere, con la atenta observación,
y la mirada nostálgica.
Volvamos
a la propuesta de Roberto Arlt, de establecer una estética que parta de ese
conocimiento irremplazable, de caminar la ciudad, de andar por sus calles,
descubriendo el sentido de la rara metrópoli: “¿Te das cuenta que lindo que es
vagar, mirar las fachadas de las casas, los atorrantes que cavilan en los
portales, las muchachas de las tiendas que arreglan vidrieras, los patrones almaceneros
que, detrás de la caja, vigilan a sus dependientes ¿Te das cuenta…” Hoy hablaríamos
de los dueños de los supermercados chinos. Pero el origen y la significación de
la ciudad, se mantiene inalterable, al igual que ese noble impulso arltiano de vagar
por sus calles, procurando un secreto que no es tal. En todo caso dice Arlt,
hay una naturaleza contemplativa, un dejarse llevar, por la inmovilidad y la
curiosa mirada, que se encuentra en la literatura y su viaje. Recordemos que
Arlt en su novela Los siete locos va
y viene en tren hacia el conurbano sur, partiendo del viejo edificio del
ferrocarril. Empezando por el capítulo “Los sueños del inventor” donde decide que Remo Erdosain: “Sin vacilar, llamó un automóvil
y le indicó al chofer que le llevara hasta las estación Constitución y allí
sacó boleto para Temperley”. Y también Arlt, le dice a un lector ocasional, que
le cuestiona el lenguaje que él usa, como si fuera un idioma callejero: “Yo soy
un hombre de la calle de barrio, como usted y como tantos otros“
“Yo
he andado mucho por las calles de Buenos Aires y las quiero mucho”, justamente
lo que el novelista quería, como lo plantea su amigo y compañero generacional, Carlos
Mastronardi, es expresar su destierro, y él inaugura “un temerario estilo que
no sabe de convenciones ni de formas hechas, donde se mezclan la realidad y lo
alucinatorio, la pureza y la irrealidad de las personas comunes” que desbordan
los cauces prefijados porque es el intento de convertir en literatura ese
lenguaje plebeyo, de la calle. Es el retratista de formas coinciden totalmente
con la naturaleza agria de esas mismas calles. Constitución es el lugar en que
trabajan, transitan o se instalan, varios personajes de la literatura argentina, como Rosalinda la protagonista de
“Historia de arrabal” de Manuel Gálvez, o en la década del 60,Toribio, el traicionero
papel central de la novela corta Alias
gardelito, que es ultimado en el puente de la calle Ituzaingó (que hoy
compartimos con el barrio de Barracas) donde uno puede asomarse a observar por
abajo, el paso de los trenes. Lo que fascinaba a Ernesto Sábato, a Graciela
Cabal, María Abate, y sobre todo a Jorge Luis Borges, que llegaba al puente,
invariablemente, después de largo caminar en los atardeceres suburbanos. Ese puente
tan mostrado, en innumerables películas argentinas, lleno de magia y de misterio.
La lejana, y llena de hollín, estación, que se divisa entre los hierros
cuadriculados del parapeto del puente, parece el espacio de una gris
escenografía. Algún personaje de Leonidas Barletta en la novela “La ciudad de
un hombre” va a vivir a un escondido hotel de Constitución, quizás uno de
aquellos que años después habitó el malogrado Osvaldo Lamborghini en su
incesante peregrinaje.
Eduardo
Mallea, en “La bahía del silencio”, también describe la plaza Constitución, narrando
el esplendor alegre de un parque de juegos, el sitio donde en 1940 o 1950,
tantos ancianos y niños, disfrutaban de la sombra de sus árboles añosos,
plantados allí por el paisajista Carlos Thais. Juan Carlos Ghiano, en una obra teatral
y Bernardo Vervisky en alguna narración ambientan sus trabajos literarios en
Constitución. Germán García habla de una diminuta pieza de pensión, en sus
recuerdos, del Buenos Aires de mediados del 60, ubicada al lado de la
desaparecida Confitería “Los dos leones”, y en su novela Nanina, que cuenta sus primeros pasos errabundos de un joven que se
inicia en la gran ciudad, deambula por sus calles. En la ficción, son muchos
los hombres y mujeres, que erran en el espacio de la estación o por la plaza. Miles
de personas, deambulan por los andenes esperando el traslado, espacios que
cantó el poeta Baldomero Fernández Moreno:
Punta
de los andenes, boquerones sombríos,
Faroles diminutos, encarnados y verdes
Filo de los rieles, palma de los
desvíos
Tren coronados de humo, que silban y
te pierdes
En
una boletería de esa misma estación, con destino a Temperley, la quinta del
Astrólogo, Remo Erdosain, saca su boleto de tren, para reunirse con los
conspiradores en la Novela “Los siete locos” de Roberto Arlt. En Raucho, de Ricardo Guiraldes, el
personaje arriba y se aleja de ella. Si seguimos pasaremos por Gerli, Lanús,
Banfield, Lomas, Temperley, es decir, el itinerario de los pueblos del sur. Esa
estación y la plaza son sitios, que todo porteño, literato o no, tiene en la
mente y en la imaginación, como si el habitante de esta ciudad, los considerara
parte de un imaginario del cual es muy difícil escapar.
Dice
Javier Fernández en “Carlos Correas un autoretrato en la ciudad”: “Escenarios
como excusa de una biografía, donde la imagen y remembranzas de ciertos
espacios, se vuelven motor del relato y medida de fuerza narrativa. Resonancias
con la sensibilidad urbana desde algunos modos de registrar la vida y un
conjunto de calles, barrios, zonas, puntos de encuentro, escondrijos, espacios,
distritos o escenografías urbanas, desplazamientos. Son memorias de lugares,
instancias donde se cruza una cartografía y la vida personal, la vida alterada.
Las ambiciones por la aventura y el conocimiento de un querer citadino, o de
cómo conocer ciudades, o personas”. Deambular incesante, caminata de pasos
perdidos, hundido como Arlt, en su ser errabundo y doliente. En “La narración
de la historia”, el relato donde Correas comienza el itinerario del propio
despliegue de lo narrativo, aquello que quiere contar es la condición, de poder
decir, retazos de un relato, mientras la
historia, se va haciendo en el viaje, por los barrios inverosímiles contados en
negativo, con un aire extraño, donde la ciudad se precipita sobre su cuerpo. “En
vez de viajar hasta Lanús. Ernesto decidió ir a Constitución caminando por la
calle Montes de Oca, cruzó el puente sobre el Riachuelo y pasó junto a los depósitos
y las fábricas, era un pasaje sombrío” y
dice más adelante que “entró en el hall de la estación Constitución por la puerta
de la calle Hornos, caminó un poco, entre la cantidad de hombres que llenaban el
lugar vio dos o tres rostros que le resultaban atractivos”. Allí entre la
multitud, se producirá el encuentro con el que todo comenzará y ese escándalo,
ese encuentro furtivo, entre dos seres aparentemente discordantes, impulsará ese
relato, y la historia de ese relato: “Salieron y caminaron por la calle Brasil hasta
la entrada del balneario municipal.” La caminata es el motor que organiza la historia
y la estación es como un imán que los hace retornar una y otra vez. “Volvían a
Constitución. Allí tomarían un ómnibus,” y el viaje urde la historia entre tipos
furtivos. El errar no tiene rumbo fijo: es un cuento triste e ingenuamente homosexual,
que no tiene consecuencias y su modernidad consiste en narrar incidentes promiscuos,
de ciertos ambientes, que solo habían tenido registro escondido, sin encontrar
su lugar en la literatura argentina. Volver a la “normalidad, a sí mismo, es
hallar un lugar ilusorio, que en la vida real, Carlos Correas no pudo retomar, y
esa fascinación lo acompañará hasta el fin de su existencia. Pero lo importante
es que Correas en la narración de la historia, se expone, y ese caminar la
ciudad, hasta que los paseos formen parte de su visión del mundo, de la
literatura y del rumbo de todos los días, también esas ideas, serán su razón de
ser, y esa inadecuación, el resultado, en última instancia, de su escepticismo,
que está desde el comienzo míticoen la narración oculta, de un destino que no
vuelve a ser.
En
cambio, para la geografía urdida por Jorge Luis Borges, en algún momento, el Sur
es una señal, y en la imaginería que se encarna o se desliza en su escritura,
ese punto cardinal, encierra un significado, que se guarda para solamente
indicar un nombre y un sentido. Relata Borges: “A la realidad le gusta las simetrías
y los leves anacronismos, Dhalman había ido al sanatorio en un coche de plaza,
y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución”. El sur comienza y es la oportunidad
(el relato pertenece a otro tiempo, a otra ciudad del 40/50’) para entrar en el
mundo distinto, de las edificaciones antiguas, que aún persisten en algunos rincones,
las ventanas de rejas, el zaguán y su abrigo, acaso un último patio. El gato en la calle Brasil, luego de transponer el
hall central, que se conserva y mantiene como de otro tiempo, cerca de donde vivía
Hipólito Irigoyen, se deja acariciar,
como un recuerdo, durmiendo un sueño interminable, todo esto memora Dahlman mientras
espera la llegada del tren. Después se sucedieron las quintas y los suburbios,
como una serie de imágenes, que lo retrotraían al tiempo pasado, a algún instinto
que ni el mismo conocía del todo , como si estuviera viajando hacia un origen que
se le escapaba, también de algún modo esa obsesión configuraba su destino.
La
soledad envolvía ese pasaje, imprevistamente para atrás, y el desenlace no puede
ser otro, que trasladarse en la ensoñación, a la realidad de la llanura. Por otro
lado el conocido cuento “El Aleph” comienza con la reiterada cadencia borgeana,
aludiendo a un inveterado fraseo y recuerdo: “La candente mañana de febrero en que
Beatriz Viterbo murió después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo
instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro
de la plaza Constitución habían renovado no sé que aviso de cigarrillos rubios”.
Es en la calle Garay, una calle cualquiera de la ciudad, donde está la casa que
era de Beatriz, habitada por el previsible Carlos Argentino Daneri, su primo”
adonde Borges, llega, con sus pasos perdidos, en ese barrio que caminó una y otra
vez, en sus hacia el sur. Allí en un sótano de la calle Garay está el Aleph, esa
pequeña esfera, que asume el vasto e infinito universo, que quizás la muerte de
Beatriz haya agrietado “donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe,
visto de todos los ángulos todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz”. Siempre detestó
esa manía, de escribir versos banales, del primo hermano parodiado y reducido a
lo ridículo, representado “en los hombres de letras”. Solo Beatriz, perdida para
siempre, justifica ese mundo que es el tiempo que innecesaria y
sentimentalmente, una sola vez, debe negarse, bifurcar lo inverosímil del relato.
“Cada cosa (la luna del espejo, digamos) eran infinitas cosas, porque yo claramente
las veía desde todos los puntos del universo” dice Borges. Ahí él observa una infinidad
de elementos como mil facetas, como en una ensoñación diurna como una interminable
sucesión de imágenes, que se refractan entre sí. La tierra, y las alucinaciones,
el Aleph y una multiplicidad inconcebible, todo de un mismo modo desplegado y reducido
a un hipotético vacío. Dice el cuentista: “En las calles, en las escaleras de Constitución,
en el subterráneo, me parecieron familiares todas las caras”, donde el temor
inevitablemente lleva al olvido, se transforma lo real en mero ejercicio de una
memoria.
Por
lo que ese Aleph, el de la calle Garay, puede ser falso, inapropiado, porque el
olvido se transforma en algo poroso, que anula todas las posibles alternativas,
y esto quizás pueda significar, que Borges nunca estuvo allí, y que su permanencia,
también puede indicar que todo fue soñado, como andar por un barrio inexistente.
En un poema de Borges, se habla del puente de la calle Ituzaingó y Caracas. El puente
suburbano, desde donde el escritor divisaba la cercana estación, mientras pasaban
humeantes vagones y trenes, que lo atravesaban por debajo, dejando su estela, y
su rumor, (Mateo xxv, 30). “El primer puente de Constitución a mis pies/ fragor
de trenes que tejían los laberintos de hierro/ Humo y silencio escalaban la
noche”. Borges frecuentaba muchas veces, ese barrio un poco apartado, y muy
próximo al centro, y localiza algunas ficciones, como si ese escenario fuera
propicio , para sus divagaciones, y sus salidas/entradas, lo condujeran a una realidad
y misterio que lo convoca. Ese vagabundeo, esas largas caminatas, sin rumbo
fijo por la ciudad, ese autorreportaje literario, es además una apropiación consentida,
un lento divagar por el Sur, como si allí estuviese guardado un significado,
que nuestra literatura busca desentrañar.