Julio 2013
La noticia fue tapa de los principales diarios locales y
provinciales, “Conocido empresario apareció muerto en Tío Pujio. El empresario,
de unos cincuenta años, fue hallado por la policía provincial en las
inmediaciones de la localidad de Tío Pujio. El cuerpo no mostraba signos de
violencia. Se investigan las causas del deceso”.
En la sección Policiales se ampliaban detalles del hallazgo:
“…estaba colgado de un árbol, cerca de una casa abandonada, vestido con ropa
deportiva. Su automóvil, marca Honda, a escasos cincuenta metros del lugar. La
muerte dataría de unas ocho horas en coincidencia con la denuncia de los
familiares que dieron cuenta a la Policía de la desaparición del hombre…”.
Este no fue el único hecho policial. Otras muertes de
características dudosas mantenían en vilo no sólo a la población de Villa
María.
Agosto 2016
Tomás Castro terminó de escribir la nota del día e inmediatamente
se la envió al director de la sección Policiales del principal matutino de
Córdoba. Era un especialista en el género y firmaba con el seudónimo Juan
Capote. Cuando Castro llegó a Villa María por la tarde, se dirigió a la
Biblioteca Municipal. Un edificio amplio y vidriado con un entorno verde que
invitaba a permanecer en el lugar. El periodista y escritor trabajaba en una
novela basada en hechos policiales resonantes. El material de consulta, además
de entrevistas, lecturas de novelas policiales y ensayos de Psicología, eran
los diarios de la época.
En esta ciudad, once muertes no naturales habían ocurrido en el
corto período entre julio y noviembre de dos mil trece. Lo inquietante es que
los decesos se producían los martes al atardecer y la metodología usada era el
ahorcamiento.
En dependencias policiales, las muertes fueron caratuladas como
suicidios colectivos. También en los estudios de abogados consultados por los
familiares de las víctimas. Una forma de ponerle nombre a las cosas y demostrar
la ineficiencia de la Justicia.
Para el periodista, los casos no estaban cerrados. Sin embargo,
sabía que los tiempos de un escritor no son los mismos que los de la Redacción
de un diario. Castro tenía la suficiente obstinación y paciencia inspiradas en
sus lecturas de policiales negros. Kurt Wallander había sido su héroe. ¿Qué
periodista de policiales no tiene uno?
Diciembre 2018
“Un examen superficial de los sueños
y fantasías de los locos basta para mostrar que la idea de una destrucción
total del mundo está latente en la mente inconsciente”. Glover: Guerra, Sadismo y Pacifismo.
El doctor Roberto Osborne –recientemente invitado al IV Simposio de Neurología en el Instituto Tecnológico de
Massachusetts– era algo más que un aficionado al
ajedrez y un concurrente asiduo a la Biblioteca Municipal. Recién llegado, no
pudo sustraerse a la costumbre semanal de sentarse frente al tablero de ajedrez
para jaquear a la reina. Su contrincante era Malek. Entre ellos una fría
cordialidad –si es posible compatibilizar tal
adjetivación con esa actitud– levantaba un vidrio transparente que no excluía las formalidades
del caso.
Al doctor le atraían los ojos de Malek, fulgurosos por la pasión
del juego y la cabeza fría para definirlo. Al contrincante, la inteligencia de
Osborne y la lógica demoledora de sus argumentos.
Algo diferente sucedió esa tarde de diciembre: por primera
vez, Osborne invitó a Malek a tomar algo en el bar de la Biblioteca. Tal vez
para hablar de las novedades que traía de su viaje, o para hablar nomás, o por
qué no, un intento de acercamiento sin la interposición del tablero. Todo era
posible en personas dúctiles, acostumbradas a cambiar posiciones para ganar el
juego.
El lugar estaba concurrido. El bar se extendía al exterior en una
explanada rodeada de senderos que llevaban a una de las avenidas de la
ciudad. Una leve brisa movía los árboles del parque recuperado de los
viejos terrenos ferroviarios.
Los dos hombres hicieron el pedido desde la computadora
incorporada a la mesa conectada al bar.
–Esto era ciencia ficción pocos años atrás. Usamos un ordenador sin
mediar una camarera para el pedido.
–Así es doctor Osborne. Fíjese en el tren, que hoy une Córdoba con
Buenos Aires en tres horas.
El ruido sibilante del acero sobre los rieles apenas apagó el
timbre de sus voces. El convoy de doce vagones frenó en la estación sin
resuellos de gasoil o vapor.
Tomás Castro, o Juan Capote en el papel, estaba sentado en otra
mesa, a pocos metros de la de Osborne y Malek. De vez en cuando levantaba la
vista del libro que leía para mirar distraídamente o apurar el vaso de gaseosa.
–El asombro nos supera. ¿Sabía que se usa un dispositivo en museos
y bibliotecas que permite leer libros sin abrirlos?
–Años atrás escuché algo, aunque solo se podían leer diez páginas.
–Sí, se podían leer unas pocas páginas. Pero hoy cualquier
libro cerrado se puede leer completo mediante el dispositivo que usa ondas de
terahercios.
–¡No se puede creer!
–En Neurobiología, por ejemplo, los adelantos nos hacen pensar en
personas que sólo se comunican con el pensamiento. Los neurotransmisores
nerviosos se adelantan a las palabras. A propósito, ¿usted recuerda los
suicidios que se dieron años atrás en esta zona?
–¡Como no recordarlos, doctor! Nadie dejaba de comprar los diarios
o mirar los noticieros para seguir las novedades.
–Le puedo asegurar que aquello fue un fenómeno del poder
psicotrónico de la mente.
Al escuchar el diálogo, Tomás Castro cerró el libro
disimuladamente y abrió el grabador de su teléfono.
–Ah!, ¿cómo es eso?
–El poder se desarrolla cuando la mente se conecta con el objeto
deseado. Es decir, cuando la conciencia se conecta con la materia y puede
llegar a manejarla a distancia.
Roberto Osborne tomó un sorbo de café y miró a Malek. La mirada
atravesó el cráneo del hombre.
–Hace años, en esta biblioteca, o Mediateca, si le gusta más, se
dictaba un taller de Programación Neurolingüística. Era los martes a la tarde
en un aula que da a la avenida. Ese taller se dictó durante tres años. Eran
seis los integrantes. Ellos habían logrado modificar las actitudes ante la vida
programando su lenguaje. Cambiaban los filtros de la percepción del mundo.
Malek lo escuchaba en silencio, casi sin pensamientos.
–Lo importante es que eso devino en un gran poder. La gente los
consultaba y pedía consejos para concretar ilusiones y deseos. Se proclamaron
“Los cofrades de ilusiones” –y prosiguió con la mirada fija en los ojos de su interlocutor–, el poder que tenían para
solucionar, programar y argumentar hizo que se creyeran omnipotentes. En la
creencia estaba implícito el poder psicotrónico de sus mentes.
–¿Existió algún hecho que probara ese poder?
–Un día, uno de ellos, estaba enfurecido con un usurero que le
había embargado la casa a sus padres. Lo cierto es que las mentes de los seis
trabajaron para liquidar a ese hombre. Sacarlo de la faz de la tierra.
Entiéndame, liquidarlo virtualmente. Quitarle sueños, trabajo y familia, para
transformarlo en un ente. A los pocos días, el usurero se ahorcó en un campo de
Tío Pujio. Fue la primera perversión de los cofrades. Y después, bueno,
siguieron con esa metodología para terminar con todo aquel que consideraran
“indeseable”.
–Como si fueran mesías.
El doctor Osborne, siempre circunspecto, mostraba los ojos
desorbitados. Malek en silencio. A pocos metros, Tomás Castro seguía con el
grabador abierto.
–Conoce los mínimos detalles de la historia. ¿Qué fue de los
cofrades? –preguntó Malek.
–Las peleas entre ellos se hicieron frecuentes y la Biblioteca
decidió cerrar el Taller de los martes.
–¿Qué fue de ellos? –insistió Malek.
–Dos viven en el sur del país. Uno creo que en el Matto Grosso, y
otros dos en una ciudad de la provincia de Buenos Aires.
–Falta el sexto…
–El sexto soy yo, Malek.
El hombre sintió un escalofrío y sus manos tomaron la servilleta
de papel que se hizo un bollito entre los dedos.
–Usted confía en mí. Pero ¿no tiene miedo de que lo denuncie?
–No. Primero porque esta declaración no es prueba de nada y
segundo, le aconsejo que no lo haga. Puedo leer su mente. Yo sé quién es
usted, ¿recuerda el caso de la mujer desaparecida hace años? Aún la Policía
Científica rastrea los campos, aunque se cree que el cuerpo cayó en la
voracidad de los pumas.
Los dos hombres se midieron el alma. El vidrio que los separaba se
hizo añicos. Cara y ceca de una misma moneda sobre la mesa esa tarde de
diciembre.
La señal sonora de la estación avisaba la partida del tren a
Buenos Aires. Tomás Castro cerró el grabador y pensó, mientras miraba el
convoy, cuántas historias podían ocultar esas ventanas que se alejaban veloces.
De muros y extramuros. Se alejó del lugar a paso rápido. Tal vez esa grabación
podía reavivar la investigación de los suicidios y de la otra muerte, la de la
mujer que se bajó del automóvil de su esposo y nunca más se supo de ella. Se
dirigió al Aeropuerto.
Malek sintió miedo. De un pasado que escondía mucho más, y de
Osborne. Algo pasó por su mente y lo desechó con violencia como a una araña
trepando por el cuerpo. No sea cosa que…
–Vamos Malek, vamos a lo nuestro -dijo el doctor invitándolo al
juego.
El cuerpo de Malek parecía el de una marioneta que se mueve sin
voluntad propia.
El tablero estaba junto a otros como ciudadelas con las piezas
quietas esperando ser derrumbadas por los jugadores. Malek supo que había
comenzado un juego siniestro y no pudo concentrarse. Osborne, casi en épica de
guerra, desplazó en contados movimientos las blancas de Malek.
Cuando los dos hombres salieron de la Biblioteca, la ciudad
mostraba las luces a pleno. Se despidieron con un saludo de hielo. Al subirse
al automóvil, Malek pensó que Osborne era una amenaza. No dejaría pasar el día
siguiente sin hablar con el Comisario Peñaloza.
Al llegar a su casa, sintió que una fuerza extraña lo arrastraba
al infierno. Su hijo le preguntó, “¿te sentís bien?” No respondió. Abrió la
puerta y cruzó el parque. Entró al pequeño cuarto, depósito de aquello que una
casa arrastra al fondo. Casi en actitud involuntaria sacó de un cajón una soga.