Alejandro Valentín
Rubió nació el 11 de febrero de 1967 y murió el 14 de febrero de este año en el
Hospital Vélez Sarsfield, después de casi dos semanas de internación, a causa
de una enfermedad pulmonar muy avanzada. Pasó apenas un mes y medio de su
muerte. Seguimos de duelo.
Alejandro fue el
poeta que dividió las aguas en mi vida. (Sé que lo fue también para muchas
personas que están hoy acá). El tipo que me enseñó a leer y, en gran medida, a
pensar, cuando creía contar con esas habilidades después de 25 años de
educación formal. Para quienes apostamos por el lenguaje, para quienes creemos
que las palabras tienen un valor -que por supuesto, no es el valor del
mercado-, acá se pone en juego lo más querido.
Nos conocimos en el
invierno de 2017, hace siete años. Un amigo me avisó que el tal Alejandro Rubio
-el mejor poeta argentino vivo, dijo mi amigo- iba a dar un taller en La Sede,
un centro cultural multidisciplinar de Villa Crespo. Por ese entonces había
leído La garchofa esmeralda, pero ni
un poema de Rubio. Aquella primera reunión fue para hablar sobre el poeta
mexicano Gerardo Deniz. Era un único encuentro, abierto y gratuito, que servía
como antesala de lo que sería un taller de tres meses sobre poesía de los 90.
Éramos sólo tres participantes, además de Alejandro. Quedé impresionado por su
inteligencia, por la precisión en cada comentario, por su voz, por la cantidad
de cigarrillos que fumaba. En mi recuerdo, ese mismo día nos hicimos amigos.
A partir de ese
momento, comenzó una saga de talleres que organizó Alejandro y que se extendió
por dos años. El primero sobre la tendencia materialista en la poesía de los 90
-leíamos a Casas, Helder, Prieto, Gambarotta-; el segundo sobre el lado oscuro
de los 90 -leíamos, por ejemplo, Camaleón
de Selva Di Pasquale y Oreja tomada
de Manuel Alemian-; el tercero, y el que tuvo mayor repercusión, sobre los
hermanos Lamborghini (recuerdo que los jueves la terraza de La Sede se llenaba
de gente y de olor a tabaco); el cuarto sobre la prosa de Levrero y Gandolfo;
el quinto, trunco desde el inicio, sobre poesía chilena.
Durante esos dos
años, Alejandro preparó cada clase con extrema minuciosidad. Llegaba desde
Caseros cargado de libros y se volvía, siempre, con alguno más que compraba ahí
mismo. Nos hablaba de Pound, de Eliot, de William Carlos Williams; de la
relación entre inspiración y método; del lirismo y el patetismo; de la
prosodia, la eufonía y la cacofonía; del primer y el último verso; de las
imágenes, los sonidos y los silencios; de las historias y de la Historia; de la
métrica y el corte. Todo mientras fumaba un cigarrillo tras otro. Nosotros le
hacíamos preguntas y él respondía, casi nunca dudaba. Por ejemplo, cuando
Lucía, compañera desde la primera hora, le preguntó cuál era para él la mejor
poesía: “la mejor poesía es aquella cuyas imágenes son insólitas pero a la vez
necesarias.”
Esa amistad, que para
mí comenzó aquella noche de julio de 2017 en La Sede, duró hasta el último
aliento, y desde ahí es desde dónde quiero hablar. Quiero dejar dicha una
amistad. Quiero recordar a un amigo muy querido, y no exaltar o canonizar al
gran poeta.
En fin, quiero
tomarme en serio la palabra “evocación”: no hablar sobre él, o no hablar sólo
sobre él, sino que él hable a través nuestro. Quiero volver sobre su potencia
verbal, sobre el implacable uso que hacía de las palabras y los silencios,
sobre su sensibilidad y su ternura. Dicen de Rubio que ejerció el malditismo,
en vida y obra. Dicen de Rubio que era un jodido, que le gustaba pelear con el
que se le pusiera enfrente. Dicen de Rubio que era un lobo solitario, un
antisocial. Vislumbré alguno de esos rasgos, pero el Alejandro Rubio que yo
conocí fue, ante todo, un tipo concernido por sus amigos, afectuoso y de una
generosidad inmensa. Uno de esos tipos que dan todo, que se guardan nada,
porque no esperan nada. Uno de esos tipos que viven en la pura inmanencia de la
vida. Cuando uno se encuentra con alguien así más vale cuidarlo, estar cerca,
quererlo.
Por eso, ahora quiero
dejar resonando en esta sala algunas palabras que le escuché decir a Alejandro.
Las tomé de una entrevista que le hice, de entrevistas que le hicieron otros,
de comentarios que hizo en sus clases, de audios de whatsapp. Su voz en mi voz.
Su castellano perfecto:
Soy un poeta peronista porque soy un
poeta faccioso. El poeta faccioso es un mafioso, es un sectario, es un
fanático. No quiere conciliar, no quiere sumar poder, quiere simplemente sentar
un punto. Una vez sentado el punto puede ser destruido sin ninguna pérdida para
la cultura o para la sociedad.
A los doce años decidí ser escritor.
Cuando mi viejo me hizo la pregunta seria: “¿qué vas a ser cuando seas
grande?”. Le dije: “quiero ser escritor”, “Te vas a morir de hambre”. No se
equivocó.
No tengo una posición. No tengo una
carrera literaria. Nunca me interesó demasiado tenerla, y como no me interesó
no la busqué. No hice la rosca necesaria, no hablé con los que tenía que
hablar, no escribí lo que tenía que escribir. Por lo tanto, no la tengo.
Yo había leído algo de poesía entre los
13 y los 19. Había leído a Baudelaire, a Rimbaud, algo de Lautréamont, algo de
Artaud, algo de Ginsberg, algo de Leroy Jones, y más adelante leí a Eliot, a
Leónidas Lamborghini. Y cuando leí a Cesar Fernández Moreno, Argentino hasta la
muerte, encontré una especie de tono que a mí me calzaba, y ahí empecé a
escribir poemas en esa vena, que después cuando leí a Georg Trakl, el poeta
alemán muerto tan joven en la primera guerra mundial, se volvió más oscura y
hermética.
A Leónidas Lamborghini le debo mi vida
de poeta. Fue el tipo que me convenció que para ser un poeta argentino no hacía
falta ser un boludo total.
Lo
que siempre quiso Lamborghini fue que el verso diera la vida, no su comentario.
Se
puede decir que con respecto a los otros escritores de poemas, Lamborghini
nunca escribió. Siempre robó, siempre copió, siembre borró, siempre cortó.
Me
he quemado los ojos leyendo.
Yo
tomé toneladas de haloperidol.
Voy a salir de ésta como salí de
tantas.
Yo vivo en perfecta paz conmigo mismo.
La que no vive en perfecta paz consigo misma es la sociedad argentina.
Argentina
es un país de corderos.
La
mayoría de los tipos que hoy son comentados como grandes poetas ni siquiera
serán reeditados, se perderán, quedarán en algún índice. Ni siquiera van a ser
estudiados por los académicos. La cultura moderna es demasiado rápida, y el
lugar del poeta no está determinado,
porque como hay que salir a buscar ese lugar, son muy pocos los que lo
consiguen, estadísticamente, por más inteligencia y voluntad que tengan. Por lo
tanto, siempre hay una herida.
El
rol social del poeta es decir lo que no dicen todos los demás. Desde Canal 13
hasta 678; desde Página 12 hasta La Nación; desde tu profesor en la facultad
hasta el último rockero que sale en la Rolling Stone. Decir lo que no dicen
todos los demás.
A
veces releo mis libros. Me siento recordado en esas páginas.
No es en la escritura donde se me va la
vida. Se me va la vida en vivir.
Mi
segundo tomo de obras completas se va a llamar Lírica esencial.
Puedo
hablar hasta con un cigarrillo en la boca, ¿querés que te muestre?
El
punto es el poema.
N.B.: El recuerdo oro fue leído el 27 de marzo
de 2024 en la evocación a Alejandro Rubio que organizó “Coliseo de poesía.
Aventuras del verso argentino”, ciclo coordinado por Guillermo Saavedra y
Roxana Artal en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Ese mismo día, el Ministerio
de Capital Humano despidió a 120 empleados de la Biblioteca.