Al abandonar del Partido
de Santa María de las Conchas Don José Bazzano se metió por el Camino Real a
partir de Punta Gorda.Con los ojos entrecerrados, el viejo comendador miraba la
polvorienta ruta y en su lugar veía los antiguos palacios de su Liguria natal.
En uno de ellos, cerca de las playas de Savona, no muy lejos de la Fortaleza
Priamar, construida en el siglo XV, estaba el escudo de gules y oro de los
Bazzano. Don José, que había abandonado la tierra en la que todo excitaba a la
impetuosa vanidad de la sangre, se había trasladado al Río de la Plata, al otro
extremo del mundo. Había triunfado allí, rico y honrado por los grandes del
Partido de las Conchas, y volvía ahora a Monte Grande para comprar una gran
quinta y vivir junto a su mujer Doña Josefina Muslera y Álvarez y sus hijos.
Cerca del mediodía, luego
de andar casi toda la noche sin respiro, Don José divisó un puesto de correo
con una cuadra para los caballos y un colmado. El lugar se hallaba en la cima
de una de las barrancas que miraban al río. Así que aflojó la marcha, giró
hacia la izquierda y encontró un sitio para el coche muy cerca de una pequeña
alameda en la que una joven mestiza lavaba la ropa y la tendía sobre las ramas
de un ibirapitá. Salió del coche y tuvo un momento de vacilación. ¿Detenerse
allí por un buen rato y almorzar o no? Por fin el hambre lo echó para atrás y
se dirigió hacia el puesto. Encontró allí el colmado, una mesa y una silla
libres, un lavabo para refrescarse, todo lo necesario para justificar la posta.
Comió, bebió, fumó un cigarro y fisgoneó casi una hora, sin adentrarse mucho en
las barrancas. Una planicie sin fin se esparcía por doquier, a manera
prologación reseca del río color león. Aquí allá, como penachos prietos,
runflas de durazneros blancos cortaban la monotonía taciturna del paisaje.
Comenzaba ya a fastidiar
el calor cuando volvió a la alameda para irse. La cuadra para los caballos
seguía allí, lo mismo que la mestiza y sus atados de ropa, pero no estaba el
coche. Experimentó cierto aturdimiento y luego una duda. ¿De veras lo había
dejado allí? Comenzó a observar el galpón de los caballos. No encontraba nada.
Era una calamidad. Allí estaban sus maletas, sus papeles, el cofre, todo con
cuanto contaba para su próspero retorno. ¿Qué debía hacer? Regresó al colmado
sacudiendo la cabeza dejando ver con su actitud toda la contrariedad que le
causaba aquel suceso. La joven mestiza lo detuvo:
–¿ Busca usted su coche?
–Sí. ¿ Sabe usted si me
lo han robado?
–No, pero sé dónde puede
hallarlo.
–¿Quiere decir que usted
sabe dónde está?
–Sí. Al otro lado del
Camino de las Carretas. ¿Viene usted del Partido de las Conchas y va hacia
Monte Grande?
–Sí.
–Pues está usted del lado
equivocado. Debe cruzar el camino.
José Bazzano se lo
agradeció como como si le devolviera la vida y se abalanzó hacia la margen
derecha. Al otro lado, cerca de la pequeña alameda, una joven mestiza lavaba la
ropa y la tendía sobre las ramas de un ibirapitá. Pero su coche estaba ahí, con
sus caballos, fieles y remozados.
Al acercarse vio su
imagen reflejada en el agua de los bebederos. Estaba tranquilo, todo se hallaba
en orden, su semblante gentil, la gallardía de su raza antigua remozada por el
aporte de sangres nuevas pero mimada por la remota nobleza de su origen, la
fortaleza con la que labraría una fortuna en tierras y ganados. Pero de repente
toda esa expresión de tranquilidad en su rostro desaparecía. Porque se acababa
de dar cuenta de un detalle extraño, inquietante; la barba, el bigote y las
arrugas que marcarían su rostro aún no estaban. El hombre que se reflejaba en
el agua era él, indiscutiblemente. Pero no había rastros prematuros de vejez.
La vida era bella si no
la miraba ahora con demasiada atención, si no estudiaba el revés de la trama.
Faltaban todavía cuarenta años para que emprendiera el viaje de retorno hacia
Monte Grande. Aún podían acontecer cosas extraordinarias, maravillosas.
Solamente en la vejez debía temer el final de la vida.
Tomado de: Miralrío (historias de una quinta de San
Fernando)