3.8.23

Fabián Polosecki: el silencio y la furia, por Juan Cruz Carrique

 

 

A mí me gusta escuchar, me parece que el día tiene 24 horas

de inteligente silencio y hay que saber interrumpirlo con

 algo que pueda mejorarlo. Pero casi nunca se lo logra.

Fabián Polosecki

 

Comencemos por el final: el 3 de diciembre de 1996, pasadas las ocho de la noche, Fabián Polosecki se arroja debajo de un tren del Ferrocarril San Martín a pocos metros de la estación Santos Lugares. Su cuerpo, arrasado por la locomotora, yace sin vida sobre los rieles. O quizás sobre los pastizales que bordean las vías. Poco importa. Lo que sí importa es lo que deja atrás Polosecki: una hija de dos años, una mujer a la que ama, pero cada vez ve menos, la angustia de vivir, los discos de Nick Cave y The Cure, la Olivetti verde, muchos amigos, miles de ideas, miles de proyectos. Y una obra sin precedentes. Artística. Periodística.

Gustavo Fabián Polosecki, o simplemente Polo, como lo llamaban todos, nació el 31 de julio de 1964 en el barrio porteño de Belgrano. Tercer hijo varón de un matrimonio judío de filiación comunista, con sólo diez años comenzó a transitar la redacción del diario Clarín. Su hermano mayor, Claudio, trabajaba en la sección “Gremiales” del diario y durante los fines de semana, cuando le tocaba hacer guardia, lo llevaba con él. Allí, Polo aprendió a escribir a máquina, algo que lo apasionaría hasta el final. Unos años después, cuando a su hermano ya lo habían echado de Clarín y a un primo suyo lo había secuestrado y asesinado la dictadura militar, ingresó a la Federación Juvenil Comunista. Militó desde principios de los ochenta hasta los inicios de la democracia, hasta que se cansó de que lo quisieran convencer todo el tiempo de algo. Polo quería escuchar, aprender, conocer, no que le dijeran cómo hacer las cosas. También comenzó a estudiar Sociología en la Universidad de Buenos Aires, pero al poco tiempo abandonó la carrera. Su vocación era otra; él quería ser periodista, como su hermano.

Con veintiún años comenzó su carrera en el periodismo gráfico en la revista Radiolandia, orientada sobre todo a temas de la farándula que Polo detestaba. Allí conoció al escritor Pablo De Santis, quien tiempo más tarde sería guionista de El otro lado y El visitante, los dos programas de televisión que lo volvieron célebre. Tras más de cuatro años en Radiolandia, harto ya de hacer notas y entrevistas de una frivolidad exasperante, consiguió trabajo en la revista Fierro, donde nació su pasión por las historietas; pasión que luego trasladaría a El otro lado.

Poco tiempo después, en el año ‘88, participó por primera vez de un diario de tirada nacional, Sur, financiado íntegramente por el Partido Comunista. Su experiencia en Sur fue corta ya que el diario cerró al año siguiente debido a la disolución de la Unión Soviética y la caída del régimen comunista. Durante el conflicto por el cierre, Polo fue delegado sindical, y aunque ninguno de sus compañeros fue indemnizado al menos lograron rescatar, a modo de pago, las máquinas de escribir del diario: todas Olivetti de primera calidad. En Página/12 estuvo poco tiempo, ya que en 1992 logró que le hicieran una prueba en Rebelde sin pausa, el programa de televisión que conducía Roberto Pettinato en ATC. Esta primera experiencia fue el punto de partida para todo lo que vino después. La prueba consistía en hacer una entrevista a quien él quisiera para una futura sección que trataría sobre personajes de la noche; Polo eligió al portero de un bar de prostitutas y quedó. Al año siguiente, Gerardo Sofovich, por ese entonces interventor del canal, le ofreció hacer su propio programa: El otro lado.

Aquí comienza nuestra historia… 

Incubado en los bares de la calle Corrientes e inspirado en sus personajes, El otro lado irrumpe en la televisión argentina como un fenómeno periodístico extemporáneo: no está claro si pertenece al pasado o al futuro; de lo que no quedan dudas es que está fuera de su tiempo. Un guionista de historietas –personificado por el mismo Polosecki– sale a recorrer las calles de la ciudad en busca de historias que le sirvan de inspiración para su trabajo. Historias extraordinarias de gente ordinaria. El historietista se encuentra así con una multiplicidad inaudita de personajes urbanos –travestis, carniceros, maquinistas de tren, ladrones– a los que entrevista, mientras su voz en off reflexiona sobre su propio oficio, su vida y la de los demás. El resultado de este experimento televisivo es un inédito compuesto de ficción y realidad que, lejos de pretender alcanzar o transmitir una verdad, se limita a contar las historias de la gente “común” oscilando sutilmente entre el relato fantástico y el periodismo testimonial. Luego, que cada espectador saque sus propias conclusiones.

Polosecki se instala, de esta manera, en un punto intermedio entre el periodismo bohemio de fines de siglo XIX –representado por la paradigmática figura de Matías Behety[1]– y el slow journalism norteamericano de los años 2000. Amante de la noche, curioso por sus personajes, sus hábitos, sus vicios, durante el primer año de El otro lado, Polosecki hace de la calle Corrientes y sus alrededores su estudio de grabación. En una época donde los periodistas se vuelven celebridades televisivas, él retorna a los bajos fondos de la ciudad para hacer sus entrevistas. Entrevistas que, justamente, rompen con el molde de una televisión que comienza a estar cada vez más acosada por el rating; tienen otro tempo, otro ritmo, otra cadencia, marcada fundamentalmente por el silencio y la escucha. En palabras del mismo Polosecki: “En las entrevistas no hay una cosa premeditada. No me siento apurado por preguntar. Sabemos que hay que tomarse su tiempo. Nosotros ponemos la cámara, grabamos, charlamos, nos ponemos cómodos, chupamos si hay que chupar y… adelante. Es como tiene que ser. No podemos transformar los tiempos de la gente a las necesidades de la televisión. La televisión tiene que acomodarse a los tiempos de la gente.”[2]

El éxito, como podemos imaginar, es algo secundario en su vida y su trabajo. Si bien en 1993 y 1994 es premiado con tres Martín Fierro (“Revelación” y “Mejor programa periodístico”), Polosecki reniega del reconocimiento público y poco a poco comienza a aislarse de su familia, sus amigos y de la televisión. A lo largo de estos años ha incorporado el dolor de mucha gente y ahora necesita volver sobre sí mismo para reencontrarse: “Hay algo peor que la angustia de la página en blanco. Algo peor que no tener ninguna historia que contar: es haber oído demasiadas, y no poder olvidarlas”[3].

En 1996, ya separado de su mujer, alejado de su hija y peleado con varios de sus amigos, se instala en el Delta del Tigre. Tiene ofertas de trabajo, pero nada le convence. Su cabeza está en otro lado, quién sabe dónde. La tragedia, como en los escritores bohemios de fin de siglo, está ahí, esperando su momento. Y finalmente llega.

Una muerte terrible. Una muerte grandiosa. Pero que en sí misma no vale nada. Una muerte grandiosa sólo porque su obra lo fue. Y lo sigue siendo.



[1] Si bien Behety es el mayor referente de este “movimiento”, Jorge Rivera también destaca a Juan Chassaing, Gervasio Méndez, Jorge Mitre y Adolfo Lamarque como los escritores –poetas y periodistas– bohemios más recordados de aquella época. Jorge B. Rivera: “El escritor y la industria cultural. Un camino hacia la profesionalización”, en Historia de la literatura argentina, CEAL, Buenos Aires, 1980, p.327.   

[2]http://tierraentrance.miradas.net/2014/11/portadas/la-mirada-perdida-entrevista-recuperada-a-fabian-polosecki.html

[3] http://www.pagina12.com.ar/2001/suple/Radar/01-06/01-06-17/nota1.htm