Al amanecer del día siguiente supe que algo había
cambiado; se sentía como algo similar al rumor lejano de un dolor de cabeza que
avanza poco a poco, al principio podemos engañarnos creyendo que no se
encuentra allí o que es una molestia diferente, luego comienza a crecer y su
presencia se vuelve innegable. Podía hacerme el desentendido, pero sólo estaría
engañándome a mí mismo y, al igual que las veces anteriores, terminaría
sintiéndome peor.
Todo
había comenzado cuando separé apenas los postigos de una de las ventanas de la
cabaña, oteé el aún oscuro amanecer y aspiré la brisa. Entre el aroma de la
orina de los caballos en el corral, el de la madera cortada los días anteriores
en la leñera, la tierra removida detrás del cobertizo, los últimos rescoldos
apagándose en el hogar con la marmita, la fermentación de la levadura para el
pan del día y la lluvia cercana, sentí su aroma. Ella regresaba una vez más.
No
tenía tiempo para perder, si me era posible sentir su aroma era porque se
encontraba demasiado cerca preparando su ataque mientras yo dormía
desprevenido. Como pude, sin siquiera terminar de vestirme, huí de la cabaña
para esconderme entre los árboles cercanos donde arrojaba la ceniza sabiendo
que podía caminar sobre ella sin hacer el menor ruido. Allí, escondido en medio
del sotobosque, la vi llegar.
Llevaba
el vestido blanco casi transparente que, aunque de paño suelto, le marcaba muy
bien el cuerpo. Ella lo sabía, yo lo sabía. Completaban su atuendo el cabello
enmarañado y el rostro apenas pintado para no distraer con minucias y
concentrarse sólo en lo importante. El arco, el carcaj lleno de flechas y la
ballesta no me molestaban tanto como los brazaletes de bronce. En verdad venía
preparada y lo único que tenía conmigo era mi torso descubierto y una pequeña
daga escondida en una de las botas. Con mis propios brazaletes olvidados en la
cabaña llevaba todas las de perder. Y no sería la primera vez.
Se
quedó de pie fuera de la cabaña, la puerta abierta le decía que yo ya no estaba
allí; buscó las huellas que inevitablemente dejara en la tierra y que no
llegara a borrar. Pero esa no era mi primera temporada de conquistas, por lo
que cuando llegó a las cenizas no me encontró allí.
Creí
estar conduciéndola hacia el pequeño arroyo cercano, luego supe que era lo que
ella pretendía desde el principio, solo dejó que creyera que no era así. Caí en
su trampa como un principiante.
Un
poco de barro, cáñamo tensado a la altura de los pies, el golpe de una rama y
pierdo el equilibrio cayendo al agua que se lleva las botas y la pequeña daga.
Quedo a su merced, lo sé en cuanto logro salir de la corriente y la encuentro
de pie en la ribera opuesta. Desde ese lugar me lanza una, dos, tres flechas de
advertencia, una que no acepto y echo a correr nuevamente sin dirección entre
los matorrales sintiendo como las piedras, las ortigas y cualquier otra cosa
que hubiera por allí cortan las plantas de mis pies; su risa, diabólica,
sensual, sugerente, también me persigue. No puedo volver a la cabaña que quedó
del otro lado, no tengo armas, no tengo los brazaletes de conquista, no tengo
más ideas, sólo me queda esperar a que mi resistencia física sea mayor que la
suya. Aunque, sabiendo que ni siquiera pude desayunar y la noche anterior
apenas sí cené alguna cosa, lo dudo.
De
alguna manera surge d entre los árboles frente a mí, como si conociera los
pasos que ni yo mismo sabía que daría, o hubiera corrido en círculos. Esta vez
sus flechas no son advertencias, son heridas directas pero leves en mis brazos,
en mis piernas. Su puntería es perfecta con la ballesta, lo sé, podría matarme
más de una vez si así lo quisiera, pero no es lo que quiere.
Nos
enredamos en un abrazo que poco tiene de tal revolcándonos entre mordiscos,
rasguños, sangre que mancha su vestido, cabellos que se meten en mi boca, entre
hojas secas, tierra, barro e insectos que huyen de nosotros y, en medio de todo
eso, uno de sus brazaletes acaba en mi brazo. Eso pone punto final a la lucha.
Regreso
a la cabaña derrotado. Caminando unos pasos más atrás Ella no deja de sonreír.
Compartimos
el pan, la cama, el día, la noche. Como ella fue quien logró la conquista es
quien decido qué y cuánto hacemos, yo sólo puedo cumplir con sus demandas lo
mejor que me es posible.
Al
amanecer del día siguiente supe que algo había cambiado; se sentía como algo
similar al rumor lejano de un dolor de cabeza que avanza poco a poco. Podría
ser eso, o algo diferente, como la ausencia del habitual ardor de sus rasguños
en mi espalda, pero esa, aunque mínima, no era la única. Su brazalete
continuaba en mi mano, como una señal, una marca. Mirándolo supe que la
temporada de conquistas se había terminado para mí, al menos hasta que acabara
de engendrar nuestra próxima camada de cachorros.