Hasta donde me fue posible profundizar en mi
investigación, antes de decidirme a abandonarla, todo comenzó a mediados del
siglo IX con los hermanos Banu Musa. Tras años de estudios y demostraciones; de
recopilación de fuentes; de pruebas, fracasos y pequeños triunfos; de huidas
desesperadas del harén real en medio de la noche; de más de una fuga precipitada
de la ciudad ante el cambio de autoridades; y del constante peligro de
expulsión de la Casa de la Sabiduría de Bagdad, lograron obtener los permisos
para publicar su Libro de los mecanismos
ingeniosos.
Durante
el siguiente milenio su libro sirvió de inspiración y consulta contante para
todos los inventores de autómatas, máquinas autosustentable, autorreplicantes y
autorregulables. Máquinas que, no siempre, se daban a conocer como tales ya que
no todos estaban interesados en la construcción de meros ajedrecistas o muñecos
capaces de fumar por un narguile; algunos buscaban algo, digamos, un tanto más
elaborado.
No
encuentro otra explicación para el cuerpo que aquella interminable noche de
mayo alguien había dejado sobre mi mesa de autopsias, tal vez sin percatarse,
si es que no fue sin preocuparse, de la ausencia de las fichas de información
médica necesaria para su identificación. Diré que, a simple vista, y apenas
atisbando debajo de la sábana que lo cubría, se trataría de una mujer.
Tras
más de una hora revisándola fui incapaz de dar con la causa de su muerte. Nada
parecía fuera de lugar, nada faltaba, nada sobraba, nada debería de haber
fallado. Cada uno de sus órganos lucía exactamente como se lo mostraba en los
libros de anatomía, es decir, como si fuera un órgano nuevo, sin desgaste de
ningún tipo, al parecer sin siquiera haber sido utilizado. Como si pertenecieran
a un recién nacido y no a una mujer de, con suerte, menos de treinta años de
edad.
Sin
embargo, y a pensar que su fría piel era signo innegable de su muerte, había
algo más. Tal vez ese algo más fue lo que me decidió a apagar el dictáfono y
borrar la cinta en la mitad del procedimiento. Ese mismo algo no me permitía
dejar de mirarla.
Mentiría si dijera que no me sentí
atraído prácticamente de inmediato, pero no a un nivel de morbosidad, ya que no
me considero uno de esos que sólo se convierten en patólogos para tener acceso
a sus oscuros objetos de desviado deseo.
Realizaba
uno de los tantos análisis en el microscopio, cuando alguien tosió a mi espalda.
La sorpresa, el miedo, el terror, me invadieron. Sabía que la sala se
encontraba vacía salvo por el cuerpo de la mujer a la que acababa de coser la
incisión Y sobre la mesa de autopsias
y mi propia persona. Aun así, no pude evitar que, con el rápido movimiento que
hiciera para girarme, el microscopio, la muestra que analizaba, el resto de los
elementos sobre la mesa de trabajo y la banqueta sobre la que me encontraba,
acabaran en el suelo.
—Lo
siento —dijo la mujer al ver mi sobresalto y antes de inclinarse hacia fuera de
la mesa para toser una vez más—, creo que me atraganté.
Al
volver a su anterior posición sobre la mesa notó que se encontraba desnuda e
intentó cubrirse con la sábana que había dejado a sus pies. Mientras la veía moverse
como si se tratara de alguien que acababa de despertar sentía un intenso dolor
en mis dedos debido a la fuerza con la que me aferraba a la mesa de trabajo; al
percatarme de ello intenté aflojar la mano sin mucho éxito.
—Qué…
que… —intenté articular sin lograr siquiera formar una frase completa en mi
cabeza—. ¿Quién eres? —Fue lo primero que se me ocurrió preguntarle.
Pareció
contrariada por la pregunta y, al mismo tiempo, por su expresión, pude notar
que intentaba recordar cómo responder.
—No
lo recuerdo… —dijo finalmente antes de sonreír de una manera que muy pocas
veces pueden verse. Podría decir que se le
iluminó el rostro al hacerlo; pero nunca antes lo había visto tan cerca,
tan natural, tan inexperta y, al mismo tiempo, tan real.
—¿Qué
eres? —Pregunté después.
Tampoco
tenía respuestas para esa pregunta, ni para ninguna de las que le siguieron. A
cada nuevo intento descubría que nada sabía sobre ella, de dónde venía, hacia
dónde iba, cómo había llegado allí, si alguien la había llevado, o qué era lo
que le había sucedido para terminar sobre mi mesa. Su memoria estaba
incompleta, se encontraba ausente, o nunca la había tenido. Era una tabla rasa,
una hoja en blanco sobre la que escribir desde cero.
A
pesar de no saber ni siquiera su nombre, no dejaba de sonreír. Esa sonrisa suya
era su mejor protección y fue suficiente para desarmar todas mis tentativas por
comprender, por descubrir qué o quién era y, no menos importante, qué y cómo
había sucedido. Realicé varios análisis más mientras estaba despierta (aún no
podía pensar en ella como algo que estuviera viva, más sabiendo que hacía
apenas una hora la había abierto de par en par y mirado en su interior como si
de un juguete se tratara), sin encontrar nada fuera de lo común. Su corazón,
que antes no latía, ahora lo hacía sin problemas (pensar en las incisiones que
realizara sobre el mismo no me ayudaba a comprender). La sangre circulaba por
sus venas sin la menor dificultad. El aire entraba en sus pulmones, etc., etc.,
etc.
A pesar de todas las evidencias, me
negaba a pensar que regresar de la muerte fuera tan sencillo como toser un par
de veces; así como una simple bocanada de aire no puede ser suficiente para reiniciar
un sistema homeostático completo como el que se encontraba frente a mí.
Daba por sentado que era algo
diferente a un ser humano; de no ser así no habría podido repararse de la forma
en la que ella lo había hecho ante a mis ojos. Faltaba información, sin lugar a
dudas; lo que podía explicarse, casualmente, a partir de la memoria ausente. Imposible
saber si eso se debía a que algo había fallado al momento su la detención o la
falla era producto de la inexperta manipulación de la que había sido objeto
bajo mis manos.
En
algún momento de la interminable noche interrumpió la catarata de preguntas
colocando de improviso su mano sobre mis labios.
—Tampoco
sé tu nombre —susurró.
A
pesar de mis años de estudio, no sabía que el corazón humano pudiera latir del
modo en que el mío lo hizo cuando me tocó. Decidí que era mejor continuar con
nuestro mutuo estudio en otro lugar, lejos de posibles interrupciones, de ojos
curiosos, de preguntas a las que tampoco yo podría responder.
Coloqué mis brazos debajo de su
cuerpo, le pedí que abrazara mi cuello y la alcé, como se levanta a una recién
nacida; el sentir su piel igual de fría que al momento de su despertar me hizo estremecer.
Restaba mucho por investigar aún, en ese momento ni siquiera había pensado en
ella como un autómata con la capacidad de aprender de cuanto le rodeaba; algo
que haría más adelante y que luego olvidaría.
Al salir de la morgue aún se aferraba a la sábana con
la que se cubriera, último recuerdo de lo que había sido o, tal vez, primero de
lo que a partir de ahora sería.