8.4.25

Transformados, por Cecilia Bainotto

  

 

Una visita a La Piedad

 

Entre todos esos depósitos viejos, nuevos, relocalizados, sencillos unos, con mucho oropel otros, despojados y sin identificación no pude sino regresar a un pensamiento vector en cuestiones funerarias: La esclavitud de la muerte a la que someten los deudos y más al ver un panteón ruinoso, hermético, sin nombre. Las telarañas cubrían gran parte de esta casucha de ladrillos como la condensación de un pasado que era podredumbre.

Flores frescas, marchitas, de plástico, lápidas de bronce, herrería artística, vidrios pulidos, vitraux, estatuas de ángeles adustos y angelitos niños, cruces, recordatorios en cartón, floreros viejos, carpetas, manteles, planchas de cemento con inscripciones escritas a mano, senderos cuidados, otros que son yuyales. Mausoleos que semejan castillos y tumbas en huecos que semejan chozas. Pulcritudes brillantes conviven con alimañas.

Las diferencias sociales están bien marcadas, pero bajo la tierra lo enterrado no se salva de los gusanos. Es la misma carne “envasada”. Un lugar que es canto al espíritu esclavo como lo son todos estos lugares.

Leí hace poco sobre el compost humano, un organismo muerto como abono, una tendencia natural y en consonancia con el mismo origen “de polvo somos”. El mismo que se va con el agua y por los sumideros cuando no es captado para engendrar. Volviendo al cementerio.

Arte funerario / des-arte sin mano o con la mano del tiempo.

A ojo vivo creo que La Piedad, así se llama el cementerio, puede albergar a tantos como la ciudad viva de la que está separada por una calle lateral y una avenida de pocos metros que es el ingreso. Busqué una lápida que era  “Homenaje al obrero que no trabajó jamás” pero no la encontré. Menos mal. Por fin aquel que fue había sido liberado por falta de espacio. Me han contado que algunas personas duermen cerca del ingreso de estas ciudadelas, una miniatura de miniaturas de La Ciudad de los Muertos.

La “relocalización” es permanente. No hay lugares y los espacios verdes y los senderos que separan los columbarios se reducen. Hoy para “morirse” hay que solicitar turno. Más o menos.

Al filo del horario de cierre el silencio del atardecer se enrollaba en sombras y hasta el lugar resultaba placentero. De pronto el paisaje de sosiego se interrumpe. Es un instante tan delgado como el filo de un cuchillo o la distancia que separa la vida de la muerte.

Un automóvil fúnebre gris oscuro llegaba para una inhumación. Los dos enterradores de turno discutían en voz muy baja con los choferes del automóvil gris por no respetar el horario. El automóvil a paso de hombre con los empleados de la funeraria y del cementerio, dirimiendo el malentendido. Podían adivinarse sus palabras por los gestos que las acompañaban. El cortejo de seis automóviles, con algunas cabezas curioseando por las ventanillas, prácticamente detenido. Todo resultaba una escena del desatino. El difunto, un tapado de madera y un nombre de letras emplomadas sobre un vidrio espejado, pidiendo paso. Un complot de ceremonia que se desarmaba como gelatina que ni el orden por la cadena de frío que necesita ni el progreso con las tecnologías con el mismo fin puede detener. Algunos deudos ya estaban comunicándose desde el interior de los automóviles con sus celulares. Quizá explicando el motivo de sus respectivas tardanzas por el que no llegaban con los dulces para la hora del té o vaya a saber qué y otros habían abierto las puertas de los coches en puro resuello, aunque la temperatura era fresca.

“La Pietà” era solo una inspiración.

Con Maines fuimos espectadoras de esta tragicomedia en un acto sin libreto que duró unos quince minutos. No había nadie más a las 18 horas de esa tarde de otoño en el cementerio.

 

 

 

Una rata al horno

 

La cara remota sin control en la mano. Supe desde el principio, por una leve intuición, que eso podría ser un propósito o una locura. Tardé varios días en abrir el sobre y saltaron flores de seda dorada dispuestas en un herbario por lo que no eran frescas, aunque por apariencia lo eran. Como recién cortadas de la planta.

Debajo de cada pétalo había una gota y lo raro para mi tacto fue al tocarla porque me mojaba. Era un placer. Mis nervios afiebrados, por horas, le ganaban a la razón y sin prejuicios por un caos magnifico me sometí a ese sentir oculto. Luego descubrí una fantasía perversa ante pequeños detalles: oír girar picaporte, escuchar al perro ladrar a la nada, ver las cortinas hacer globos blancos, manchas que aparecían y desaparecían sobre las paredes, olores nauseabundos, ver a la gata, con las orejas paradas, buscando en silencio al igual que yo, un fantasma.

Me asomaba al vacío que se presenta cuando se deja una ubicación cómoda y entrás a un lugar perturbador.

Pasó el tiempo y un día, una fuerte sudestada hizo estragos con los árboles. Muchas ramas quedaron en el patio. El tiempo, sin lluvias por unos meses, fue secando ramas que había arrinconado al fondo sin objetivo definido, inconscientemente quizá. Sentía que esa escultura irregular con apariencia de esperpento y en su inmovilidad podía ayudarme. ¿Por mi familiaridad con su procedencia? Puede ser.

Un atardecer casi noche, como sin querer queriendo dejé por la mitad el cigarrillo que fumaba y lo tiré a ese ramaje seco. La brisa ayudó y en minutos unas lenguas rojas incendiaban el fondo. En su imparable ardor devoraban el pasto, las plantas, insectos ocultos, caracoles y un trozo de tronco que usaba para ikebanas Mis ojos eran testigo de un espectáculo de fuego como si ese elemento se impusiera sobre la tierra que arrasaba. Ante el poder hipnótico del fuego no hice nada. Dejé todo en brazos de Vulcano. Porque en efecto ese lugar se asemejaba a un volcán en erupción.

De pronto escuché un chillido claro y agudo que me trasladó a la cocina de mi infancia cuando mi madre abrió la puerta del horno. Era una rata grande envuelta en llamas y asaz repugnante. Una bola de fuego dejaba ver lonjas de carne informe y corría desesperada. Rebotaba ciega en el patio desde una pared a otra como pelota. Con los últimos estertores de vida de la rata llamé a los bomberos y la casa fue la imagen de una evacuación a gran escala. Desmedida por otra parte. El fondo era un barrizal en el que yacía el inmundo roedor que hasta al felino repugnaba. Era algo achicharrado que mostraba solo dos patas y aún seguía emitiendo un chillido insoportable. Los bomberos terminaron la tarea y mientras enrollaban la manguera me miraban con desconfianza.

Aún faltaban detalles. Tomé una máscara improvisada, una bolsa negra de nylon y me puse los guantes de látex para recoger los restos de cosas que quedaban incluída la rata que daba señales con los últimos espasmos.

Esa noche dormí extenuada y no escuché ruidos raros. Los días siguientes la casa se pobló de sonidos naturales y de silencios que eran pausa de una música relajante. No pude menos que pensar que el fantasma molesto era aquella rata que ingresó a mi casa por intersticios ocultos el día que recibí unas flores doradas.

Es posible haber llegado a esa conclusión tan cerrada para tranquilizar la mente. Poner un punto puede tener un propósito que se acopla a determinadas circunstancias. La luz del tiempo cambia las percepciones de las cosas. La rata fue una maldita coincidencia con aquella que encontró mi madre en el horno de la cocina y el asco que había provocado una rata cocinada. Los elementos confluyeron para que abominara de las flores doradas.

 

 

 

Son

 

La barba encanecida 

sube y baja

arriba un quepí verde oliva

movés los brazos, las piernas

y batís tambores, platillos, 

lo que venga,

tu son de isla

con el pie en el pedal

Una inyección en la vena

una cajita de pastillas

y nos vimos más viejos.

5.4.25

El silencio que necesitamos, por Juan Manuel Inchauspe



El silencio que necesitamos para poder escribir no existe. Deambulamos entre rotas cosas queridas y, entre espinas que lastiman, recogemos frutos de aquel parecido sabor.


Tomado de: Diario de Poesía, año 9, n° 32, dic. 1994.-

2.4.25

Un agujero lleno de basura, por Javier Fernández Paupy

 

 

Nunca hablé de eso con nadie

 

Una vez tuve una idea, sí, lo sé, siete libros sobre la mesa. Tuve una vez al sol antes o después del mediodía, una visión clara del presente atrás de las cortinas por donde salían los edificios. Una escalera al medio de la noche sobre los recuerdos que todavía conservo. Una vez, después de tomar mucho vino, sentí que mi conciencia me decía algo. Era un mensaje confuso. Pero en líneas generales me advertía. Era, cuando el alcohol ya había subido a la cabeza, una idea que me hacía tener miedo de mí mismo. Una vez, en el fondo de la risa, vi una lágrima escondida. Era mía. Si alguien te juzga que sea por el eco de tu soledad y por la calidad de tu desesperación. Sí, un rumor esparcido como un gas me hizo pensar en mí.

 

 

Barro

 

Alguien decía, en mi recuerdo, algo concreto. Pero yo no lo entendía y contestaba cualquier cosa. Leí que Macedonio tenía un interés sincero por los demás. Y que todos distinguían eso en él. Las pasiones tristes tampoco eran lo mío. Aunque no me sintiera bien, seguía. La timidez (o la soledad) y la orgía social (o el manoseo), dos fuerzas que nunca estaban separadas. Leí que Felisberto se enmascaraba para no mostrarse. Que no tenía interés en los demás. Y que veía como ajenas a sus propias manos. Quizás yo necesitaba un amigo que nunca tuve. Uno que me ayudara a ser mejor persona. Estaba sobrio y hubiera querido estar borracho. Todo pendía de un hilo metafísico en el que podía ahorcarme o limpiarme los dientes.

 

 

La pantalla del sueño

 

Ya casi los dejo. Pero no para siempre. Necesito estar solo un rato. Pensar sin distraerme. Puedo darles la paz que no tengo. Creo que mi nuca salió del cuerpo y que mi cabeza se separó de los hombros. Tengo que ocuparme de eso. Tengo que dibujar una voz en la pared. Es posible que se parezca a la mía. La vida espera en otra parte. Nunca la voy a encontrar. Todo duerme ahora. Es que alguien me despertó también a mí. ¿Vos dormías? ¿Por qué dormías? ¿A dónde enderezás el camino? Si fuera puro quizás tuviera una visión. Como no soy puro no tengo ninguna visión. No soy un perro patagónico. Tengo emociones. Suena, a lo lejos, el silbato del cielo. Entre las nubes, unos gases tóxicos quieren llegar a la tierra. El túnel del viento atraviesa las fronteras.

 

 

¿Vos también?

 

Sobre el final de esta historia había una habitación llena de extraños. ¿Quién los invitó? Había, casi llegando al mismo final, una lotería al lado de un salón masculino. Noté con horror y pesadumbre que ahora los hombres asistían a barberías para emprolijar barba y peinados. Como alguien que nacía donde no hubiera querido nacer. Había ventanas con rejas sin vidrios. Persianas bajas viendo el sol salir y caer. Y la insipidez de las horas acompañada por una pregunta: ¿Vinimos por algo o solo para irnos? Había una mentira al lado de una promesa. Sí, otra más. Pero nunca una mentira es la última de las mentiras. ¿Y esa familia que yo tanto quise comía esa basura? Las salchichas eran ojos de caballo y grasa de gato triturada, pero el puré era de papa verdadera. Que las cosas funcionaran, eso me llamaba la atención, me resultaba fantástico. Después de eso yo ya no tenía nada más que decir. El crepúsculo de la tarde volvió a infundirme ganas de algo. Todos querían entender sus vidas. ¿Por qué no trataban de entender el canto de los pájaros?

 

Tomado de: Javier Fernández Paupy, Un agujero lleno de basura, Ediciones Del trinche, Rosario, 2020.-