Una visita a La Piedad
Entre todos esos depósitos viejos,
nuevos, relocalizados, sencillos unos, con mucho oropel otros, despojados y sin
identificación no pude sino regresar a un pensamiento vector en cuestiones
funerarias: La esclavitud de la muerte a la que someten los deudos y más al ver
un panteón ruinoso, hermético, sin nombre. Las telarañas cubrían gran parte de
esta casucha de ladrillos como la condensación de un pasado que era
podredumbre.
Flores frescas, marchitas, de plástico,
lápidas de bronce, herrería artística, vidrios pulidos, vitraux, estatuas de
ángeles adustos y angelitos niños, cruces, recordatorios en cartón, floreros
viejos, carpetas, manteles, planchas de cemento con inscripciones escritas a
mano, senderos cuidados, otros que son yuyales. Mausoleos que semejan castillos
y tumbas en huecos que semejan chozas. Pulcritudes brillantes conviven con
alimañas.
Las diferencias sociales están bien
marcadas, pero bajo la tierra lo enterrado no se salva de los gusanos. Es la
misma carne “envasada”. Un lugar que es canto al espíritu esclavo como lo son
todos estos lugares.
Leí hace poco sobre el compost humano, un
organismo muerto como abono, una tendencia natural y en consonancia con el
mismo origen “de polvo somos”. El mismo que se va con el agua y por los
sumideros cuando no es captado para engendrar. Volviendo al cementerio.
Arte funerario / des-arte sin mano o con
la mano del tiempo.
A ojo vivo creo que La Piedad, así se
llama el cementerio, puede albergar a tantos como la ciudad viva de la que está
separada por una calle lateral y una avenida de pocos metros que es el ingreso.
Busqué una lápida que era “Homenaje al
obrero que no trabajó jamás” pero no la encontré. Menos mal. Por fin aquel que
fue había sido liberado por falta de espacio. Me han contado que algunas
personas duermen cerca del ingreso de estas ciudadelas, una miniatura de
miniaturas de La Ciudad de los Muertos.
La “relocalización” es permanente. No hay
lugares y los espacios verdes y los senderos que separan los columbarios se
reducen. Hoy para “morirse” hay que solicitar turno. Más o menos.
Al filo del horario de cierre el silencio
del atardecer se enrollaba en sombras y hasta el lugar resultaba placentero. De
pronto el paisaje de sosiego se interrumpe. Es un instante tan delgado como el
filo de un cuchillo o la distancia que separa la vida de la muerte.
Un automóvil fúnebre gris oscuro llegaba
para una inhumación. Los dos enterradores de turno discutían en voz muy baja
con los choferes del automóvil gris por no respetar el horario. El automóvil a
paso de hombre con los empleados de la funeraria y del cementerio, dirimiendo
el malentendido. Podían adivinarse sus palabras por los gestos que las
acompañaban. El cortejo de seis automóviles, con algunas cabezas curioseando
por las ventanillas, prácticamente detenido. Todo resultaba una escena del
desatino. El difunto, un tapado de madera y un nombre de letras emplomadas
sobre un vidrio espejado, pidiendo paso. Un complot de ceremonia que se
desarmaba como gelatina que ni el orden por la cadena de frío que necesita ni
el progreso con las tecnologías con el mismo fin puede detener. Algunos deudos
ya estaban comunicándose desde el interior de los automóviles con sus
celulares. Quizá explicando el motivo de sus respectivas tardanzas por el que
no llegaban con los dulces para la hora del té o vaya a saber qué y otros
habían abierto las puertas de los coches en puro resuello, aunque la
temperatura era fresca.
“La Pietà” era solo una inspiración.
Con Maines fuimos espectadoras de esta tragicomedia en un
acto sin libreto que duró unos quince minutos. No había nadie más a las 18
horas de esa tarde de otoño en el cementerio.
Una
rata al horno
La cara remota sin
control en la mano. Supe desde el principio, por una leve intuición, que eso
podría ser un propósito o una locura. Tardé varios días en abrir el sobre y
saltaron flores de seda dorada dispuestas en un herbario por lo que no eran
frescas, aunque por apariencia lo eran. Como recién cortadas de la planta.
Debajo de cada pétalo
había una gota y lo raro para mi tacto fue al tocarla porque me mojaba. Era un
placer. Mis nervios afiebrados, por horas, le ganaban a la razón y sin
prejuicios por un caos magnifico me sometí a ese sentir oculto. Luego descubrí
una fantasía perversa ante pequeños detalles: oír girar picaporte, escuchar al
perro ladrar a la nada, ver las cortinas hacer globos blancos, manchas que
aparecían y desaparecían sobre las paredes, olores nauseabundos, ver a la gata,
con las orejas paradas, buscando en silencio al igual que yo, un fantasma.
Me asomaba al vacío
que se presenta cuando se deja una ubicación cómoda y entrás a un lugar
perturbador.
Pasó el tiempo y un
día, una fuerte sudestada hizo estragos con los árboles. Muchas ramas quedaron
en el patio. El tiempo, sin lluvias por unos meses, fue secando ramas que había
arrinconado al fondo sin objetivo definido, inconscientemente quizá. Sentía que
esa escultura irregular con apariencia de esperpento y en su inmovilidad podía
ayudarme. ¿Por mi familiaridad con su procedencia? Puede ser.
Un atardecer casi
noche, como sin querer queriendo dejé por la mitad el cigarrillo que fumaba y
lo tiré a ese ramaje seco. La brisa ayudó y en minutos unas lenguas rojas
incendiaban el fondo. En su imparable ardor devoraban el pasto, las plantas,
insectos ocultos, caracoles y un trozo de tronco que usaba para ikebanas Mis
ojos eran testigo de un espectáculo de fuego como si ese elemento se impusiera
sobre la tierra que arrasaba. Ante el poder hipnótico del fuego no hice nada.
Dejé todo en brazos de Vulcano. Porque en efecto ese lugar se asemejaba a un
volcán en erupción.
De pronto escuché un
chillido claro y agudo que me trasladó a la cocina de mi infancia cuando mi
madre abrió la puerta del horno. Era una rata grande envuelta en llamas y asaz
repugnante. Una bola de fuego dejaba ver lonjas de carne informe y corría
desesperada. Rebotaba ciega en el patio desde una pared a otra como pelota. Con
los últimos estertores de vida de la rata llamé a los bomberos y la casa fue la
imagen de una evacuación a gran escala. Desmedida por otra parte. El fondo era
un barrizal en el que yacía el inmundo roedor que hasta al felino repugnaba. Era
algo achicharrado que mostraba solo dos patas y aún seguía emitiendo un
chillido insoportable. Los bomberos terminaron la tarea y mientras enrollaban
la manguera me miraban con desconfianza.
Aún faltaban
detalles. Tomé una máscara improvisada, una bolsa negra de nylon y me puse los
guantes de látex para recoger los restos de cosas que quedaban incluída la rata
que daba señales con los últimos espasmos.
Esa noche dormí
extenuada y no escuché ruidos raros. Los días siguientes la casa se pobló de
sonidos naturales y de silencios que eran pausa de una música relajante. No
pude menos que pensar que el fantasma molesto era aquella rata que ingresó a mi
casa por intersticios ocultos el día que recibí unas flores doradas.
Es posible haber
llegado a esa conclusión tan cerrada para tranquilizar la mente. Poner un punto
puede tener un propósito que se acopla a determinadas circunstancias. La luz
del tiempo cambia las percepciones de las cosas. La rata fue una maldita coincidencia
con aquella que encontró mi madre en el horno de la cocina y el asco que había
provocado una rata cocinada. Los elementos confluyeron para que abominara de
las flores doradas.
Son
La barba encanecida
sube y baja
arriba un quepí verde oliva
movés los brazos, las piernas
y batís tambores,
platillos,
lo que venga,
tu son de isla
Una inyección en la vena
una cajita de pastillas
y nos vimos más viejos.