Nunca olvidaré la sensación de miedo y desamparo que me invadió ese martes de madrugada, cuando bajamos con Chicha, por segunda vez, desde que yo había regresado de la Festa del Muzzuni en Alcara Li Fusi.
Vos sos mi gorda más linda del mundo. Sos la
más linda de las perras. No puedo dejar de acariciarte la cabecita y darte un
beso en el hocico mientras escribo.
Ya cuando me iba, la noté rara, pero creí que,
en realidad, le había estado trasmitiendo esa ansiedad previa a una experiencia
ancestral.
No comió su pollo. Estaba excitada y jadeaba.
La había visto amanecer como sofocada los últimos días. Lo atribuí y, quizá fue
parte del cóctel dañino, a que el aire acondicionado de mierda que tenía la
vieja que me alquilaba tiraba poco y se apagaba tipo cuatro y había que buscar
el control en la oscuridad y prenderlo otra vez y, como era un altillo, al
toque, se calentaba.
Me tengo que levantar a rascarte los
cachetes bigotudos y hacerte chiva y vos te echas de costado para que te frote
con la palma de la mano el pechito, la manta blanca, moteada de negro,
pretensión de Dálmata, rasgo característico de la raza negrapechitoblanco, como
el Guapo, mi primer negropechitoblanco, sobreviviente de un destino de
container de basura, cuando recién tenía semanas.
Salimos la primera vez, tipo una. No se estaba
cagando. Una pilladita, se frena. Caminó con la lengua afuera media cuadra, me
miró y me ladró pidiendo una explicación a lo que pasaba. Y yo no podía
adivinar. Hubiese hecho la carrera de veterinaria en una hora si hubiera sido
necesario. Pero no puedo. No tengo incorporada la inteligencia artificial. Ante
la impotencia, barajaba hipótesis: serían los parásitos. Eran los parásitos,
tenía que ser eso. Bichitos hijos de puta. Busqué la pastilla que había traído
de Argentina. Dos rolas rosas, grandes. Se le da una y quince días después,
media más. Pero no comía. Era imposible. No comía el pollo. Me preocupaba.
Nunca dijo que no a una pechuga.
Pasé horas, estos últimos días, viéndote
reposar, dormir con un ronquido pesado, con los ojos medios achinados, las
orejas puntiagudas -y curadas sus puntas con la crema que me vendieron en la farmacia
de Piazza Dante. A esas orejas paradas le susurro que está todo bien, que yo te
voy a cuidar, que nunca te voy a abandonar, que siempre vas a estar conmigo
para que me espíes desde el sueño y te acomodes en otra postura.
De vuelta a la casa, no quiso subirse a su
cama y se metió debajo, despreciando su colchón. Me quise convencer de que
estaba estresada y encima tenía parásitos. Le mandé un poco de flores de Bach
con un gotero y las vomitó. Durmió media hora. Se despertó y bajó del altillo,
cosa rara. Desde ahí me empezó a chumbar. Se quejaba que algo le causaba dolor.
Yo también habré dormido un rato. Tenía el tobillo detonado de toda la caminata
por los barrios de Alcara. En cortos, ojotas y en cuero bajamos otra vez.
Cruzamos miradas. Yo quiero vivir en esos
ojos inocentes de ángel perruno. Quiero que sientas que está todo bien, aunque
aún respires con dificultad; que ese diurético que te mandó el veterinario te
librará del exceso de líquido en el pulmón. Una sobada de busarda para que me
apoyes tu pata en el antebrazo, entrelazando una amistad mágica.
Esta es una región seca. Sicilia carece de
agua pero justo hoy se largó la tormenta. Eran las tres y media de la mañana.
Fuimos hasta la zona de los juegos de niños, el tobogán, el subibaja, la
hamaca. Oscuro y vacío era un escenario tenebroso. Retrocedimos justo enfrente.
No podía acertar qué buscaba Chicha. El aire. Necesitaba oxígeno. Eso lo sabré
después. Su corazón se había fatigado de tanto andar, del calor africano, de
correr como cachorra en la playa escarbando en la arena y desafiando a las
olas. Fue un momento de desesperación, de desolación. Tu llanto finito que
me reclama. Sentía que estábamos nosotros dos solos en el mundo llorando
bajo la lluvia.
Amanecimos en la pieza de la casa de Sant´
Agata, esperando que sean las nueve para que llegue el único veterinario del
pueblo. A las ocho, nos fuimos despacito por una calle que subía a la ruta
Messina- Palermo.
Radiografía. Un diurético para eliminar la
acumulación de líquido que la disfuncionalidad de su corazoncito le generó y un
corticoide para estabilizarla. Así nos atendió Salvatore, gentil pero no muy
afectuoso. Profesional pero no empático, me recomendó no continuar con el
recorrido por Sicilia.
Debíamos regresar a Messina y, desde allí,
viajar a Catania, para asentarnos una semana en esa ciudad y que yo pueda hacer
la excursión al volcán Etna, justamente en actividad por estos días. Bordeando
la costa sur, sudoeste, pegados al Jonio, pasaríamos por Taormina, Giardino
Naxos hasta frenarnos en Siracusa y sus ruinas antiguas griegas, lugar de
accesibilidad económica que me daba la chance de ir a la barroca isla de Ortigia.
Toda esta travesía, para mí, finalizaba en la casa del famoso comisario
Montalbano, célebre personaje de Camilleri y de la serie televisiva de Europa
Europa. Toda esta travesía finaliza antes de comenzar.
Fue una señal, una advertencia. Apenas
comienza el verano siciliano y la aguja del termómetro, cada día, promete medir
más temperatura. Pequé de ingenuo, no sabía ni me informé que, por ejemplo,
Siracusa está circundada, en parte, por zonas desérticas y que sube un par de
grados más, ni que Raguzza Marina, bien al sur, justo enfrente de Malta, es el
sitio más caluroso de Sicilia. Un clima casi inhumano de 46 grados en Julio
nunca me hubiese seducido. Tal vez, visto a la distancia, en el otro
hemisferio, este tramo del viaje se revestía de un romanticismo simpático, en
donde pegábamos una vuelta, describiendo un semicírculo en la isla.
Regresamos a Acquedolci, el pueblito donde
habíamos estado dos semanas atrás. Nos vino a buscar Anna con su Jeep. Nos
quedaremos en la casa frente al mar Tirreno que tiene ella, para que Chicha se
recomponga del todo. Confío en la brisa que, desde temprano y luego, cuando cae
el sol, refresca y revitaliza los ambientes saturados de humedad, confío en la
calidad del aire puro que a uno le permite distinguir las diferentes fragancias
florales.
Alimento a unas lagartijas con rodajas de
manzana y trozos de fruta que no como.
Tanta quietud me da la impresión de que
estamos detenidos en el tiempo. Que nunca nos podremos ir de este lugar. Me
hace acordar a El día de la marmota, con Bill Murray y ese despertador
que siempre sonaba a las seis del mismo día. Pero esto realmente no es una
condena ni un hechizo gitano. No sé si repetible ad infinitum pero con
Chicha, un poco, ya nos habituamos a la rutina en el paese: una
passeggiata dopo el desayuno, primero
por una plaza que está a una cuadra, medio abandonada -solo el sector juegos no
tiene un pastizal de un metro relleno con botellas, latas, cartones de pizza
que tiran los guachos del pueblo cuando se juntan en plan “malitos”-, luego
pasamos a otra plaza más grande, un poco más limpia, llena de pinos, desde
donde se puede observar el mar, si uno se sienta en determinados bancos, por su
posición ascendente hacia la calle principal de Acquedolci, Via Ricca Salerno.
No bien arribamos, tenemos el primer bar, con una especie de patio cubierto de
árboles de tilo y otro no sé de qué flor dulzona y que al igual que el tilo
atrae a las abejas en cantidades que rompen el cazzo. De la misma mano hay otro
donde paran un par de paesanos no muy comunicativos. En frente, a cada lado de
otra plaza a la que también vamos y que nunca vi a nadie de día, hay otros dos
bares. Nosotros ya elegimos el Bar Lo Sport, que de sport solo tiene la
sección del diario que hojeo cada mañana, después del segundo y último sorbo
del café, junto a dos máquinas tragamonedas de motivos vampirescos, mirando a
los jubilados que están en las mesas de los otros bares, y que me miran con curiosidad,
aunque no mucha.
Estos últimos días cayeron chaparrones justo
cuando estábamos ahí, así que la estadía se prolongó de más, hasta le permitió
a la gorda, hacerse una siestita con música de gotas en el toldo.
Cuando regresamos a media mañana, nos
quedamos, en el terrazzino, dentro de un vientito que nos envuelve. Yo leyendo,
estudiando y ahora escribiendo esto, y ella echada a lo largo.
En este goce rutinesco, siempre me pregunté por
qué Chicha insiste en detenernos en bares, no en todos, sí en los que me gustan
a mí. Para ella son solo pisos diferentes, patas de mesas y sillas, piernas de
mozos. Creo que ella sabe que, en esos lugares, al menos unos instantes, yo me relajo
y disfruto, que son lugares que elegí de purrete como guaridas del mundo, las
mesas de los bares y cafetines, y que así se construye la felicidad, en esa
suma de momentos, y es esa alegría que le transmito que a ella hace feliz y,
por eso, quiere repetir la experiencia cada vez que puede. Quiere sentirme
feliz, sentado en la mesa de un bar. Con eso, para ella, ya está bien. Magia de
la amistad
La naturaleza marca el ritmo de la vibración.