3.10.24

Llorando bajo la lluvia, por Gustavo Calandra

 Nunca olvidaré la sensación de miedo y desamparo que me invadió ese martes de madrugada, cuando bajamos con Chicha, por segunda vez, desde que yo había regresado de la Festa del Muzzuni en Alcara Li Fusi.

 Vos sos mi gorda más linda del mundo. Sos la más linda de las perras. No puedo dejar de acariciarte la cabecita y darte un beso en el hocico mientras escribo.

 Ya cuando me iba, la noté rara, pero creí que, en realidad, le había estado trasmitiendo esa ansiedad previa a una experiencia ancestral.

 No comió su pollo. Estaba excitada y jadeaba. La había visto amanecer como sofocada los últimos días. Lo atribuí y, quizá fue parte del cóctel dañino, a que el aire acondicionado de mierda que tenía la vieja que me alquilaba tiraba poco y se apagaba tipo cuatro y había que buscar el control en la oscuridad y prenderlo otra vez y, como era un altillo, al toque, se calentaba.

 Me tengo que levantar a rascarte los cachetes bigotudos y hacerte chiva y vos te echas de costado para que te frote con la palma de la mano el pechito, la manta blanca, moteada de negro, pretensión de Dálmata, rasgo característico de la raza negrapechitoblanco, como el Guapo, mi primer negropechitoblanco, sobreviviente de un destino de container de basura, cuando recién tenía semanas.

 Salimos la primera vez, tipo una. No se estaba cagando. Una pilladita, se frena. Caminó con la lengua afuera media cuadra, me miró y me ladró pidiendo una explicación a lo que pasaba. Y yo no podía adivinar. Hubiese hecho la carrera de veterinaria en una hora si hubiera sido necesario. Pero no puedo. No tengo incorporada la inteligencia artificial. Ante la impotencia, barajaba hipótesis: serían los parásitos. Eran los parásitos, tenía que ser eso. Bichitos hijos de puta. Busqué la pastilla que había traído de Argentina. Dos rolas rosas, grandes. Se le da una y quince días después, media más. Pero no comía. Era imposible. No comía el pollo. Me preocupaba. Nunca dijo que no a una pechuga.

 Pasé horas, estos últimos días, viéndote reposar, dormir con un ronquido pesado, con los ojos medios achinados, las orejas puntiagudas -y curadas sus puntas con la crema que me vendieron en la farmacia de Piazza Dante. A esas orejas paradas le susurro que está todo bien, que yo te voy a cuidar, que nunca te voy a abandonar, que siempre vas a estar conmigo para que me espíes desde el sueño y te acomodes en otra postura.

 De vuelta a la casa, no quiso subirse a su cama y se metió debajo, despreciando su colchón. Me quise convencer de que estaba estresada y encima tenía parásitos. Le mandé un poco de flores de Bach con un gotero y las vomitó. Durmió media hora. Se despertó y bajó del altillo, cosa rara. Desde ahí me empezó a chumbar. Se quejaba que algo le causaba dolor. Yo también habré dormido un rato. Tenía el tobillo detonado de toda la caminata por los barrios de Alcara. En cortos, ojotas y en cuero bajamos otra vez.

 Cruzamos miradas. Yo quiero vivir en esos ojos inocentes de ángel perruno. Quiero que sientas que está todo bien, aunque aún respires con dificultad; que ese diurético que te mandó el veterinario te librará del exceso de líquido en el pulmón. Una sobada de busarda para que me apoyes tu pata en el antebrazo, entrelazando una amistad mágica.

 Esta es una región seca. Sicilia carece de agua pero justo hoy se largó la tormenta. Eran las tres y media de la mañana. Fuimos hasta la zona de los juegos de niños, el tobogán, el subibaja, la hamaca. Oscuro y vacío era un escenario tenebroso. Retrocedimos justo enfrente. No podía acertar qué buscaba Chicha. El aire. Necesitaba oxígeno. Eso lo sabré después. Su corazón se había fatigado de tanto andar, del calor africano, de correr como cachorra en la playa escarbando en la arena y desafiando a las olas. Fue un momento de desesperación, de desolación. Tu llanto finito que me reclama. Sentía que estábamos nosotros dos solos en el mundo llorando bajo la lluvia.

 Amanecimos en la pieza de la casa de Sant´ Agata, esperando que sean las nueve para que llegue el único veterinario del pueblo. A las ocho, nos fuimos despacito por una calle que subía a la ruta Messina- Palermo.

 Radiografía. Un diurético para eliminar la acumulación de líquido que la disfuncionalidad de su corazoncito le generó y un corticoide para estabilizarla. Así nos atendió Salvatore, gentil pero no muy afectuoso. Profesional pero no empático, me recomendó no continuar con el recorrido por Sicilia.

 Debíamos regresar a Messina y, desde allí, viajar a Catania, para asentarnos una semana en esa ciudad y que yo pueda hacer la excursión al volcán Etna, justamente en actividad por estos días. Bordeando la costa sur, sudoeste, pegados al Jonio, pasaríamos por Taormina, Giardino Naxos hasta frenarnos en Siracusa y sus ruinas antiguas griegas, lugar de accesibilidad económica que me daba la chance de ir a la barroca isla de Ortigia. Toda esta travesía, para mí, finalizaba en la casa del famoso comisario Montalbano, célebre personaje de Camilleri y de la serie televisiva de Europa Europa. Toda esta travesía finaliza antes de comenzar.

 Fue una señal, una advertencia. Apenas comienza el verano siciliano y la aguja del termómetro, cada día, promete medir más temperatura. Pequé de ingenuo, no sabía ni me informé que, por ejemplo, Siracusa está circundada, en parte, por zonas desérticas y que sube un par de grados más, ni que Raguzza Marina, bien al sur, justo enfrente de Malta, es el sitio más caluroso de Sicilia. Un clima casi inhumano de 46 grados en Julio nunca me hubiese seducido. Tal vez, visto a la distancia, en el otro hemisferio, este tramo del viaje se revestía de un romanticismo simpático, en donde pegábamos una vuelta, describiendo un semicírculo en la isla.

 Regresamos a Acquedolci, el pueblito donde habíamos estado dos semanas atrás. Nos vino a buscar Anna con su Jeep. Nos quedaremos en la casa frente al mar Tirreno que tiene ella, para que Chicha se recomponga del todo. Confío en la brisa que, desde temprano y luego, cuando cae el sol, refresca y revitaliza los ambientes saturados de humedad, confío en la calidad del aire puro que a uno le permite distinguir las diferentes fragancias florales.

 Alimento a unas lagartijas con rodajas de manzana y trozos de fruta que no como.

 Tanta quietud me da la impresión de que estamos detenidos en el tiempo. Que nunca nos podremos ir de este lugar. Me hace acordar a El día de la marmota, con Bill Murray y ese despertador que siempre sonaba a las seis del mismo día. Pero esto realmente no es una condena ni un hechizo gitano. No sé si repetible ad infinitum pero con Chicha, un poco, ya nos habituamos a la rutina en el paese: una passeggiata  dopo el desayuno, primero por una plaza que está a una cuadra, medio abandonada -solo el sector juegos no tiene un pastizal de un metro relleno con botellas, latas, cartones de pizza que tiran los guachos del pueblo cuando se juntan en plan “malitos”-, luego pasamos a otra plaza más grande, un poco más limpia, llena de pinos, desde donde se puede observar el mar, si uno se sienta en determinados bancos, por su posición ascendente hacia la calle principal de Acquedolci, Via Ricca Salerno. No bien arribamos, tenemos el primer bar, con una especie de patio cubierto de árboles de tilo y otro no sé de qué flor dulzona y que al igual que el tilo atrae a las abejas en cantidades que rompen el cazzo. De la misma mano hay otro donde paran un par de paesanos no muy comunicativos. En frente, a cada lado de otra plaza a la que también vamos y que nunca vi a nadie de día, hay otros dos bares. Nosotros ya elegimos el Bar Lo Sport, que de sport solo tiene la sección del diario que hojeo cada mañana, después del segundo y último sorbo del café, junto a dos máquinas tragamonedas de motivos vampirescos, mirando a los jubilados que están en las mesas de los otros bares, y que me miran con curiosidad, aunque no mucha.

 Estos últimos días cayeron chaparrones justo cuando estábamos ahí, así que la estadía se prolongó de más, hasta le permitió a la gorda, hacerse una siestita con música de gotas en el toldo.

 Cuando regresamos a media mañana, nos quedamos, en el terrazzino, dentro de un vientito que nos envuelve. Yo leyendo, estudiando y ahora escribiendo esto, y ella echada a lo largo.

 En este goce rutinesco, siempre me pregunté por qué Chicha insiste en detenernos en bares, no en todos, sí en los que me gustan a mí. Para ella son solo pisos diferentes, patas de mesas y sillas, piernas de mozos. Creo que ella sabe que, en esos lugares, al menos unos instantes, yo me relajo y disfruto, que son lugares que elegí de purrete como guaridas del mundo, las mesas de los bares y cafetines, y que así se construye la felicidad, en esa suma de momentos, y es esa alegría que le transmito que a ella hace feliz y, por eso, quiere repetir la experiencia cada vez que puede. Quiere sentirme feliz, sentado en la mesa de un bar. Con eso, para ella, ya está bien. Magia de la amistad

 La naturaleza marca el ritmo de la vibración.

 Hay más hormigas y menos gatos. No sé qué les habrá pasado.