5.5.24

Chicha y yo: ancora una volta, por Gustavo Calandra

  

1- Las tres bombillas de caña

 

Sentado al tavolino, Chicha acurrucada a mis pies porque ya comienza a sentirse el frío en L´Aquila, región del Abruzzo, espero que un pibito me prepare un panino de pechuga de pollo y me traiga una lata de Fanta que, será por el agua o será por la variedad de la naranja, tiene un gusto diferente.

Me aborda el monólogo interior y me pregunta: ¿qué estamos haciendo acá?

Ayer comí en este mismo barcito porque es barato y pasaban Hip Hop y los chaboncitos tenían pinta de fumetas y tal vez podían tirarme una nota. Ayer tomé birra, porque era una especie de desahogo de nuestra bulliciosa llegada a esta pequeña ciudad que aún se reconstruye después de sufrir un terremoto en 2009, que dejó más de trescientos muertos.

Vinimos con un trencito azul de dos vagones cubiertos de polvo, bastante antiguo, que manejaba un viejito canoso pelo cepilludo y donde otro viejito de uniforme oscuro bajaba en cada estación con una campana para indicar la pronta partida. Atravesamos montañas, valles, cerros, varias veces por abajo -o daba esa sensación- y llegamos a la estación de L´Aquila, situada a diecisiete cuadras del centro histórico.

No tenía ninguna reserva segura. Había visto, en Booking, un hostel bastante accesible y con disponibilidad pero cuando llegamos con el taxi, no había nadie.  Un taxi que tuve que pedir desde un hotel que estaba justo frente a las vías y que estaba completo. Vinimos al otro, no respondían al timbre, quedaba en el segundo piso. Nos trajo un taxista que no quería que la cagnolina tan simpática se subiera a los asientos porque los pelos y eso y no sé qué otra estupidez decía y que preferí reprimir a decirle la reconchadetumadremehacesproblemaporuntapizadodemierdaboludo y mientras a Chicha le chocolateaba el hocico, luego de un husmeo por unas plantas con pinches que había en la parte donde esperábamos el auto.  Así y todo, fue gentil y me ayudó con el equipaje, al descender.  Una señora del negocio de ropa de al lado ni siquiera sabía que existía un albergo ahí y un muchacho trajeado que regresaba del laburo y vivía en el tercero nos abrió la puerta para que subamos con él, en ascensor, y toquemos el otro timbre, dejando la valija con toda mi ropa abajo, casi, diría, si esto sucediese en otros confines del mundo, tirándola a la marchanta, para que cualquier vivillo se la quiera cargar, aunque no creo que le hubiese sido tan fácil porque pesa un montón.

No será la única vez que tenga que dejar sola mi maleta en este viaje que, en principio, parecía corto, porque depende el camino que se tome, son sólo 88 kilómetros de Roma pero eso si uno tomara el autobús desde Tiburtina, cosa que yo no puedo porque viajo con mi perra y en los bondis medio que se ponen la gorra y también porque es más incómodo con todos los bártulos -soy una mezcla Ekeko andino con San Francisco de Asís- así que tuvimos que tomar el regionale veloce de Trenitalia en Termini, que terminaba en Ancona y bajarnos en Terni, lugar donde combinaría con el trencito azul.

Resultó in ritardo el primero. Entonces perdimos el de las 14.50 y tuvimos que esperar hasta 16.40 el próximo que también saldría in ritardo.

Y mientras esperaba, café y cornetto de por medio, tuve que ir al baño y abandonar mi equipaje, librado a la vigilancia de un desconocido que atendía el bar de la estación. Ni siquiera recuerdo qué le dije pero habrá sido un “che loco, me mirás las cosas un toque?” traducido al argentano. Y me fui llevando a Chicha hasta la otra punta del andén.

No había sido un comienzo tan accidentado. Erré el vagón y subí en Primera Clase y parte del primer tramo lo hicimos en poltronas distinguidas hasta que el chancho corroboró la diferencia y nos dijo que vayamos al sitio que nos correspondía. Una señora brasileña quiso pagar esa diferencia en plata porque decía que yo viajaba con un angelito. Ya casi estábamos en destino, así que agradecí y le hice ahorrar su generosidad.

Llegamos a las siete, casi de noche. Falló el primer hospedaje. Agarramos la peatonal. Se encendían unos faroles amarillentos. Los bares y cantinas relucían sus copas de vino montepulciano en las manos de los parroquianos relajados que concluían su jornada. Sitios de nombres curiosos: Arrosticini divini. La cantina del boss. Il vermuttino. Algunos perros hostiles nos ladraban como recibimiento. El “angelito”, mejor dicho, “la angelita” se quiso agarrar a las piñas con una bóxer marrón que tironeaba agresiva. Por esquivarla, tiré un macetón y llené de barro la entrada de una joyería, por suerte cerrada. Hubo gente que se apiadó y arregló ese bardo, al menos poniendo a la pobre planta otra vez en su casita, si bien con menos tierra que quedó desparramada en la vereda.

Divisé un B&B (Bed and breakfast) y solicité asilo humanitario. Se venía la noche y la ciudad está rodeada de montañas con nieve, sobre todo el gran Sasso, una piedra gigante, atractivo turístico de este centro de esquí. Consultaron, vino un tipo, llamó a la esposa con el celu, habló con otro tipo que se prendió un pucho mientras oía, se metió las manos en los bolsillos, se metió adentro, vino el empleado y me dijo que estaban completos hasta el jueves.

Hasta las bolas.

Pero también me tiró un número del Hotel Federico II y ése sí tenía habitaciones libres. Ahí podría darme una ducha caliente y descansar luego de hacer un rodeo de diez cuadras según la indicación de una chica que se acercó a “ayudarnos” con la situación. En realidad, estábamos a sólo cinco. Nos mandó para el otro lado. Justo donde el bóxer y su dueño se habían detenido vaya a saber a qué. Justo para que Chicha pidiera el segundo round.

Hogar dulce hogar. Balconcito con buena vista. TV satelital de pantalla plana. Loza radiante. Desayuno de lujo, jamón crudo, queso de cabra, Nutella. Un poco salado el precio.

Era el momento del descanso. Me faltaba el faso. Acá se vende legal con CBD pero ni eso tenía. Sólo una piedra de hash que me vendió un africano cuidacoches en la puerta de una pizzería por Castro Pretorio, en Roma, y que si no se mezcla con tabaco es imposible fumar. Es como querer darle una seca a un pedazo de goma.

Por eso me traje tres bombillas. Porque la última vez que había estado en Roma me pasó lo mismo y usé uno de esos palitos de caña como pipa y me quedé sin tomar mate. Probé, la verdad, y abandoné al segundo sorbo. El gusto era un asco. Ya no servía para matear. Y acá la yerba costa troppo. Lo cierto es que era más fácil traer una pipa pero no tuve la sagacidad de planearlo así que sacrifiqué la bombilla más vieja y como estaba medio rota no funcionó. Tendría que buscar un Grow shop en L´Aquila. Ahí me compraré una pipa de silicona con el dibujo de Rick, el abuelo animado de Morty. Allí venderán pequeños ziplocs con dibujos y colores divertidos y dos gramos de Critical.

Pero aún no tengo niente. Un par de sedas de celulosa que no me sirven para nada. Combustión lenta. Lo complicaría todavía más. Como pitar un cacho de neumático.

Por eso me clavé una hamburguesa y una Peroni en este restorancito, porque el cocinero rapeaba mientras preparaba el morfi, entre la grasa humeante y el crujir de las carnes, y quién te dice que. Por eso vine hoy, otra vez, a comer el panino de pollo.

Ninguno de los dos sabe nada o no quieren compartir su saber con un forastero. Sacan una porción de fritas para una pareja y se olvidan de que existo.

Por eso mi monólogo interior vuelve a preguntarme: ¿qué hacemos acá?

 

 

2- Ragú de jabalí

 

Roma está llena. Explota. Por eso el sábado, con treinta grados y una sed bárbara, nos tomamos el palo, enfilamos con el Tandi y Ade hacia la Umbria, región que limita al noroeste. Por eso, porque la hotelería está completa y a precios desproporcionados y porque no puedo caminar sin esquivar las pisadas posibles a las patitas de Chicha, y porque hace mucho calor debido al fenómeno del Niño, que de Niño no debe tener nada ni tampoco de fenómeno con lo rompecazzo que es, por eso, nos tomamos el palo.

Cruzar el océano te desprograma ya cinco horas. Salimos cerca de las 13 de Buenos Aires y llegamos tipo 2 de la mañana, aunque en Italia ya eran las 7 della mattina y ya despuntaba il sole y todo comenzaba.

Y yo venía sin dormir. Un vuelo en cabina económica es incómodo, y con tu perra, durmiendo en un colchoncito entre tus piernas, es un poco más. Debía estar alerta a que cuando cambiara de posición no dejara expuesta su cola o alguna de sus patas en el pasillo, lugar de tránsito de por sí conflictivo, sobre todo para los de piernas largas que no saben dónde meterlas o como doblarlas, porque hay gente que camina, va y viene durante todo un viaje, joden a todos y a todas y hasta cuando hay turbulencia se caen encima de algún otro gil como ellos. Hay quienes buscan conversación:

-¿Qué lindo que es… es perro o perra?

-Perra.

-Ah… tenés una perra de servicio.

-Sí.

(Mi perra viajó con un chaleco negro que dice Service Dog. Eso y un entrenamiento que cursó por Zoom la acreditaron para poder evitar el cruel viaje en bodega.)

-¿Está entrenada?

-Sí, la entrenaron en Italia.

(Hoy acabo de leer la triste noticia de la muerte de un perro labrador por una negligencia de una compañía aérea brasilera que lo mandó a un avión equivocado para luego dejarlo expuesto, dentro de su jaula, a un sol de 36 grados. Genera bronca.  Flor de escándalo. Interviene hasta Lula.)

-¿Y no le das agua para que tome?

-Está entrenada para sobrevivir en el desierto.

(Nos sentaron en un lugar de tres asientos, me tocó “pasillo” y de ahí podía acceder a un pedacito de espacio que, a veces, usan las azafatas, donde tienen unas sillitas plegables. Una pareja grande al lado. Y, a la derecha, un judío mercader que importaba productos de pet shop desde China -raro un desarrollo lúdico canino en esas regiones, porque ahí se los comen, los hijos de puta- y una forra que sonreía todo el tiempo y no paraba de preguntar.)

-¿Y qué servicio hace?

-Busca bombas en Irak.

-¡No! ¿En serio?

Telón.

 

Cuando subimos, a la gente le pareció simpática esa experiencia, nunca hecha, de viajar en un avión con la compañía de un perro. Pero cuando la oyeron ladrar, cuando vieron lo inquieta que se ponía en el despegue, cuando Chicha se echó sobre los pies del tipo que iba a pasear a Milano con la jermu, todo dejó de tener esa aura de ternura y pienso que, por dentro, se comenzaron a preguntar qué les depararía aquel lungo viaggio.

La esposa del tipo -eran de Baradero, les empecé a sacar información- hasta me aconsejó que no le diera de comer, a ver si la cae mal y vomita acá.

Ni siquiera le respondí y mientras la miraba con cara de menefregauncazzo, acerqué al hocico un pedacito de jamón de un sándwich, gentileza de Ital Arways.

-Así que van a Milano… mirá vos… conozco unos cuantos muchachos, de la barra del Milan, todos delincuentes, gente mala.

(En mi vida pisé esa ciudad y no conozco a nadie).

-A mí, el futbol, no me interesa – el viejo se pone en guardia.

-Sí, claro, pero te los podés cruzar por la calle. Averigüen, hay algunos lugares que mejor ni pasar.

Pasaron las horas y Chicha fue una reina. Se portó mucho mejor que esos idiotas deambulantes.

En Fiumicino, nos esperaba mi amigo de Villa Crespo, el Tandi, y hasta trajo facturas.

Benevenutti.

La ciudad sagrada nos recibía. En unos días, justo el 21 de abril, cumpliría sus 2777 años.  Será un domingo y lo festejaremos yendo a Villa Borghese, esa especie de Central Park italiano -así dice un folleto, nunca fui al Central Park-y aprovechando esa última caricia de la primavera porque luego vendrían días aciagos. Frío y lluvia, amenaza de granizo. También tomaremos el café más caro de mi vida en Piazza del Popolo, aunque el bar Rosati, de popolo, no debe saber mucho.

El clima osciló de manera pazzesca, calores y fríos extremos. De llevar el short de baño para meterme en las cascadas delle Marmore, en Umbria -fue solo un deseo, pues eran gigantes, hubiese sido como querer meterse en La garganta del diablo en Cataratas- a usar calzoncillos largos en L´Aquila.

Aparte. ¿Uno que sabe? Uno se quiere tirar un chapuzón en cualquier lado. Darse un tuffo, dirían los napoletanos.

De tomar una birra helada a una grappa mórbida.

Arrosticini de pecorino en una cantina abruzzezza para levantar la térmica. Una especie de brochetas de carne de cordero con vino negro de la región.

Hasta comimos ragú de jabalí con unas pastas muy buenas, en esa escapada por los pueblos cercanos. Y probamos otro plato que tenía unos hongos que llaman tartufo y que cuestan fortuna y que los jóvenes de algunos paesinos buscan con mastines entrenados para olfatear ese manjar finoli. Un buen atajo hacia la riqueza.

Nos queda un viernes para encontrar al africano de la plastilina oscura por las encrucijadas de Esquilino.

La despedida de Roma será con su típica pizza en Al Gallo Rosso, lugar escondido (No es Morón) en Pietralata, al refugio de la plaga turística y con mis amigos Diego y Mario, conocidos de tantos años de hospedarme en la zona de Castro Pretorio y, en las últimas veces, hasta con mi cagnolina Chicha, suceso que no siempre ocurre ni ocurrirá cuando uno viaja.

El último día regresamos a Villa Torlonia, en el quartiere Nomentano, lugar de residencia, en algún período, de Mussolini, y luego parque público. Dentro hay un museo, Il Casino dei principi y en varios rincones restos del imperio, sean galerías, estatuas, fuentes y hasta dos obeliscos.

Podría hacer alguna observación sobre el turismo de masas, criticar a esa masa informe que se mueve torpemente, que devora todo a sus paso como la langosta ruidosa, que contamina a su paso dejando residuos, que hace colas interminables para comprar el ticket y entrar al Coliseo, para hacer un selfie en Trevi o para morfar en Trastevere, podría decir que esta forma de viaje ha llegado a un punto crítico donde los habitantes de las ciudades castigadas por la gentrificación y que no ganan un sope con toda la movida se están organizando y saliendo a la calle a protestar, podría decir todo eso, pero en algún punto, yo también soy parte, aunque trate de no serlo.

Para correrme un poco de esa posición, el 25 de abril fui hasta Pirámide, en Porta San Paolo, para participar del acto del giorno della liberazione (nazi) de Italia, para sumar en la construcción de un mundo libre, antifascista y justo para todos y todas.

Hay que irse de Roma. Dejar la ciudad eterna, un lugar que, a simple vista, si uno recorriera solo los sitios de interés que todo el mundo recorre, se presentaría como inhabitable. Un lugar que se presenta difícil y costoso, desproporcionado en relación precio y calidad, y que tan complicado se volvió, en algún momento, para poder alojarnos. Pero que, sin embargo, seduce, atrae y uno hace lo imposible por regresar, por quedarse y gozar de esa magia subyacente.

Habrá que irse de Roma, tomar el tren en Termini, hacer 180ypico de kilómetros y llegar, luego de dos horas casi tres, a Napoli.