(Sobre Me acuerdo y otros autorretratos, de Joe Brainard)
El
papel es tan blanco, escribir es tan fácil…
En
cuanto a los recuerdos, uno no se puede resistir a esos ojos
y
retornan, retornan… Siguen mirando y juntan y guardan cada imagen,
cada
estado de ánimo. (…) Todo está guardado en lo profundo detrás
de
los párpados. Seguimos mirando toda la vida… hasta que se llena
y
todo empieza a bullir y eructar, los ríos de la memoria.
Jonas
Mekas, Ningún lugar adonde ir
Joe Brainard nació en 1942 en Arkansas
y murió en 1994 en Nueva York. Desde los catorce años fumó cuatro atados de
cigarrillos diarios. A los dieciocho vendió su sangre. En la navidad de 1961,
con diecinueve, anotó en un cuaderno: “En momentos como este sé, aunque rara
vez lo admito para mí, que el mundo y yo somos grandes y estamos tan jodidos.”
Dibujó, pintó y expuso en cientos de galerías y museos de Estados Unidos y
Europa. Se hizo famoso, tomó drogas y a los veintiséis pasó diez días de
vacaciones en Jamaica. Se enamoró una y otra vez. Entre 1969 y 1973 escribió un
libro maravilloso e inclasificable. Lo tituló Me acuerdo y en 1975 publicó su versión definitiva. En 2018 Eterna
Cadencia lo editó por primera vez en Argentina.
El texto es extraño pero en absoluto
misterioso. A lo largo de ciento cincuenta páginas Brainard escribe más de mil
párrafos que comienzan cada vez con “Me acuerdo”. Así se van acumulando frases,
imágenes y ensoñaciones de un sujeto que se construye a sí mismo a partir de
una escritura maquínica y evocativa. ¿Es una autobiografía? ¿Un poema? ¿Su
propio epitafio? ¿La pintura de una época? Montado en un artificio narrativo
elemental, Brainard teje una obra sorprendente que se abre a múltiples lecturas
y, sobre todo, incentiva al lector a probar el mecanismo.
La de Brainard, como la de Mekas, es
una memoria que bulle y eructa recuerdos. En apariencia no hay secuencia ni
intención comunicativa. Es un ejercicio memorístico aleatorio que pone a rodar
salvajemente el inconsciente de una persona (y, por qué no, de una sociedad).
No hay un “yo” que enuncie. En todo caso, el “yo” es enunciado por esos
recuerdos que se le vienen encima y parece no poder contener. El propio
Brainard describe esta sensación en una carta a la poeta Anne Waldman mientras
trabajaba en el proyecto del libro: “Me siento propiamente como Dios
escribiendo la Biblia. Quiero decir, siento que en realidad no lo estoy
escribiendo yo, sino que está siendo escrito por causa mía. También siento que
habla tanto de todos los demás como de mí mismo. Quiero decir, siento que soy
todos, todo el mundo.”
Me acuerdo de las ciudades vacías. De
las ventanas polarizadas de color verde. Y de los letreros de neón a medida que
se alejan.
Me acuerdo (creo) de un ómnibus con
ventanas polarizadas de color lavanda.
Me acuerdo de triciclos volcados sobre
el césped en jardines delanteros. Y de los cercos de hortensias. Y de las
familias de patitos de plástico.
Me acuerdo de atisbos de actividad, en
la noche, detrás de ventanas color naranja.
Me acuerdo de las vaquitas.
Me acuerdo de que en todo ómnibus hay
un soldado.
Me acuerdo de las iglesias modernas,
pequeñas y feas.
Me acuerdo de que nunca me acuerdo de cómo
se abren las puertas de los baños en los ómnibus.
Me acuerdo de las donas con café. De
los taburetes. De los nuevos precios pegados encima de los viejos. Y de la
gente gris.
Me acuerdo de preguntarme si la persona
que estaba sentada frente a mí era gay.
Sin embargo, como dice Paul Auster en
el prólogo, el texto tiene una compleja estructura musical: en el millar de
entradas que lo componen se materializa un ritmo hecho de contrapuntos, fugas y
repeticiones que lo vuelve hipnótico. No hay pasajes grandilocuentes ni
momentos dramáticos. Su fuerza reside en la acumulación y dosificación de
observaciones pequeñas y sutiles que aparecen, desaparecen y vuelven a aparecer
como si fuera una sinfonía.
La edición que ofrece Eterna Cadencia,
con una excelente traducción al rioplatense de Ariel Dilon, incluye también
otros escritos de Brainard: libros completos como Diario de Bolinas, La vía amigable y Cuaderno del cigarrillo, algunos manuscritos, textos aparecidos en
pequeñas revistas y una autobiografía póstuma. Muchos de ellos vienen
acompañados de dibujos, ilustraciones, collages y flyers hechos por Brainard.
Entre estos, hay muchos textos breves
de ficción y no ficción que, por lo general, tienden a un humor que oscila
entre la provocación y el absurdo. Quizás el caso más paradigmático sea No historia, compuesto sólo de dieciséis
palabras: “Espero que hayan disfrutado de no leer esta historia tanto como yo
disfruté de no escribirla.” Pero también están sus diarios, más extensos e
introspectivos, que retoman el minimalismo de Me acuerdo.
Después de leer las casi cuatrocientas
páginas de Me acuerdo y otros
autorretratos es probable experimentar aquello que decía Mekas: “El papel
es tan blanco, escribir es tan fácil…” Al utilizar procedimientos tan sencillos
y fértiles es extraño que el lector no se sienta impulsado a imitarlos. Como
escribió Siri Hustvedt en La mujer
temblorosa o la historia de mis nervios, “Joe Brainard descubrió una máquina
de recordar”. Es cuestión de aprender a usarla.
Tomado de: artezeta.com.ar