25.11.18
Cucurto, o la barbarie fingida, por Román Bay
El oportunismo que caracteriza a Facundo Rodolfo Soto, sumado a su falta de agudeza como interlocutor, dan como resultado un libro presuntuoso y pueril, Conversaciones con Washington Cucurto (Blatt & Ríos, 2017). El entrevistado, Santiago Vega, más conocido como Washington Cucurto, no muestra más inteligencia que su entrevistador. Su grotesco machismo y el servilismo de Soto se dan cita en este libro aburrido y superficial. Al leerlo es posible comprobar que Cucurto no es tan ignorante como parece ser. Su barbarie es solo una pose de ventas. Sus inicios como repositor de supermercados, la historia de sus cinco amantes simultáneas y otras escenas de miserabilismo barrial, hacen de este libro un paseo por los lugares comunes de un teatro lacrimógeno sin épica y por las gansadas de unos de los escritores más sobrevalorados de la escena local. Ahí nos enteramos que el epígrafe con el que abre La máquina de hacer paraguayitos, no es de la autoría de Cucurto sino que es un poema del nicaragüense Martínez Rivas. ¿Es que Cucurto no cree en los derechos de autor? Hay perlas de necedad, como esta: «Haber conocido a Santiago Lach, el editor de Siesta, me cambió la vida. Santiago es uno de los grandes regalos que me dio la vida literaria». Afirmaciones inanes de este tipo abundan en el libro. Y preguntas de Soto que sobresalen por su memez, como esta: «¿Si tuvieras que elegir entre la literatura y la concha?». Aunque la respuesta de Cucurto no es menos fatua: «La concha, Facu». Es perdonable que Cucurto escriba mal y que reproduzca estereotipos de clase. Es perdonable que su poca astucia verbal lo lleve a caricaturizar sin gracia el roce social. Pero lo imperdonable es su machismo y su engreimiento. Es imperdonable que hable como si fuera un artista de calidad cuando no es más que un personaje burlón y payasesco. Él mismo se da cuenta de la poca inteligencia que hay en algunas de las preguntas de su adulador, Soto. Como cuando éste, servil, le pregunta: «¿Habría cierta disonancia entre la crítica, el gusto del público y el tuyo?». Cucurto, amo esclavista, responde: «¡Qué pregunta sin importancia!». O cuando Soto le pregunta: «¿Por qué decís que no sos un intelectual y que hacés literatura baja?», Cucurto, patotero, responde: «Vaya estupideces propias de la clase media, prejuiciosa, egoísta y sobre todo pretenciosa. Esta pregunta delata tu pensamiento en cierta forma que es el pensamiento del burgués de diván, en tu caso de desván». A la manera de Bouvard y Pécuchet, estos dos amigos en pose de zoquetes se reunieron a través de los años para hacer un libro prescindible, aparatoso, falso y sin importancia. Los más de 300 pesos que cuesta el libro son un robo descarado. Soto dice, en relación a las injurias, nunca del todo suficientes, que merecieron los libros de Cucurto a través de los medios: «Algunos comentarios de tan agresivos son divertidos». Cucurto responde: «Hay mucha impunidad. Además, Faculín, cuando uno escribe tiene que aguantarse eso; si no, no hay que publicar». El libro de conversaciones recuerda a la Tota y la Porota, pero en una versión degradada, macrista y sin humor. Estas conversaciones hacen justicia al arribismo de Cucurto, que confiesa que escribe así nomás, libros enteros en dos o tres horas, sin conciencia de las dimensiones políticas o ideológicas que hay en sus pasquines, donde impera la frivolidad más hedionda. A su vez, sus respuestas dan cuenta de cómo un escritor sin talento puede llegar a ser un éxito de ventas. Soto, lacayuno, pregunta a su patrón: «¿Y poetas clásicos como Virgilio, Hölderlin, Homero, Platón, Joyce, los leíste? ¿Te gusta o te la bajan?». Habría que analizar cómo los giros idiomáticos de este despreciable secretario de Cucurto dan cuenta de su degradante condición, pero Soto es tan irrelevante que es imposible tomárselo en serio. A la estulta pregunta de Soto, Cucurto contesta: «No, no. Los he leído mucho, pero no, no me gustan». Es justo decir que Soto parece haber leído todos los libros de Cucurto, uno por uno. Ese esfuerzo que resulta brutal, cretino, detestable, fétido y atroz no parece haber espantado las pocas luces de Soto. También es cierto que Cucurto responde con arrogancia a muchas de las preguntas de su secretario. Vanidad, miopía y mucha ignorancia. Soto le dice a Cucurto: «El Martín Fierro es el primer libro donde hay una mirada inclusiva del paraguayo y de los negros, del extranjero, como algo natural, después venís vos…». Para Soto no hay nada entre José Hernández y Cucurto. Así lee. Así escribe. Así piensa. Como un analfabeto. Y en las preguntas quiere lucirse y mostrarse como un intelectual. Pero solo consigue dar una imagen de zalamero melifluo, embelesador carroñero y ruin halagador. En este libro lo vemos en la plenitud de su necedad. A medida que avanzamos en la lectura de sus conversaciones, estos dos títeres van apareciendo cada vez más como máscaras divertidas y patéticas, sin un gramo de profundidad o amor por la literatura. Sobre el final, Cucurto ya parece un artista consumado, que expone sus mamarrachos en galerías de arte y al que muchas editoriales reclaman por sus bodrios. Son los efectos de la distorsión y las paradojas del mercado editorial.