Tantra diabólico, por Germán Céspedes
Un
departamento pelado, sin muebles, todo blanco, sin ventanas, completamente
iluminado. Un ambiente hermético, individual, electrizante. Ningún detalle
distrae la atención. Algunos libros apilados en el suelo, algunas fotografías
de chicas muertas pegadas contra la pared. Inmóvil, sentado en medio del cuarto,
Rustin Cohle observa otra serie fotográfica de jóvenes asesinadas, esparcida
por el suelo. Despacio, fuma un cigarrillo tras otro. Son largas, hondas
caladas. Las sucesivas capas del humo saturan el bunker con aluminio y ceniza
depositando un sabor metálico en la psicoesfera del espacio cerrado. De
inmediato ascienden estrellas negras entre las fotos de la pared que dejó de
ser blanca y una inmensa llanura barrida por el viento abre sus piernas en ese mismo
exacto lugar Rustin se incorpora, camina por el campo yermo internándose dentro
de ellas, abiertas, lubricadas para su deleite. Así tomará la noche por la
espalda tirando del oscuro pelo como si fuera un carro romano. Dos, tres
árboles secos coronan el instante de la visión, el terrible silencio de Carcosa
apenas interrumpido por los gemidos de las ramas esqueléticas y anhelantes que
arañan el ébano de las puertas del olvido corriente abajo. Aquí nada crece en
la dirección adecuada. Nada cambia, nada es. El resplandor de la sangre será
vertido como una moneda espiritual. Todos somos culpables y si tienes la
oportunidad, deberías suicidarte. Dejar de reproducirnos excluyéndonos voluntariamente
de nuestro viejo contrato demencial y marchar tomados de la mano hacia la
extinción. Aquella bóveda de nubes bajas anuncia la proximidad del Juicio. Ansiosas,
las rocas a mí alrededor intercambian miradas significativas mientras el
aullido rojo de los lobos confirma su inminencia, saludando el pobre amanecer
desde una sucia alcantarilla gigante colgada del espacio exterior. No duermo,
sólo sueño. Sentado, solo, en esta habitación vacía, lejos de la gente
convencida de su realidad, tan calma, tan segura de ser algo más que una
marioneta biológica girando sin sentido entre las colisiones de la ignorancia y
el deseo. De ese modo reciben la muerte. Un alivio inexplicable por el miedo donde
ven lo fácil que resulta despedirse, irse, entrever lo que fueron, el gran
drama, apenas un confuso parche de presuntuosa y estúpida voluntad, el amor, el
llanto, los recuerdos, la pueril basura acumulada año tras año, los espumosos desperdicios
hilados por el discurso, la cómica ilusión de haber sido alguien, una persona,
desvanecidos con el aire frío y húmedo de la violencia y su degradación. La conciencia
no fue más que un deficiente proceso de datos comprimidos entre antagonismos
eternos, discordias vulgares, empecinadas diferencias irreconciliables. Cuando
pienso en mi hijita muerta sonrío y agradezco por su libertad, flotando en
coma, en algún punto de esa negrura escabulléndose hacia otra todavía más profunda.
Como un entierro submarino. Adiós, pequeña... ¿No es una forma hermosa de
partir? Sin dolor, bailando, feliz, igual que un niño en la playa. Más tarde ya
creciste y el daño fue realizado. Ella me perdonó el pecado de ser padre. ¿Qué
clase de orgullo idiota convoca alma tras alma a ocupar una carne servible dentro
de esta brumosa tolva de enfermedad, espanto y tiniebla? El páramo es salvaje,
desolado. Y volver puede llevar siglos de atravesar un gran desierto de voces
invisibles, está encantado. ¿Pero volver a dónde?, ¿a qué? Pregunta Cohle
envuelto en llamas mientras cae abrazado a su hija. Los dos, bailando con la
ascensión del fuego hasta que el humo disminuye y los ojos vacíos, pegados a la
pared despiertan en el reino de la noche. Por fin, el reino, abierto entre mis
manos. Tomo la linterna y proyecto cuernos de odio sobre los pálidos cuerpos
dispuestos contra el cielo. Un mapa de amor parafílico escrito sobre ellas
exalta cierta lujuria ceremonial de fantasías y prácticas prohibidas. Mi boca respira
sobre sus bocas, junto a sus sombras se alargará mi sombra, con la incomparable
fidelidad de la muerte más allá del opalescente vacío cambiando con sus besos
el rocío por una luz más santa en la brillante, larga oscuridad, el ciudadano
de lo abstracto dispara contra la majestad inefable del eterno abismo femenino.
Todo termina mal, de otro modo no terminaría.