3.11.12
La mañana sol de limón (VI), por Hugo Savino
Harán todo para que no escribas estas notas. La nota, la impresión rápida es lo censurado.
Mejorar el garabato, sólo eso. No tener miedo de la repetición. Ese miedo esconde pereza, miedo a seguir. Muchos toques porteños. Es importante saber elegir las compañías mientras uno escribe una novela.
No acompaña, está ahí como conciencia crítica, por favor, detestables las conciencias críticas.
La fuerza en la palabra composición.
Todavía me zumba en los oídos el piojo que habló y habló. Piojo a jugo de zanahoria.
Traducciones para llegar a poner unos pesos en el bolsillo, mostrar una cara social. Mis feroces amigos de la generación no perdonan el fracaso social. No me olvido que casi todos escriben para un público. Chamuyan para un público. Llenan sus bolsillos con chamuyo de manual. Y menos perdonan mis borradores dopados. O acelerados. ¡Mierda! a la palabra generación. ¿Qué hace ese yuta en nuestra mesa? ¿Por qué pierdo tiempo con ese mitómano filosófico? Taimado. O turrito. A ese tipo sólo le interesa alguien del otro lado de la mesa. ¿Qué hago perdiendo el tiempo con mi generación? ¿Con estos maestros ciruelas? Tipos correctos. Que leen libros por la mitad. A mí me interesa la resaca, la soledad, el silencio, los amigos discretos, el secreto.
Hay que ir a más soledad, hacia lo desconocido. Inspirarse de los que exploraron esa caricatura que es el mundo real de una generación. Esos tipos que metieron el lenguaje debajo de la alfombra. Los relatos argentinos de Eduardo Wilde.
Los claros de luna. Poner muchos claros de luna.
Desertar de qué, de dónde. Es difícil saberlo. Es un impulso. Pero desertar. Y lo primero que se me ocurre es: ¿por qué discuto con ese ignorante acerca de un escritor al que nunca leyó? Usa la palabra desacato. ¿Qué sabe del desacato? Desertar de las ideas generales, en principio. ¿Me asusta ir a un vivir invisiblemente? Conozco a algunas personas así. Invisibles amigos. Amigos secretos que no presento. Hay que merecer amigos impresentables. Nos vemos cada tanto. Vivir de manera invisible es una posibilidad.
Tener presente que esto es trabajo: componer. No perder de vista ese verbo.
Espero saber qué debo.
Quiero que la mañana se coma el día.
Reducir a nada la vida social. Apenas un gesto. Cara social. Siempre todo bien. Apenas un gesto para calmar los celos.
También: desertar de la gente que no tiene pudor, que nos meten en sus historias de bombachitas. Caranchos de la amistad.
Escribir en cada libro mis memorias. Dioses de la Memoria: por orden de aparición: Cardenal de Retz, Duque de Saint-Simon, el general Lucio V. Mansilla, Carlo Emilio Gadda, Jack Kerouac.
No ceder a los que piden narración. Que la escriban ellos. Que la lean ellos. No escuchar a nadie en materia de literatura.
Trenes de carga. Vagabundos viajeros. Linyera porteño.
Sí: carajo de carajo de carajo: que esto se vuelva imposible. Oscuro. Sonido. Desconocido como el desconocido de esa esquina de acá que me saluda: ¿hablaremos alguna vez?
No me decido a comprar una gorra inglesa: me miro al espejo. Me sobresale la nariz.
Hay cosas que no deben filtrarse, hay frases que no pueden caer en manos de cualquiera.
Lola, después de tomar sorbitos de té: ¿amor? un clavo saca otro clavo. Y lo miró ojos acabo de dejarte. Solo se escucha el perro de Amanda.
Libreta de notas en el bolsillo. Anoto los gestos de Lola, los esbozo, los agarro en el aire, me los llevo a un aguantadero secreto, los miro, los escucho hablar. Lola escucha la visión, yo transpongo, ella se reacomoda en la silla, ni se baja la pollera, no se toma el trabajo, qué miren para otro lado o no. Tengo que escribir cinco libros a la vez. Y veré las ensoñaciones. El perro de Amanda ladra en el traspatio.
No frecuentar a las “hormiguitas de la palabra”.
Evitar los nombres y alusiones a ex-amigos. ¿Por qué? Nombres: es obvio. Pero: alusiones, ¿por qué no? No: evitarlo. ¿O no?
Autoestima: baja. ¿La literatura como oficio? Oficio galgueante. En tres años apenas si gané para pagar la luz. No mostrar mucho el fracaso social. Insisto. Envenenar el concepto de amistad. No existe. Es un sentimiento insípido. Las grandes sentimentales y su maldad.
No haré más: leer lo que no me interesa, escuchar música con la etiqueta: moderna, escuchar monsergas políticas, no tomaré mucho vino, detesto el culto al vino, descartaré la carne poco hecha, no comeré riñoncitos, me dan asco, como la polenta, no leeré diarios. No escucharé más: a los que participan en polémicas, no hocicaré frente a escritores de renombre, me cago en el concepto escritor de renombre, no curtiré con escritores que me hacen el numerito de la pobreza, de la vida interior, no perderé un minuto con los que predican “el kitsch soviético de la pobreza” como dice Lorenzo García Vega, no refrendaré la mitomanía, no comeré con filósofos baratos que no saben quién es el Cardenal de Retz, más rápido, no me sentaré a tomar ni un café con un filósofo.
Siempre detesté la escuela. Desde el primer día. No era para mí, para bien de la escuela, que nunca me reclamó.
Desolación: ¿cómo poner esa palabra en una frase? ¿Cómo no dar risa?
¿Dosis de desconexión? Máxima. ¿Mundo exterior?: para mí: imposible.
Única ciudad.
Acepto la queja de la investigadora: acá no pasa nada, y la queja de la profesora: me repito. Agrego: la ubicación es indeterminada, apenas personas que se cruzan. Todo sale de la nada. Acepto: acá no pasa nada.
Baño en tacho en la piecita del fondo. Una vez a la semana. Tal vez ese rasgo conventillo hace que mis casas abandonadas se llenen de polvo. Acepto.
La mirada de Lola: hace lo que quiere con sus ojos, mata o resucita o te hace nacer y te mata o te abre el infinito o te descarta.
Desalojo del año 46. Ahí veo toco psicologista en puerta. Es la tentación. Mejor es éxodo. Lista de nombres, infinitamente infinitamente. La dirección es salida difícil, complicada, repeticiones, letanía, mucha letanía, medio éxodo, medio encantamiento, ningún avance, morderse la cola. O acaso ¿no es nuestra historia de mudanzas?: salidas complicadas, juicio incluido, desalojo, a los tumbos. El toco sentimental está ahí, al alcance de la mano: niño que nace unos meses antes de la partida, a las 3 de la mañana, llueve, la familia y los vecinos están en el patio, debajo de la galería. Tal vez hubo truenos. Primavera. Llega sin pan, la familia no pedirá mudanza, salen empujados por un de oficial justicia de la fábrica Alpargatas, argentina. Nace en tierra de desalojo. Está todo listo para novelón de premio. ¿Qué otra cosa haría falta? No tengo a mano ningún novelista de trama. Pero esta mudanza no durará tres días, por la Avenida Montes de Oca, cruzando el puente, por Avda. Belgrano, por Lavalle a la derecha, por Paláa a la izquierda, y paramos en la mitad de cuadra. También otro día, el camioncito, con lo que quedaba en la calle Olavarría, tomará Patricios hasta California y saldrá a Montes de Oca. Un solo día de los tres.
Malestar: imposible de aplacar. Consuelo, menos. Y el último y tardío aprendizaje: escribir sin esperanza. Limar el resentimiento de la soledad, las púas del resentimiento de la marca en el orillo, “hasta el resentimiento”, siempre el mismo ritornello: obvio y sí, y variado. Esto no tiene nada que ver con la claridad, con las ramas de lo claro y no pienso pasarlo en claro. Ya no pienso pasar nada en claro. El carancherío quiere claridad, realismo y su yuta: la proporción, para qué, si no lee. No me voy a ir de la escena, no estuve nunca, así que no me tengo que ir. No se puede anudar ninguna amistad.
Sólo me gustaría sentarme y contar todo el dolor que tengo y que alguien escuche y no diga nada. Que no me diga que me va bien, que conozco alguna ciudad, que escribo como pocos –eso lo sé, de memoria, no, necesito alguien que escuche un poco, sin consejos, sin comprensión, odio la comprensión. Repetición, amo la repetición en todas sus variantes. Leo una novela y reviento de angustia. La angustia: dónde ponerla. Y me vuelvo supersticioso, inmóvil, me quedo ahí, atado al terror. Ataques de terror mudos. No digo nada. No se lo cuento a nadie. No puedo. No puedo contarle nada a nadie. Necesito estar con gente sobria, aguda, rápida, voy al bar y me junto con la banda. Vistean y no me dicen nada. Un café. Es todo. Sigue la ronda de la conversación. No hablo mucho. No sumo. Pero me alivia. – En la otra punta, Raúl escucha. Sabe algo, sacó la cabeza de la concha de la literatura y arrancó. Jerry dice que Raúl escribe caravanas de conversaciones en argentino sonoro, masas de sonido en expansión. Registro sonoro volado. Por eso me tendió el cable, no pregunta nada, me llama y me ayuda. Cero comprensión. Un día fuimos a ver una ópera de Mussorgsky, era mi cumpleaños y Raúl sacó dos entradas, Boris Godunov, y pizza en Guerrín y empezó nuestra amistad. El único escritor callado que no pide permiso. Nunca habla de lo que escribe. Es un escritor demasiado bueno. No necesita recargar con paráfrasis tediosas lo que hace, no escucha el eco pelotudo de las glosas, no anda con letanías de escritor quejoso. No necesita autoelogiarse. Todo lo pone ahí. El que quiera escuchar que escuche. Salón del fondo. Y sala de billar. A perderse. Horas ahí.
Camina contra el reflejo de luz de la mañana. Hijo de un llegado a la Boca, a los tres años, en el culo del tiempo, visiones de recorrido, y las ensoñaciones de la vida, ¿cuándo empezaron? ¿a qué edad? no hay respuestas, pero el reflejo encandila fuerte a eso de las once y entra en la luz de la ensoñación, o sea, en su ruina, obstinada y personal, social, porque nunca creyó que haya un horizonte insuperable de escritura, nunca lo creyó, siempre hay una voz, en algún lado, es verdad que uno dice ruina y alguna idiota escuchará algo filosófico, porque tiene el oído congelado en lo que le enseñaron, porque nunca pudo ir más allá, tratará de herir con su mala leche, y sólo puede dejar la marca de su odio, de mano atada, su mano de envidia que no tiene sonido, pero ya no importa, todo eso, ahora él, ya a la mierda filósofo, poeta, escritor, ensoñado, camina hacia la mañana del olvido de todos los odios, hacia la soledad, unas papas en la olla, zapallo, apio, a esperar, notas en la libreta, copia frases de Ruth Klüger, asocial, que salvó su alma de los fanáticos – aprendo a blindarme leyéndola.
De padre de la ensoñación a hijo de la ensoñación a familia de la ensoñación. Pero estuvieron los años de miseria. ¿O pobreza? ¿Lo poético y la pobreza? ¿Permitido, no permitido? Eran cazadores de fragmentos de la eternidad, Irma aprendía a hablar escuchando a Ignacio Corsini, lo voy pensando mientras me voy a encontrar con la banda en el Santa Lucia, un bar de Florida. Planeo de paranoia, todo el miedo de la paranoia imposible de contar, la paranoia es mi alimento, cómica.
La ensoñación no es imitable. Machaca contra lo social. No hay escuelas de la ensoñación, como puede haber escuelas de otras cosas, escuelas filosóficas, cosas así, autoayuda disfrazada de sabiduría. Ensueño la caminata por Salta y Caseros en futuro de la perdición. Pierdo lo que pierdo. Y pierdo mucho en la ensoñación. Que no tiene que ver con la poesía, la poesía no es ensoñación, es una actividad para gente con los pies sobre la tierra, hijos de rentistas que son más o menos parásitos y les encontraron un lugar social: poetas. Ahora hay muchos hijos poeta. No sigamos. Hay gente que se enoja. Pero es un lugar social.
Aníbal escribe poemas incontables: sobre nada, nanookes reventados que van de un libro a otro, sin género, gente que trata de orientarse en la selva del lenguaje, tipos que están por nacer, que miran por los huecos, que murmuran insultos. Su novela: James Fenimore Cooper: secuencias desatadas en un paisaje de nieve.
La novela es una larga carta a un amigo (¿quién lo dijo?).
Mandelstam era un vagabundo. No lineal.
Los estigmas del nacimiento: el más doloroso: tampoco tuve juventud. El reputísimo trabajo a los dieciséis años. Todo se cagó ahí para siempre. Línea divisoria.
No necesito comprensión: o plata o nada. Sigan su camino.
Lo blando de los hermanos de clase, la mierda solidaridad de la clase. Dos categorías: los que trabajan a los 16 años y los que van al colegio. Nunca se encontrarán. O al final fatalísimo desencuentro.
No explicar nada: ¿me quedan amigos que fueron a trabajar, que encallaron a taller o en la sedería?
El único hilo, pero retorcido: laberinto, conventillo de chimentos, escándalo en la familia, es la mudanza.
Mantenerse en: plata o nada: seré pobre pero leí a Proust, y hay que ser muy pelotudo lector para después de siete tomos seguir creyendo en la amistad. O en sus derivas confesionales.
Paranoia, sí, se come todo, pero ahí está. Pide todo y más. Pero ahí está. Boletos a perdedor, en tandas o de un saque, por derecha fondo sepia pizzería de La Boca, pasado perdido. ¿Y si todo empezó el 9 de mayo de 1906?
Madre de Roque Juan, madre italiana: ¿qué pensaba camino a Buenos Aires? Barco Minas. María Zimariello. 33 años, pelo en rodete. Vio la luz de la mañana entrando al puerto, la luz de la mañana de siempre, inmutable luz de la mañana de 1906 tornasolada como hoy o como cuando Gaboto bostezó en Barracas prisma de la esperanza acogotada en la esquina.
Poner la calle en movimiento, darle todo la sonoridad, la sonoridad de las vibraciones. María caminaba en el culo del tiempo. Alguno la miraba, como si fuera de Longone. Iba con alguna amiga, en murmullo de sueños, palabras rengas, entrecortadas, distraídas. Las miran caminar, pasa un carro, las llena de polvo, se agarran los sombreros, se sacuden los vestidos, siguen por la no Longone como chicas de Carlo Emilio Gadda. No es verano y no muestran los brazos.
Los nombres: cinco en tapete verde rascado. Trastienda de tabaquería. Escena a tiempo ido. Quilmes. Es el fondo del tiempo. Roque Juan viernes a la noche de todo el año. En ese cuartito más o menos preparado. Mesa ratona al costado – para whisky y vasos. Entra pibe Silva – y no pasa de largo. Se sienta atrás de Roque Juan. Y atrás de todos la cortina dorada que separa el cuartito de la tabaquería. Todo visto de frente. Jugador de la izquierda, un tipo desconocido, capote de carrero azul anegrado. Atrás de él, hombro izquierdo contra la pared, el padre de pibe Silva, traje gris a rayas, cruzado de brazos, cigarrillo en la boca. Espera. Jugador de la izquierda, Américo, sombrero y sobretodo azul cruzado. Al lado de la cortina un cuadrito con foto del padre del padre pibe Silva. Más a la izquierda, repisa con jarrón vacío. Acá nada es transitorio. Acá se mata el tiempo para siempre: se juega, señores. Estos cinco están fondeados en el amarillo provincia de Buenos Aires. A un día del domingo. Pero la eternidad está acá. Todos nos vinimos a vivir aquí. A esta pieza del fondo. El pibe Silva está destinado a quiebre. Madre inglesa y padre con tabaquería entregada al tapete. Ruina. Sequía. Mira a estos tipos de día viernes. El futuro se le anuncia empleado de saco gris fábrica de Suárez y Herrera. Acá nadie ilumina a nadie. Es el juego a secas. Estamos de espalda. Al mundo. Para ninguno de estos tipos el dinero es un anzuelo de la infancia. No hubo infancia. Y menos un anhelo. Y menos un objetivo. Todo en las cartas. Llegarán se irán, se desarmará la mesa tapete verde, quedará ahí, quedaré inaudible, se irán la partida terminada, los bolsillos secos, uno solo saldrá alegre contenido, pudor en el gesto. No había promesas, no hubo promesas cumplidas. Un poco de desilusión. Apenas.
Victorino, saco gris de invierno, pantalón azul, sobretodo negro colgado en la percha está solo en Barracas. Es viernes, pero no fue a Quilmes. En la tartamudez del invierno julio.
Acá nadie saca la cabeza a flote. Nadie va más allá de lo que puede. Acá nadie puede mucho. Estos no fueron más allá de esa línea del rebusque a changa.
Veremos si acá se mantiene la esperanza, si alguien sale adelante. ¿Rechazos? Veremos. Hay y no hay.
Lugar es una palabra. Nada más.
La luz fría de junio está colgada de esos carteles en la Avda. Mitre, en el presente de este pasado ellos vienen de una casa de inquilinato de madera y van a otra casa de inquilinato de cemento, ¿un progreso?, la de ahora, luces modernas que tapan todo el pasado, los desalojan para siempre, sólo queda acá, y no sé. Pero el que te hostiga te vigila, remaldito ideólogo, quiere que lo escuchen. Salimos vigilados y no nos dieron nada, fuimos allá, cruzando el puente sala grande dividida por un tabique, cocina de chapa afuera, cocina de kerosén. ¿Queríamos irnos? No nos dejaron partir, nos echaron. No fue un camino de tres días. Todo el bagayo en camioncito y en un día. Nadie nos esperaba. Fue la primera vez que nadie esperaba nada. Nadie se acorazó, no daba ni para eso. Nos desparramamos. Rengos de pata y brazo. Ese día no vimos la cosa de cada día en su día. ¿Nos bañamos? ¿O estábamos algo olorosos? Paquetes entre la mañana y el cielo envueltos en papel de diario bultos de lona atados con sogas de los camiones de Barracas, prestadas, la lona y la soga. Mañana soleada de febrero. ¿Quién dijo?: había que salir de allí. ¿Mateo? De debajo de esas chapas. Estaban todos cansados, sordos de cansancio. ¿Cuántas familias? Veníamos de casas distintas. Todos en desalojo raquítico. Teníamos los labios sellados. Matasello orden de desalojo. Atrás no quedaba nada. Rescoldo. La pava quedó en el fogón. El único olvido. Y no fueron tres días en el desierto. Fue camino de un día.
Nadie nos ayudó. No quedó registrado.
¿Dónde leí: no miran las palabras mentirosas? Con esos dos no tendré sobreentendido.
¿Lola vuelve a su ciudad? Dijo: no lo descarto.
Mejor hacer tomas, no en el sentido cine, no, en la vía jazz, aunque suene remanido, o repetitivo, como dice mi falso amigo: qué carajo me importa si es repetitivo. Los policías confunden repetición con lugar común, no pueden escribir y se ponen a limar las repeticiones, algo les mató el oído, se les ensordeció adentro, y viven de mañas teóricas.
¿Qué realidad? ¿La tuya? ¿O la mía?
En el comienzo, el remiendo: durante cinco meses cadete compañía de seguros –nombre griego–, llevaba correspondencia a los hoteles de la zona. Tipos de provincia o extranjeros en trajes impecables, que iban a los bares de Carlos Pellegrini o de Paraguay y Florida, a esos restaurantes cajetillas de Reconquista o Charcas. Cadete de oficina, último orejón del tarro. Por esas calles, horas haciendo trámites.
Los estigmas del nacimiento: ¿origen?, no, no me parece, por ahí no, los estigmas son las heridas, las puñaladas dostoievskianas de los jefes y compañeros, el salario de mierda. El único origen: a los 16 a la oficina, el origen es humo, chamuyo. Acá se trata de patio, de inquilinos, cuchara, sopa, culo en la silla. Trabajo. Lo siento. Plata, falta de plata. Trapo rejilla. En fin: se trata de filtrar el tiempo. Las heridas están en el bolsillo, como las citas, todo en el desierto. Pero en el desierto de Henri Meschonnic.
A rastrojero, años después – ¿color? – ¿El que estuvo por hundirse en Santa Teresita?
Desalojo – alquileres – inquilinos – zarpazos – Troilo: asesinado en homenajes, evocaciones. Asesinato repetido. Los rentistas del homenaje.
No olvidar: el relato borra el recitativo.
Tenía un título del que estaba enamorado – lo demolieron con saña. Veremos cómo me las arreglo con la saña. Por ahora me puede.
Carnaval de 1950: estoy parado en Paláa y Berutti, otra vez, unos meses después de la llegada, de atravesar el desierto, no el de los tres días. Un día de la mañana a la caída de la tarde. Todo en esas horas o se hace humo la mínima cacerola.
Lola saca libros de la biblioteca de la calle Berutti. Saca La mujer de treinta años. Lola tiene treinta y dos. Lánguida treintañera algo atorranta que se come a los tipos.
¿Lola también?
Se va por la calle barranca abajo mira la marquesina de la esquina de reojo estrenan película de un seductor camina chueca y simple no la tendré la miraré será mi cleves infinita todavía no acepto la pérdida y hago mal en el arco del tiempo sigo entre los bagayos viajando a Avellaneda por Barracas saco la cabeza me escondo me destroza el alma ¿qué me pertenece? ni la pobreza le invierto la pregunta a Lebris y Lola no se cansa de soñar.
Calles de Barracas. Nombres y recorridos. Puente a Constitución y a la Boca.
Amo a los escritores argentinos que supieron poner la palabra pava, que la inventaron. Un recitativo con pava, ropero y mate es lo maestro consumado. Es como poner taconeo o traqueteo. Saber hilarlo en una frase.
Me pierdo en paranoias. Me pierdo. Me pierdo. Quiero conocer a esos tipos que están ahí, sentados, en la vereda, con el pasado en el bolsillo, horas ahí, en la mesa del café, tengo que volver al café. Olvidarme de los tarados del reconocimiento.
Nacimiento: pieza de Olavarría. ¿Lo conté? No importa.
¿Qué pensaba Irma en 1945?
Nada funciona – nada, pero ella estaba parada ahí, a la luz del día – ¿qué hora precisa? – luz del día de 1945, a la espera de un nacimiento.
A la mierda los que dicen cómo se debe hacer el hacer. Hay que incrustar repeticiones.
La alegría está en lo miserable impúdico de un inquilinato, también está, te hace salto de mata y te ponés a reír, te olvidás del papel de pobre al que te condena, y te la cobran.
La desilusión. Maldita. Qué es: los que te olvidan, no el odio, el olvido, cuando no llega ni el grito de un canario, mi voz a balbuceo por el bosque de las visiones, correrse de esa luz, muy visible.
Tarde tarde me enteré: que no podía ganar – es imperdonable ese error en la cadena del tiempo, te deja frágil a punto cruel. Nadie te dice nunca: estás solo. Y estás solo. Puedo ganar o puedo perder: pero qué: tocos de reprobación en nombre de la poesía o de alguna añoranza sepia. Y nos vamos renegados de alguna profesión a la pieza del fondo: el misterio de los misterios siempre fue la pieza del fondo, ensoñación a la ventana del depósito de las bolsas de arroz apiladas, salto y ya del otro lado, lugar seco, entran los retazos de sol, camino por los pasillos de las pilas bolsa de arroz en esta mañana matizada mañana de la claridad viento del este dónde te metiste, no hay ningún maestro no lo hubo lejos de la zarpa le doy todas las vueltas posibles ya que hablamos de soledad y los desamores tal como los esperaba esperan a la vuelta de la esquina.
La gente efimerísima de mi infancia. Condenados de la soledad. En el pozo más pozo. Reventados de un pisotón, novela de arrinconados, de réprobos.
Ventanas, escenas de recuerdos, incrustaciones. Por la ventana del traspatio se va el depósito de las bolsas arroz o café – y ahí, a la espera.
La suspicacia.
Y la aflicción. Y la soledad. Y la sopa 10 de la noche. Y el diario La Razón. Y la oscuridad del patio. Y la estufa gas en el living. Y todos apretados. Y el café de la noche. Y antes, esos sándwiches de queso fundido con qué fiambre. Y algo de conversación. Y se hacían las doce. Y un día todo eso siguió sin Roque Juan. Putísima madre a la noche del tiempo a nadie. Y todo siguió rengo, tartamudo y desesperado.
El drama de esos años: la futilidad, la pérdida de tiempo en la amistad como sentimiento, eso es una futilidad – sí, pero ¿cómo escribirla? Todo a desplome.
Luces de la mañana de Octubre.
El putísimo trabajo. Boca de sapo predicante de laboriosidad. Putísima poesía sobre la clase trabajadora.
Horas de lectura: dos a la mañana – dos a la tarde. En el medio: yugo. Estudiar inglés.
Indiferencia es reaseguro.
Retrocedo hasta el momento en que percibí por primera vez a un poeta argentino – y fue la suma del sonido, no, sólo de su sonido, no, fue la liberación del sonido: vibraciones como diría Sunny Murray, y empecé a escuchar.
Es ida, es vuelta, es atravesar el riachuelo, es del lado de Avellaneda, del puente al club de Remo. Escribir fragmentos de vibraciones de sonidos chispas de taconeo Lola entrando en mi casa.
Ahí estábamos todos nosotros – metidos en el infinito – puntos perdidos en la luz de la mañana.
¿Qué ficción? Yo no escribo ficciones. ¿Es sordo ese tipo?
No me concentro en las comidas de conversación. ¿Falta de plata? No, eso es crónico. No me banco a los amigos con plata y situación. No me los banco. Hablan de cosas que no puedo comprar.
Como dice uno de mis santos predilectos: sólo libros contados a los amigos, los que se leen los que se escriben: ¿hay otros libros pregunta ese sordo? El mismo de las ficciones. No creo.
Mi costado Barracas ropa regalada, ¿qué origen? Había una lucarna en la casa de la calle España, empecemos por ahí y después vemos qué queda.