1.8.12
Tristezas del orfebre, por Roberto Escaleno
La primera reflexión que me produjo la posibilidad de una tristeza artística fue: es inútil hablar con una mujer cuando se está pintando las uñas ¿Conocen algo más triste que esto? La intuición que hay en una imagen como esa. El orgasmo verdadero y el sobreactuado.
La tristeza del orfebre es saber que ningún dique puede soportar las embestidas del agua para siempre. Como acueductos de tiempo. Para toda la cosecha de agua. Hasta los más resistentes se rompen. Es triste las uñas pintadas, pero el olor a quitaesmaltes días después barre un poco esa tristeza, como una marea que baja. Babor o estribor. Azúcar o edulcorante. De grasa o de manteca. El código binario es tan triste. Y ningún Orfebre puede hacer nada al respecto. No se puede quebrar. Se vislumbran boquetes aislados, pequeñas grietas, entre sueños y pesadillas, especialmente en la hora de la madrugada, la hora más triste para despertarte a evacuar. La luz de la madrugada es la más triste, porque ni siquiera puede ser nostálgica. Es espesa. Una luz mezclada, turbia, agua-tierra.
El único que hoy podría escribir una encíclica es el orfebre. Trampas de la devoción mediante. Pagar los impuestos, claro, si fueran opcionales nadie los pagaría. Pero son impuestos. Cerrar la llave de paso, abrirla, apuntar con la linterna en plena noche ahí donde el pistón del regulador de gas indica estar cerrado, esa L de bronce, y dejarla perpendicular para volverla a abrir horas más tarde. El orfebre nunca fue víctima de su propia literatura. Pero su entusiasmo para hablar de los clásicos siempre me llamó la atención. No era un frenesí adolescente. Se refería a Shakespeare o a Dante como si fueran viejos amigos de la escuela primaria. No estaba metido en ese pijama ridículo de las nuevas tendencias o en los necios mandatos de los articulistas a sueldo que figuran en los pasquines dominicales. Pero el orfebre tenía sus deudas. No con la Señorita Cultura. Claro que de haber pagado sus impuestos, habría podido gozar de beneficios industriales, me refiero a los establecidos por la Ley 22021. Pero como no registra impuestos activos (y eso que no existe nada como el orfebre, nadie con ese poder de lenguaje) deberá aceptar el escarnio de pertenecer a una lista de infractores.
Hay pocas cosas más tristes que pagar impuestos. Que tener que hacer esas colas, donde el tiempo se licua. El orfebre tenía sus deudas. Las deudas son incurables, y por más llaves de paso que se cierren o se abran, las deudas siempre estarán ahí, día a día. Y si esto no es triste entonces no se puede saber lo que es triste. ¿Acaso hay algo peor que hablarle a una mujer mientras se corta las uñas de los pies?
Desde luego hay cosas peores. Llegar al baño en la mañana semi sonámbulo y ver los pliegues. No los matinales o de madrugada. Los pliegues. El orfebre trabaja para fines un poco más altos. Pero cuando se encuentra los pliegues ve cómo todo su prolijo trabajo no alcanza para cambiar el curso del mundo. Los buenos modales. Cuántas veces tuvo ganas de dejar ese cuartito, o dejarla a la mitad, para no tener que plegarla. Cuántos pliegues puede tolerar una pasta dental: una, dos, quizás tres. Pero pocas cosas le remiten a algo triste como levantarse a la mañana y ver la pasta toda doblegada, replegada sobre si misma hasta más no poder. Y todo para extraerle la última gota, herencia materna, cálculo.