9.7.12
Al margen de Abelardo, por Noemí Ulla
Toda vez que voy al gimnasio me acuerdo de Abelardo. Cuando me quito las medias para ponerme los calcetines de rutina, recuerdo que él tanteaba con preguntas para saber si yo sería una esposa eficiente. ¿Cómo se doblan las medias de los hombres? dijo una vez seguro de mi ignorancia, con toda picardía. Pero Abelardo fracasó. Yo era hija de un hombre prolijo, cuidadoso y exigente con su ropa, a más no poder. Sabía muy bien yo cómo debían doblarse las medias de los hombres o los calcetines de mujer poniéndolos del revés, para permitir que al entrar el pie en él, el resto de la media pudiera subir cómodamente abrazando el tobillo. Sin embargo, no me casé con Abelardo. Tal vez no pude convencerlo de que sabía preparar las medias para que entrara su delgado pie. ¡Vaya una historia!
Las cosas suelen quedar incumplidas por mínimos detalles y eso debió, con el tiempo, tranquilizarnos a los dos.
Otras veces Abelardo, que era músico, me decía cómo podría ayudarlo en sus ejecuciones dando vuelta las páginas a tiempo, sin distraerme. Los dos habíamos estudiado piano, pero en tanto él era concertista bien reconocido en la ciudad, yo había abandonado la música por la pintura. La primera vez que me propuso aquello de darle vuelta las partituras, sentí un escalofrío. Mi madre era feminista y se habría horrorizado de la pretensión de Abelardo, reduciéndome a aquella labor, secundaria a su entender. Yo, como buena hija de mi madre, lo miré con desconcierto y con aire interrogante, pero estaba tan enamorada que decliné el orgullo, viéndome mansamente atenta a los pentagramas, mientras las manos que adoraba recorrerían el teclado en mi imaginación. Abelardo sonrió sólo un poco incrédulo, porque también me amaba.
El juego entre nosotros era constante. Una de sus preocupaciones más frecuentes era saber si él me vencería en gustos y preferencias. Y claro que lo lograba: yo veía por sus ojos, como quien dice, aunque viera por los míos. También como futuro esposo le preocupaba que me gustara tanto cambiar de ropa. Pensaba que mis gastos anunciaban futuros derroches que él no estaría dispuesto a realizar y solía preguntarme por qué variaba tanto de vestidos, de blusas, de abrigos. No se conformaba con el relato, verídico, de que mis hermanas y yo teníamos parecido talle y una a otra nos prestábamos la ropa como si fuera propia, tan bien nos quedaba. Eso me permite, le explicaba yo, no hacer los gastos que se suponían y sí en cambio, jugar a los disfraces.
Todavía hoy, una de mis mayores diversiones es jugar a que soy otra, cambiando la apariencia. No sé a cuál de ellas él habrá querido, porque seguí jugando a los disfraces sin poder saberlo.
Tomado de: Bailarina de tres brazos, Noemí Ulla.
Editorial Leviatán, Buenos Aires, 2011.