22.4.12
VIENTO AGRIO (Fragmento), por Luis Thonis
Regresábamos cansados al puesto fronterizo y los caballos resoplaban como presintiendo el reposo. Sobre la llanura que caía sin que ninguna luz se cuajara entre las lejanías de orlas doradas, escuchábamos los cascos de los animales sobre la rojiza superficie.
Había hecho crónicas en la guerra contra el indio y, luego de mi ascenso, ésta era la primera partida que conducía. Habíamos tenido encuentros esporádicos.
Los indios eran muy rápidos y ágiles y parecían conocer cada uno de los movimientos que planeaba. Por tres veces sucesivamente fracasamos en la persecución trotando y al galope. No me atrevía a mandar el informe porque habría hecho el ridículo. No había podido entrar en batalla y a esta altura prefería una derrota concreta que a este fatigoso juego de escondidas.
Esperábamos el día en que podría darse un combate decisivo y para eso habría que ir hasta los toldos.
Con voces duras y cascadas, nos habían prometido novedosos juguetes de fuego pero aunque nuestras armas funcionaran bien era imposible acertarles. Al principio, cuando entre muchas correrías, alguno caía, lamentaba que no pudiésemos darle buen entierro, había que seguir la huida en la polvareda. Colocar una cruz sobre un cuerpo exánime, he ahí una avanzada de la civilización. La primera vez que vi un indio muerto estuve a punto de detenerme. Me advirtieron que podía ser una trampa, que a veces colocaban muertos como cebos. Tenía el hábito del eufemismo. Cuando caían sus cuerpos eran una ofrenda a los chacales y a las sabandijas. Matarlos en frío: esa imagen me resultaba odiosa y por suerte nunca me había tenido por autor. Es en la guerra donde uno más actúa por imitación. Yo mismo imité ese día el tipo de persecución que hacíamos a las montoneras. No era lo mismo. Ellos atacaban postas y ranchos y se los tragaba la tierra. La velocidad de sus movimientos me hizo pensar que nuestras guerras civiles tenían protagonistas perezosos. Era comandante y todavía no había capturado a uno. Supe de cosas aberrantes como el del oficial que permitió que algunos escaparan para tener un pretexto de hacer fuego sobre ellos.
Yo entré a una toldería vacía, luego de embarcarme en botes y siguiendo el curso del agua. Había muchos obstáculos y tuvimos que dejar las embarcaciones.
Hubo que cruzar el bañado con el agua a la cintura. Nunca olvido el momento en que en pleno desierto tuve que romper el hielo con la culata de mi arma. Nuestros gauchos, bajando sus tercerolas, autorizados por el comandante esa vez, se aproximaron a las indias que se habían quedado sin sus hombres. Algunos amagaron violarlas y los amenacé con clavarles mi cuchilla. No quise acercarme a ninguna. Ellas esperaban no sé qué, con mirada amarga, sin desesperación, tal vez porque estaban endurecidas por la helada, temblando de frío y de miedo.
Se aferraban a sus pequeños y pensé en mi mujer: pronto iba a ser padre yo también. Pensé también en mi padre, que era coronel, pasado a cuchillo por Urquiza en el feroz combate de India muerta. Decían que mi padre, mi chao en araucano, había sido un héroe y me sentí indigno de él. Algo que sumó vergüenza al ver combatir a mujeres indias con un tesón sin igual.
Aprendí pronto que para combatirlos necesitábamos hombres livianos y con poco equipaje. No bastaban la abnegación y el espíritu de sacrificio.
Nuestros caballos tenían que soportar el peso de la montura, las municiones, las ropas y las provisiones.
El caballo argentino tiene una resistencia sorprendente. Se hizo desconociendo el forraje, el maíz y la cebada, alimentándose de pastos raquíticos en invierno y padeciendo los tábanos en el verano. Sus crines estaban siempre alzadas como exigiendo que cada soldado debía tener su propio animal.
La buena voluntad de Alsina nos apabullaba con esas cacerolas de hierro, utilizadas como armaduras, que los favorecían en las escaramuzas. Alsina, un hombre de postillones coraceros. Hasta 1875 como lo dice en su mensaje al Congreso había condenado las expediciones contra los indios por considerarlas repugnantes para la civilización. Poco a poco fueron muriendo sus ilusiones de un tratado a medida que los Catriel lo iban engañando y dejándolo en ridículo ante una opinión pública cada vez más hostil ante los malones. El año 1887 echó por tierra todas sus teorías e ilusiones. Los horrores se multiplicaron y el resto lo hicieron la angustia y el pánico.
Cierta vez un sargento y varios soldados perecieron ahogados, ayudados por el peso de sus armas y correajes en un arroyo, por su ceguera en querer perseguirlos a toda costa.
Hay una imagen que recurre en mi memoria: la del viento agrio en mi rostro y un sol que incendia los campos, raja la piel mientras una profecía escuchada en un sueño golpea mis oídos mientras los indios sacan el mayor provecho de los corredores que hay entre fortín y fortín.
Cuando uno hacía una travesía de catorce leguas sin agua creía habitar un infierno de fuego como un toro adornado de cactus que inicia su marcha al matadero.
Ellos andaban casi desnudos y eran capaces de ayunar durante días. Sus caballos doblaban a los nuestros en pericia y agilidad.
Vivían más para el caballo que para ellos mismos y hasta le evitaban el peso de la lanza que acostumbraban llevar arrastrando como un rebenque. ¿Quién diría que la prole de las célebres siete vacas, las primeras, dicen, que trajo consigo Garay causarían semejantes disputas? Si se multiplicaron con abundancia fue porque los indios al principio prefirieron la carne de caballo: así se produjo el aumento del vacuno.
Los indios siempre resultaban mucho más numerosos de lo que uno calculaba.
En sus creencias, el Gualicho, invisible e indivisible estaba en todas partes obrando para el mal del prójimo. Le atribuían el fracaso de un malón, las enfermedades y la muerte. A veces para ahuyentarlo se armaban de lanzas, macanas, bolas y entre gritos de combate atacaban al enemigo invisible, tajeando el aire para que no se entrometa en los toldos. En el malón se diría que estaban bajo su dominio por sus acciones despiadadas. Y la mayoría de las veces nos quedábamos con las manos vacías al querer atraparlos como si nosotros también combatiésemos un enemigo fantasmal. En su novela, Mansilla se apiada de la vieja que dicen está engualichada: creen que entra por un agujero corporal que se cierra en las viejas y las viudas y las matan para conjurar el espíritu maligno. La muerte de un indio o de un caballo puede ser causa de acusación. En cada toldería tienen un adivino y lo llevan cuando se van de malón. Mediante ciertos ritos el adivino mediante cantos respondidos por todos convoca al gualicho y lo introduce en su cuerpo, se retuerce hasta pegar un grito de ultratumba y el gualicho les habla a través de su voz y luego le obsequian un huevo de avestruz, agua, tabaco y lo despiden entre gritos como si lo hubieran apaciguado. Sus formas de curar se parecen a las sangrías, cataplasmas y ventosas que nos aplicaron de chicos. El canto siempre acompaña a las curaciones: la médica chupa la parte herida y la escupe entre resonantes cascabeles hasta que luego de chuparla escupe la parte enferma. Por mucho tiempo la lucha fue desigual, en otoño o primavera ellos irrumpían contra unos pocos pobladores llevándose el yeguarizo. Atacaban las diligencias dejando cadáveres: para ellos los cristianos eran enemigos, no importara sin fuera un cura, una gringa o una niña. Mi poeta favorito, Ascasubi, los describe como verdaderos demonios, y no era dado a fantasías gratuitas. Ante ellos, no valían las reglas de la guerra clásica. Antes del comienzo de la era cristiana, César inventó la guerra de trincheras, acentuando la participación del soldado y explotando todas sus capacidades. Con la disposición de las piezas ya tenía ganada la mitad de la batalla.
Los indios no atacaban como rectas legiones galesas. Eran imprevisibles. Los soldados estaban preparados para el tipo de combate de nuestras guerras civiles y se desmoralizaban ante un enemigo que estaba en todas partes y en ninguna, desde los secos cañadones a los médanos.
El indio hacía a la tristeza del paisaje. Su presencia inminente ante la próxima posta llevaba a los pasajeros a rogar al mayoral que suprimiera los toques de clarín para no despertar a los duendes de la pampa. En los pensamientos, en la imaginación, en las ensoñaciones aparecía la imagen –hecha a la medida de cada uno, de su valor o temor– del indio bravío y feroz, ávido de sangre y de botín, que podía aparecerse en cada piedra del desierto, en cada árbol y en cada loma. Y esa premonición a menudo se realizaba: no había cristiano sobreviviente que hubiera ido por los caminos del Sur que no tuviera una anécdota que podía transitar del suspenso al horror y al milagro de haberse salvado.
Era irritante que no se manejaran con algún plan o táctica: al valor sumaban intuición y no sé qué locura desmedida poseía hasta el indio más calmo cuando salían de malón. Eso no los enceguecía, sus habilidades se agudizaban en contacto con el peligro. El camino del Norte era apodado el de los débiles. El del Sur, por ejemplo, el de Rosario a Mendoza, era transitado con hombres armados y las mujeres con un rosario en la mano. Hoy el ferrocarril que lo recorre ante un paisaje diáfano y tierras sembradas parece expulsar esa época de amenaza y cautividad a la irrealidad de cuentos de aparecidos.
Habría que estar en 1867 en el Congreso donde el 25 de agosto se dictó la Ley de la Conquista del desierto y la ocupación de Río Negro, luego de la exposición del senador Oroño que respondía al clamor de millares de víctimas: se refirió a la continua violación de los tratados y la destrucción de las poblaciones fronterizas y que ese era el único recurso para que desapareciera ese “espantoso estado de cosas”. Hay que recordar ese día y esa ley, que se implementó doce años después. No fue un capricho de Avellaneda, ni de su ministro Roca.
Oroño era un hombre íntegro y estuvo entre los primeros que pensó que las fronteras debían extenderse más allá de Rio Negro. No estuvo a favor de la guerra que se desarrollaba en esos momentos contra el Paraguay, que Alberdi consideró el un resultado del centralismo porteño y llamó guerra de la Triple Infamia. Oroño era oriundo de Coronda, Santa Fé, pero estuvo en la batalla de Caseros junto a las tropas entrerrianas de López Jordán. Cuando fue gobernador de Santa Fe sancionó la primera ley del matrimonio civil en el país y casi lo linchan por promover la ley del divorcio en su provincia. La guerra del Paraguay fue un capricho porteño, pero lo que planteaba Oroño a partir de Alsina iría adquiriendo un sentido popular y colectivo. Entonces el indio pampa no era el buen salvaje idealizado por los salones franceses sino autores materiales de robo, cautiverio, y crímenes organizados en una Confederación que tenía su diplomacia, sus embajadores. Hubo indios que practicaron el canibalismo, pero los araucanos, en sus parlamentos, desplegaban una retórica que entre la monotonía de sus reiteraciones iba desplegando un lujo de galas que nada tenían que envidiarle nuestros oradores.
La llamada “angustia del desierto” hizo que un famoso coronel encaneciera en tres meses ante esa guerra sin laureles, que a pocos seducía: las guerras civiles concentraron por mucho tiempo las pasiones y ellos se organizaron como una federación. Fueron necesarias muchas fechorías, que sembraran el terror pánico, para que la pólvora les devolviera cada golpe multiplicado por mil.
No pocas veces los gauchos torturados por la sed y ensangrentados por nubes de sabandija, estuvieron a punto de comerse los propios caballos. Mientras los indios hicieran de las suyas, el país no tendría el control de sus fronteras y el contrabando con Chile continuaría. Si la cosa seguía así perderíamos grandes extensiones de territorios y terminaríamos apretujados en Buenos Aires en cuyas afueras dominaban.