1.2.12
Viscarra, cuando escribir es vivir, por Javier Fernández Paupy
Los libros de Victor Hugo Viscarra (1958-2006) están cargados de vida. Son una ráfaga de anécdotas y misceláneas. Por sus páginas pasan imágenes de la noche paceña, ladrones, vendedores ambulantes, marginales de la noche, rateros, especialistas del delito, especímenes enfermos de la cocaína que mezclan con el tabaco de sus cigarrillos. En Viscarra la calle es un hospital de locos y asolados donde trajinan la resaca de sus días prostitutas adolescentes y amanecidos que se drogan con disolvente de pintura o pegamento. Noches de borrachos a los que se les abre el hígado por un trago, entre patrullas de carabineros, peleas con armas blancas, puestos ambulantes de comida, fusiles marca Máuser, drogadictos que toman Artán sin ser epilépticos y dipsómanos en rehabilitación crónica. En las páginas escritas por Viscarra, como el memoralista que fue, aparecen madrugadas homicidas y mala alimentación, una bohemia de inhaladores de bazuco y empedernidos esnifadores de bicarbonato de sodio.
Cito a Cristino Bogado: “Más que la distancia entre la realidad y la ficción, lo que media entre la vida y literatura es que no cumplimos nuestras obligaciones cotidianas con la misma intensidad con la que leemos un libro.”
Viscarra hace sonar las voces aymaras, quechuas y palabras del lenguaje marginal boliviano. Su Coba (1981) recupera las voces del lenguaje secreto del hampa de su país. Un diccionario de bolivianismos pacientemente reunido que cuenta con más de un millar de voces y precisa una, llamémosla así, comunidad lingüística lumpen al tiempo que recrea la historia de los bajos fondos desde las mismas entradas del diccionario.
Alcoholatum & otros drinks. Crónicas para gatos y pelagatos (2001) prende la mecha de una memoria escrita que es también la entonación de un lugar. Fulguraciones del pasado en su mirada fresca, pícara. Autofiguración, paisaje, espejo de tinta, retrato de una ciudad pobre, autobiografía y memoria descriptiva de un lugar. Evocaciones, figuras líricas de la vida que pasa. Una escritura que crece a partir del trabajo con la remembranza. Sus libros son retazos de un autorretrato implacable. Entre lo público y lo privado, entre el testimonio y la denuncia, ¿cómo se acerca a las cosas del mundo la literatura de Víctor Hugo Viscarra?, ¿cómo las toca?, ¿cómo las muestra?, ¿puentes tendidos en su obra entre la cultura letrada y la popular? A otro perro con ese hueso. Víctor Hugo Viscarra lo dice mejor y más claro, en Borracho estaba pero me acuerdo (2002): “A los doce años me sumergí de cabeza en la noche”. Un escritor que tuerce las clasificaciones y se desliza a lo inclasificable, que arma un espacio literario y una escritura propia. De una tentación marginal y una exquisita pulsión autobiográfica se nutre su obra.
Escritor-espía-testigo-etnógrafo-retratista de los bajos fondos. El misterio de los desheredados, la aritmética fascinante y facinerosa del habla de los delincuentes, la jerga de los reventados, desposeídos, envenedados, en las páginas de sus libros. Viscarra memoralista compone el friso social de un tiempo perdido, de una Bolivia desarropada, famélica, vagabunda.
Hay en Viscarra el vigor y la fuerza de la letra impresa. Separación inseparable del autor. Una épica y una ética del fracaso. Pero ninguna autocomplacencia de lo tonto, sino tomar deliberadamente el camino de la pérdida, alto coraje. Pero pérdida y fracaso sólo se confunden en apariencia. Quizás se trate de una ética de la renuncia.
Lo imagino a Viscarra pidiendo plata en las calles paceñas con un cartel colgado del cuello en el que se lee: “Para qué mentir, necesito un trago.”