1.9.11
La mañana sol de limón (III), por Hugo Savino
Rasco, apenas rasco lo archisabido, no rasco en el silencio de las cosas, no, si no dicen nada, y aparecen sorpresas, es como la mirada perdida en la higuera de Sarandí. O el paseo por los Siete Puentes. O Mimi la Rusa mirando ropa. Elige collar de fantasía, caro. Camisa de saldo. O el regusto del café. O el pico de una botella. Uno mira. Y ya no estoy sordo. No. O no me dejo ensordecer. Es como una verdad definitiva: nada como triunfar en la vida. Todo te será aceptado. Escribir bien y todo te será perdonado. No, no es tan así. Triunfar en la vida y todo te será aceptado, eso sí. Pero hay que elegir. Triunfar en la vida o escribir cada vez peor. Pido trabajo a pesitos la hora. Changas que no me pagan. Changas de la cultura, pero no me las pagan. Escucho consejos mientras miro por la ventana. La cultura te invita a un micro-cine de butacas afelpadas. No. No voy. Me pongo el traje color crema regalo Lalo ― me queda grande de hombros ― y me voy a Monte Grande. ¿A qué? Voy. A monedas, voy a buscar monedas. Libros en la bolsa: dos biografías de músicos de jazz. Es lo único que me interesa ahora. Memorias. Tipos que tengan “las notas y el swing.” Estoy harto de la gente que corrige palabras y no entiende nada del fraseo. Mucho policía oliendo trabajo ajeno. Es una vieja queja. La mía. Como hubo un viejo restaurante una vez, donde se comía pan negro con salchichón y mostaza, la mesa terminaba llena de migas y el mantel con manchas de cerveza. Mis visiones. Estaba bajando el puente Pueyrredón del lado de Barracas. Parada del colectivo 12 a cincuenta metros. Me falta la pintura argentina. Esos cuadros sublimes que me cuentan los recuerdos. Eso me falta. Evocaciones de narices rojas. Para mí eso es la historia. No esos relatos sentimentales con hazañas de vida de santos. Me voy por Alsina y Paláa y entro en el café hecho a rústico. Nuevísimo de madera oscura con mesas de campo. Sandwich de pollo y tomate. Miro por la ventana a los viejos fantasmones. La moza tiene ojos azules, limpia la mesa, formulismo, me sonríe. Viene de ayer. Piba de blusa negra, jean, zapatillas naranjas. Le pido. El mostrador reluce plata. La mesa está limpia. Es todo nuevo. Los vasos cuelgan boca abajo arriba del mostrador y se reflejan en el espejo. El mostrador de madera recubierto de níquel plateado. Dos empleados de oficina en mangas de camisa leen el diario en la misma mesa, ya comieron. Es un otoño medio primavera. No estoy muy abrigado. Estoy en plena evocación. Quiero parar y no puedo. La moza habla con los ojos azules. ¿Estudia? Piba de ahí nomás, ahora se puso el delantal. Trabaja, ya trabaja. Esa es la marca maldita. Para siempre. Una raya de tiza que divide el mundo. No es fácil verla. Lleva un tiempo. Están las ilusiones. Terreno prohibido para almas bellas. Evoco el presente de los saltos. Ahora hay dos que miran mis movimientos. Se agregó la moza del mostrador. ¿El libro que pongo sobre la mesa? Sí, miran eso. Y me esperan. Dejan que me acomode. May también miraba así. Pero ella nunca trabajó. No importa. Salía del café y corrió para saludarme. Me abrazó y le brillaban los ojos. Estábamos cerca del mar. Un febrero. Y ya no está con nosotros. Pintaba la arena de las playas. Iba de una a otra. Y pintaba. ¿Qué buscaba? O laqueaba muebles. Se hizo una casa para poner sus cosas. No quiero pensar en la desdicha. No quiero. La puta madre a la desdicha. Pero me acuerdo que se casó en una carpa en el jardín de Lomas de Zamora. Jardín de una noche. Mis visiones. O mis ensoñaciones. Soy un fanático de la ensoñación. Me llegan con los vientos de las estaciones. Miro por la ventana el colegio de ladrillos rojos, ¿industrial? ¿normal?, colegios, te deforman para la vida. Te meten en la fila del yugo. La horrenda responsabilidad, palabra, hay un tipo que come una hamburguesa, ido, a-responsable, desertor de algún lado. Está en la mesa de la ventana. No habla. Yo no hablo. Los empleados no hablan, siguen en su diario. Las mozas no hablan. Una pone unas revistas en la mesa rinconera. Vuelve a mirarme. Espera. Pido. Música muy bajita. Me gusta lo que pasan. Algo melódico. Canciones pegajosas del mediodía. Para mí. Uno de mis libros: memorias. Músico solitario. Tiene el don. Maldito don si uno lo piensa bien. Siempre ando con tipos que hablan poco. Y que tienen algún don. Abro, leo: tengo tiempo. Estamos todos bien. Acá. Me gusta cuando dice que escoraba a la derecha. Pienso que yo ya no escoro en política. Me importa un carajo. Sigue y dice que primero aprendés los palotes: escalas y después un tono. Un poquito de escuela. No mucho. Sí, pero para seguir hay que hacer que se convierta en forma de vida. Y ahí: son pocos. Quedan pocos. La piba viene, quiere saber si me gustó el sandwich. Sí. Lo comí. En realidad si escoro, escoro a solitario, no lo puedo evitar. Mira el libro. Quiere preguntar. Pero yo a ella: ¿le gusta leer? Dice: sí. Era claro. Le muestro la tapa: Art Pepper. Entra una solterona de guantes blanco, pollera azul, elegante de Maricastaña, sigue un engominado, con traje. Otro empleado. Todos juntos y cada uno por su lado. El engominado se sienta solo. Ella se sienta sola. El otro se sienta solo. Se va llenando. Mejor. No me gustan los restaurantes con poca gente. Anoto una frase, la modifico un poco: mejor no integrarse si uno tiene que pasar por cosas así. Un gordo te lleva de las narices porque está aburrido en la casa. Te invita. Te cargosea. Acá: el sol entra por la ventana y se pone a brillar a la una del mediodía. Y todos de buen humor. Casi levantamos la cabeza al mismo tiempo, los Gavilanes de España tocando Granada, Salta y Avenida de Mayo. Me viene así, como una cosa del recuerdo. Único acto social en este café. Nos mirábamos de chucho a chucho. Vuelvo a las Memorias de Art Pepper. Por la calle pasa un lánguido de los viejos tiempos. No me ve. No lo veo. El novelista de temas se fue quedando sordo. El de la novela familiar corta la ligustrina, y el pasto del jardín, y se deja llamar maestro en las capitales europeas, escribe novelas con estancieros malos y fatalmente explotadores. El tema volvió de la mano de las pibas gallaretas. Nos dan clase, se burlan de lo que escribimos, “correveidiles del carajo”. Te acusan de construir volteretas líricas. Transmiten los rumores de veneno a veneno de dime a diretes. Pibas profesoras. Hago un movimiento mínimo. Una frase que parece una reliquia de Héctor Pacheco. La anoto. Siempre anoto. Es verdad: la lectura arruina a las personas. Se abre la puerta de nuevo para la grandota inclemente con una valija de rueditas ¿qué trae ahí? saluda a todos saludo me saluda sonríe se sienta saca las carpetas se pone a escribir ¿abogada de los tribunales? copa de vino blanco hay que creerlo. Es Avellaneda. Un poco de realismo mientras todos siguen mirando el despliegue. Se mete en las carpetas y escribe. Entra el tipo de camisa blanca, bajo, saco azul, jean también, agenda en la mano, la saluda mientras le agarra la mano, se inclina, simula beso, pero no, ella se entrega. Y le sonríe. Ganó. Ocupa otra mesa, abre la agenda. Se concentra. Café y coñac. Visiones de la confidencia: ella, esta Magnolia del misterio metida en sus papeles me evoca la figura del drama de ayer: Andá nomás le dijo esa otra hace unos días. Me lo contó ayer. Clavado en baldosa. Se quedó con la pena. El perfume que se le fue para siempre. Resbalón del amor. Brisa del dolor. La ilusión asesinada. Comimos en Barracas, a la bajada del puente, noche de verano y en patio hablamos de perros obispos lo sagrado lo divino del neón en los fast-food de las valijas de cuero del viento del “humus de la ignorancia” de los bichos colorados de los trajes cruzados de los tipos engominados de las rubias con bucles renacentistas de las mujeres que salen a las cinco de la oficina y el viento las despeina locas de infidelidad de la edición de las obras completas de Carlos Mastronardi larga conversación de mesa a sobremesa. La ventana de la panadería está en diagonal. Una treintona a cuarenta chueca como Lola de América compra pan y todos la miran enamorados. Se acabó la desdicha, la tragedia, el salmo, la poesía, todo se lo lleva ella hasta que dobla la esquina – ¿ se fue adónde fue por qué la cuadra es tan corta? ausencia de ella y listo hasta mañana para los que vuelvan aquí al amor de ráfaga de la ensoñación de la pausa
cita: “el relato, es todo lo que parece saber lo literario.”
voz: No se comparte. Se cuida en discreción. Se entrega a los amigos que la cuidan, que no la regalan en traiciones de saloncito, en dobleces de teléfono. Voz con voces de voces propias. Voz de uno y que cambia y que escucho. Y me envuelvo en las voces que amo. Y escucho voces distintas. Y en los nombres. Odio la voz de los furiosos, de los jetones desaforados, esa voz estridente de los que maltratan, toda esa gente que vio a los padres mandar. Sumisos de padres que mandan. Esos padres horribles. Me leo en voz alta, escribo con el oído, padre que te educa el oído qué bendición se le perdona todo se le perdona todo el fracaso padres del turf padres benditos
la calle: se pone como un paisaje: se ilumina divina calle soleada del mediodía no te la saca nadie la rememoración de las visiones como las pasiones secretas las lecturas de la mañana o la que cosía toda la tarde mientras miraba el tiempo lo miraba pasar
cita: “Y todo el pueblo ellos ven las voces”
no leer: el que no lee está protegido mirará con desprecio a ese arruinado de la lectura manco social lo acabo de leer en un cuento el que lee escucha ruidos hace cuaderno de notas se cree Saint-Simon vive dramas sensuales el que no lee mira el mundo de las burbujas vive en la campana doméstica se deja contar fábulas edificantes contra el que lee ese pobre adicto de la anti-ilusión la arrogancia de la no lectura
Una noche de verano zaguán puerta cancel pico de botella jardín calle larga atardecer tardes de siesta acordeón perro reo silbar Tonio que se murió May que se murió otra vez la puta madre porque esos son los nombres también desaparecidos de la noche amiga de todas las noches el hilo de cristal
La piba de las zapatillas naranjas trae el pan del rostro falta un candelabro y hacemos viernes lo trae en una canastita de mimbre desoye alguna orden toda la bondad le pasa por la cara una cebolla asada en un rincón del plato resuena al sandwich de pollo con papas y tomate crudo una servilleta de papel un vaso agua una taza descascarada para el café
Por suerte tengo mis dos libros acá me acompañan en la visión Lola dejó toda su ausencia en los pocos metros de la vitrina de la panadería a la esquina porque eso hizo premeditadamente regusto de la ausencia a regusto de café ahora nos comemos la vitrina con los ojos esto ya lo viví en un cuento de Carlo Emilio Gadda
Mona Lisa uñas
Se terminaron los restaurantes a dos centavos tiempo remoto las comidas sórdidas lentejón con papas banana de postre las pensiones poligriyas acá se terminaron las corrieron abajo de la alfombra ¿los pobres? pateados a su noche intimísima