25.6.11
Por el lado de las cosas sagradas, por Mariano Massone
Sobre Por el lado de las cosas sagradas, de Martín Rodríguez
La religión católica se basa en una mítica antropofágica: esa gran comilona humana se desplaza por los siglos de los siglos –amén– desde un comer al otro a una consumación como comerse a sí mismo, autosatisfaciéndose en el propio sufrimiento. Por el lado de las cosas sagradas (Editorial El niño Stanton, 2010) de Martín Rodríguez produce esta licuefacción religiosa pero no sólo eso. Este libro de poemas narra tres historias que, disolviéndose éstas entre sí, generan una cuarta dimensión, que es la dimensión del hecho poético.
En primer lugar, es una historia bíblica que remite a momentos claves del libro judeo-cristiano: la caminata de Jesús sobre las aguas, la conversión del pan en carne humana (acto sacramental que sigue hasta nuestros días), el jardín del Edén y la caída del paraíso por la manzana del saber. Pero si de saber se trata, hay una segunda historia, ya no fundante (como la primera) de la cosmovisión occidental, sino parte de nuestra carne nacional (a ser consumida en este libro de poemas). Aparece una abuelita que, en su delirio, habla con Rosas y un personaje, Facundo, que su nombre nos lleva directamente al libro homónimo del escritor Domingo Faustino Sarmiento, fundador y promovedor de la institución educativa pública a la cual pertenece, seguramente, ese niño de clase media que se llama Facundo en los poemas. Por último, la tercera historia es una historia familiar: los preparativos y los sucesos de las festividades navideñas argentinas. Los ritos familiares como tirar un tiro a las doce de la noche y esa sospecha que, con nieve y en un país del norte, se pasan mejor las fiestas.
Estas tres historias conviven simultáneamente y se convierten en una sola: “caminando por el desierto de la sopa/el humo derrite de sus almas lo bueno, la sopa/ se abre en dos ríos hacia el fondo de la olla donde bulle.” El comienzo de la cena navideña familiar se convierte así en la caminata por el desierto (¿éxodo judío, pampeano, o acaso el Martín Fierro huyendo de la frontera?) que abre a la sopa en dos, como Moisés abre las aguas.
Los poemas de Martín Rodríguez se producen en una intersección macro-micropolítica: no es sólo la constitución familiar con sus mitos edípicos (presupuestos freudianos totalmente refutables), sino la constitución de una familia atravesada –carnalmente– por la Iglesia Católica por un lado y por la Historia Nacional por el otro. El cuerpo, en este libro, es literalmente martirizado por esas dos configuraciones político-culturales, cuerpo que año tras año tiene que volver a reunirse con su familia (aunque sea a la fuerza).
Cuerpo mártir también es el de la figura retórica central de este libro de poemas: Ceferino, ese aparecido al que siempre se lo llama. El beato Ceferino Namuncurá, otro pasaje de la Historia Nacional que cruza historiografía con misticismo, es utilizado generalmente por los albañiles y plomeros para publicitar sus trabajos. Es decir, junto con el gauchito Gil y otras figuras místico-populares argentinas se disputan el puesto de íconos de los obreros de la construcción y afines. Podemos decir, que la construcción de los poemas de Martín Rodríguez se debe a la invocación de Ceferino, puesto que esa familia es de clase media, posiblemente con un padre plomero, de esas familias que comen las garrapiñadas en el patio, con la pelopincho y la planta de jazmines al lado, aromatizando el verano.
Decimos que Ceferino es un cuerpo mártir porque él se murió de tuberculosis. Como dijimos al principio de esta reseña, su cuerpo pasó de comer al otro (acto sacramental de la comunión) a comer su propio cuerpo, mediante la enfermedad -¿Podrá Fernando Peña entrar a la lista de mártires católicos, lo beatificarán a él también?-El cuerpo que se debate entre la Nación y la Iglesia no es otro que este cuerpo autofagocitante que en su despliegue demuestra su destrucción: “¡Bendito sea Dios y María Santísima!; basta que pueda salvar mi alma y en los demás que se haga la santa voluntad de Dios.” Estas palabras son las últimas que Ceferino Namuncurá dijo en su lecho de muerte. Quería que Dios lo salvara, y lo termino matando. Martín Rodríguez, en el final (última parte del libro de poemas) expresa: “dijo al final:/talar un árbol,/ quemar los libros,/y sólo tener hijos.” Al obrero de la construcción, cuerpo mártir entre las regulaciones estatales, privadas y las eclesiásticas, lo único que le queda como producción son los hijos, ya que las rentas por sus edificaciones se la llevan otros.