29.9.10
Severo Sarduy: la autobiografía de la piel, por Pablo Moreno
En la obra crepuscular de Severo Sarduy no hallamos una producción signada por la fatalidad de la sentencia de muerte. Sarduy nunca dejó de escribir ni al final de sus días como tampoco abandonó su otra gran pasión que fue la pintura. No necesitó salvaguardar su obra a futuro ni exponer su enfermedad como la marca de un exilio político. Tal es el caso de otro escritor cubano fulminado por el sida llamado Reinaldo Arenas, a quien la enfermedad y su condición homosexual (una libertad que la Revolución no permitió) lo llevó al destino final de Nueva York, haciendo de su escritura el acontecimiento rabioso contra el régimen (las razones para el odio siempre estuvieron justificadas).
Sarduy llega a Europa por una beca recibida para estudiar pintura. Parecería ser que su destino no era literario, pero se fue quedando:
Pero no es que decidiera quedarme: me fui quedando. Hoy en día soy muy autocrítico: creo que debería haber vuelto, que debía de haberme comprometido en un sentido o en el otro. Asumir mi karma, hundirme en la contingencia, en la realidad…
Hoy en día el balance es paupérrimo. No tengo nada y los que debían leerme, que son los cubanos, no me conocen ni me pueden leer. No creo que ya me quede tiempo para terminar mi obra allá. Otra vez será… (“Para una biografía pulverizada en el número-que espero no póstumo-de Quimera, 1990”, Obra Completa, Tomo I)
Tampoco la obra de Sarduy requiere como condición de existencia (y de permanencia) el carácter de una escritura cimentada en “el exilio”. El exilio es el espacio (más precisamente Francia) en donde se deposita la obra. Lo que queda en el camino es el origen (o de donde viene el fraseo de su prosa) y en consecuencia, el lector cubano:
Recientemente me llamó un amigo para comunicarme la infausta noticia de que yo “no existía”, al menos en los anales recientes de la literatura nacional. Ese olvido pre-póstumo no me asombró.
El exilio es también eso: borrar la marca del origen, pasar a lo obscuro donde se vio la luz (Exiliado de sí mismo, 1990. En Obra Completa, Tomo I)
Decíamos que la adversidad del sida no fue impedimento para que la obra de Severo Sarduy siguiera creciendo. Falleció en el año 1993. Su novela Cocuyo data de 1990. De aparición póstuma es su última novela Pájaros de la playa. Su última producción poética es del año 1992. Jamás abandonó la teoría ni la crítica literaria. Era el bastión latinoamericano del telquelismo, como lo fue también su amigo Roland Barthes.
Hacia el año 1990 realiza dos obras inclasificables: El Cristo de la rue Jacob y El estampido de la vacuidad. Parecería una cierta desidia adjetivar a estas obras de este modo. La teoría literaria siempre necesita de instrumental técnico para abordar y “encajonar” a las obras. Y no se permite el espacio que genera la inestabilidad (en el caso de Sarduy, deliberada) la narrativa que escapa de los límites. Sería más complaciente denominar estas “infracciones” al género como híbrido. Pero éste sería el resultante de componentes heterogéneos que conformarían una nueva obra, final. Ya nos referimos anteriormente sobre esta cuestión cuando abordamos a Harold Brodkey.
Lo que Sarduy propone en El Cristo de la rue Jacob es una arqueología de la piel (o del cuerpo) en donde se construye la narrativa autobiográfica. Aunque no sólo en la autobiografía se constituye el relato. Los componentes materiales del mismo no se ensamblan, lo cual le restituye a la narración una libertad narrativa absoluta donde todo está permitido: el relato autobiográfico propiamente dicho y una segunda parte de la obra a al cual Sarduy denomina como marcas mnémicas y que abarcan: descripciones turísticas (Tánger, Benares), un retrato sobre el pintor Jesse A. Fernández, unas crónicas sobre el café La Flora (y sus ilustres parroquianos: Jorge Semprún, Roland Barthes, Francis Bacon, entre otros), un homenaje a Emir Rodríguez Monegal, un recuerdo a los amigos ausentes y una carta de Lezama Lima con el posterior análisis casi estructural de la misma. No es casual esta correspondencia. Sarduy se encuentra con Cuba por medio de la prosa de Lezama Lima, como Cabrera Infante regresaba a la isla a través del humo de un habano.
Las letras iniciales del alfabeto, por mi filiación latina o por una oscura manía anagramática de la Depredadora, son las más solicitadas-varias direcciones, teléfonos rurales o secretos-, la B, fue diezmada de golpe: Barthes. (El Cristo de la rue Jacob)
Sarduy denomina a todo este conjunto como epifanías, dándole un matiz religioso al material, ligándolo a lo absoluto e indudablemente (aunque no esté permitido en análisis teórico) no exento de la emotividad propia de alguien que se está despidiendo.
La heterogeneidad antes señalada nos aleja de aquello que queremos abordar: el umbral de la muerte en estas narraciones. Una arqueología narrativa de marcas y huellas justifica su escritura en el umbral, como si fuera necesario edificar la autobiografía cuando la sentencia ya está dada. La idea de la obra la expone el mismo Sarduy:
Se trata, en realidad, de huellas, de marcas. Ante todo, las físicas, lo que ha quedado escrito en el cuerpo. Recorriendo esas cicatrices, esbozo lo que pudiera ser una autobiografía, resumida en una arqueología de la piel. Sólo cuenta en la historia individual lo que ha quedado cifrado en el cuerpo y que por ello mismo sigue hablando, narrando, simulando el evento que lo escribió.
La totalidad es una maqueta narrativa, un modelo: cada uno podría, leyendo sus cicatrices, escribir su arqueología, descifrar sus tatuajes en otra tinta azul. (El Cristo de la rue Jacob)
Una espina en el cráneo y la posterior intervención quirúrgica durante su niñez es la primera marca del escritor. Luego cuatro puntos de sutura en la ceja derecha es la marca que le permite continuar su novela Colibrí, una marca que le da la materia prima de una narración que se hallaba estancada. No sabía, a ciencia cierta, qué había sucedido. Sabía, eso sí, cómo continuaba el capítulo de Colibrí. El Cristo de la rue Jacob.
Prosigue con una posterior cicatriz: la de la apendicitis. Pero todas estas marcas remiten a una sola:
Todas las cicatrices –comenta Francis Wahl al terminar éste breve catálogo de marcas dérmicas– la primera, la escisión umbilical, la única invisible. (El Cristo de la rue Jacob)
Una arqueología de las marcas de un cuerpo detiene su narración cuando las heridas no cicatrizan. Es la llaga que vino para quedarse. La herida del sida (que en el relato se corporiza en una verruga) se apropia del cuerpo y se extiende. Sólo una vez Sarduy le da nombre al acoso, al estorbo que destruye la arquitectura arqueológica:
El cuerpo humano es una máquina. Lo sostiene vertical un sistema de bisagras. Las mías se abrieron, se desunieron…
Supe, mirándolos, lo que sentía. Lo que mi cuerpo descentrado quería decir: el sida es un acoso. Es como si alguien en cualquier momento, con cualquier pretexto, pudiera tocar a la puerta y llevarte para siempre… (El Cristo de la rue Jacob)
Aunque el acoso no deje marcas, la sensación de no escapatoria asemeja a un progrom:
¿Quién será el próximo? ¿Por cuánto tiempo vas a escapar? Todo adquiere la gravedad de una amenaza. Los judíos, parece ser, conocen muy bien esa sensación. (El Cristo de la rue Jacob)
Nicolás Rosa en El arte del olvido afirma que el rasgo común de todas las escrituras del yo (memorias, autobiografía, novela biográfica, Diarios) es ausentar al sujeto de la escena de la escritura por un yo condensado del autor-narrador-personaje.
En El estampido de la vacuidad Sarduy produce una ligera variación en el mecanismo narrativo, abandonando la primera persona y reemplazándolo por una tercera persona que le permite alejarse de la escena:
Abandona su país natal y adopta otro, lejano, de cielo siempre gris y gente hosca.
En el exilio elabora trabajosas ficciones en que seducen las frases cinceladas y la destreza con que se enlazan las volutas barrocas, aunque, llegado el punto final, todo se disuelva y se olvide…
Ya proyecta el resumen, el ciclo final de sus invenciones cuando lo asalta una enfermedad fulgurante, irreversible y desconocida…
Se deshace de libros polvorosos, ropa de verano, cartas acumuladas, dibujos amarillentos y cuadros.
Se entrega, como a una droga, a la soledad y el silencio.
En esa paz doméstica espera la muerte. Con su biblioteca en orden. (El estampido de la vacuidad, 1993)
Lejos de la fantasía neobarroca, recurrir a una tercera persona permite una panorámica de la propia vida. Es en la revelación, en una epifanía, donde se escribe (y se ofrenda) el discreto adiós.