21.4.20

Cuestionario Marcel Proust a Emilio Jurado Naón



¿Cuál es su idea de la felicidad perfecta?
No despertarme o, en caso de estar despierto, no darme cuenta.

¿Cuál es su miedo más grande?
Ser injusto.

¿Cuál es el rasgo que más deplora de usted mismo?
La autoexigencia.

¿Cuál ha sido su mayor atrevimiento en la vida?
No sé, tal vez no haya llegado todavía mi mayor atrevimiento en la vida.

¿Cuál considera que es actualmente la virtud más sobrevalorada?
La productividad.

¿Qué es lo que más le disgusta de su apariencia?
Los hombros caídos.

¿Cuáles son las palabras que más usa?
Creo que van cambiando por temporadas. Hoy serían "terrible", "increíble", "buenísimo", "absolutamente”, todas muy tremendas y totalizantes.

¿Qué es de lo que más se arrepiente?
De no haber disfrutado un poco más mi adolescencia, apurado como estaba por abandonarla. 

¿Cuál considera que es su estado actual de ánimo?
Hastío general con períodos aislados de buen ánimo.

¿Cuál es su posesión más preciada?
Mi bicicleta, aunque tengo que inflarle las ruedas.

¿Cuál considera que es la peor miseria?
El sentido de superioridad moral.

¿Con qué personaje histórico se identifica?
Ho Chi-Minh.

¿Cuál es la cualidad que más le gusta de una mujer?
La misma que la de cualquier ser humano, su percepción singular de las cosas y de la vida.

¿Y en un hombre?
Lo mismo.

¿Quién es su héroe de ficción?
Van cambiando. Hoy creo que sería Leopoldo Bloom, del Ulises, porque es una persona ordinaria.

¿Cómo le gustaría morir?
Durmiendo.

¿Qué apodos tiene?
Mono, mono loco, Emily, Mel, Milio.

¿Dónde y cuándo es feliz?
En la playa, en cualquier época del año.

¿Cuál es el rasgo de personalidad que menos le gusta de un hombre?
El frío cálculo.

¿Qué o quién es el más grande amor de su vida?
Mi compañera, la Mona.

¿Cuándo miente?
Cuando la mentira es para ayudar a alguien o a algo.

¿Cuál es su idea de la muerte?
Desenchufar la máquina.

¿Qué no perdonaría?
La traición o el desconocimiento.

¿Qué le hace reír?
Lo ridículo de cada un* de nosotr*s.

¿Qué le hace llorar?
Lo ridículo de cada un* de nosotr*s. 

¿Cuál considera que ha sido su mayor logro?
Optar por lo que me hace bien.

¿Para usted qué es un buen insulto?
Ese que desnuda al enemigo.

14.4.20

Conversación con Manuel Alemian

(Javier Fernández Paupy)



JFP: ¿Qué recuerdos tenés de tu infancia?

MA: Tengo recuerdos nítidos, como si no hubiera pasado casi el tiempo, otros de los que apenas me acuerdo de algo (una imagen, una sensación), y recuerdos que me parece que inconscientemente reconstruyo y “edito” con ficción. Recuerdo más hechos felices que tristes. Eso seguramente se debe a que desde hace varios años trato de no recordar aquello que me entristece, entonces me voy olvidando. Y solo quedan sensaciones: el malestar general en el departamento de la calle French, por ejemplo. En cambio recuerdo innumerables anécdotas de los veranos en la quinta familiar, en las afueras del Suburbio. Las recuerdo casi como aventuras, porque casi lo fueron.

JFP: ¿Cuáles fueron tus primeras lecturas?

MA: No me acuerdo… Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez.

JFP: ¿Por qué te gusta tanto Balzac?

MA: Porque es el escritor que muestra el mundo más contundente, y a la vez, el más dinámico y movedizo posible. Se mete dentro del ente y escribe. Me parece.

JFP: ¿Te gusta el tango?

MA: No escucho tango salvo que esté en un lugar donde se escuche tango, que no es habitual en mí. Me aburre que todos los tangos sean parecidos, exceptuando a las letras, claro. Pero a las letras no les doy mucha bolilla, no me atraen, se quedaron en el tiempo, como el fileteado porteño. Lo único que me une al tango es un sentimiento de argentinidad, sentimiento nacionalista que ideológicamente combato. Si hablamos de Astor Piazzolla, es otra cosa. Me gusta su música, pero él es un compositor de música, no de género.

JFP: ¿Por qué no te gustan las letras de las canciones del rock nacional? ¿Hay excepciones?
 

MA: Por ahí me preguntás sobre el rock nacional porque las letras son en castellano. Como las entiendo, muchas no me gustan. De las canciones en inglés u otro idioma (sé solo castellano), no me doy cuenta de las boludeces que dicen. Me gustan letras de Virus, Los Redondos,  Paula Trama, Moris, Charly y de muchos otros compositores y compositoras. De cualquier forma, soy de tararear estrofas más que de recordar o tomarme el trabajo de leer canciones de rock.

JFP: ¿Qué lugar ocupa el humor en tu escritura? ¿Es algo premeditado o surge de manera espontánea?

MA: ¡Ojalá tuviera el timming para escibir humor! Quizás vos estás pensando en esa especie de ingenuidad que se puede notar en mi escritura, que choca con algún pasaje o nudo muy racional y por eso no se sabe bien qué onda el texto. Puede ser que aparezca en algún punto el humor, pero busco en realidad novedades que surjan del choque de los opuestos, (Heráclito y Parménides nos dieron a Platón). A veces la salida inesperada de un razonamiento duro es considerada chiste. “Cuando el coche frena/nos vamos para adelante,/y eso que sabíamos”.  

JFP: ¿Cuál es tu lugar para escribir? ¿Y tu momento?

MA: Como norma: siempre y donde sea que tenga ganas. Mayoritariamente escribo en mi computadora, en mi escritorio, que está en mi habitación. Y siempre llevo conmigo una libreta y una birome.

JFP: En tu poema “Escribo para que avance el tiempo”, hiciste una larga enumeración de razones por las que escribís. ¿Por qué razones no escribirías?

MA: Cuando no tengo ganas no escribo.

JFP: Alguna vez dijiste: «Siempre voy a preferir un irregular poema indagatorio a otro “prolijo poema” redondo.» ¿Seguís pensando así? ¿Podrías desplegar un poco esa idea de lo “interrogatorio” en oposición a lo “redondo”?

MA: Siempre la ficción tiene cabos sueltos. Quien me quiera convencer de que su ficción logra un acabado total me está chamuyando. Solamente en la naturaleza todo está relacionado con todo. En la ficción nosotros tenemos que escribir las relaciones que queramos, más las que nos salen sin darnos cuenta. Y tenemos que saber que el lector hará en su lectura nuevas relaciones. Recién ahí un texto está terminado, a partir de esa red imposible de análisis.
Yo escribo impulsado por algo e impulsando algo, no me fijo tanto en el resultado.

JFP: Mientras que en libros como Fumo o La confusión, incluso en 84 horas de Nürburgring, me parece encontrar un ensueño de totalidad o de precisión, quizás, la posibilidad de contarlo todo, en tus poemas creo que hay algo que nunca está del todo dicho, algo como voluntariamente recortado o mostrado a medias, algo insinuado o apenas esbozado. Claro que libros como El ducaner ultante, Zapping o Espantajo de cañamal son libros de poemas escritos en prosa. Pero, ¿vos ves así esta diferencia que yo encuentro entre tus libros de prosa no poética, por decirlo así, y tus libros de poemas? ¿Qué diferencias encontrás, si es que ves alguna, entre tus libros de poemas y tus libros escritos en prosa?

MA: Me parece que mejor que buscar diferencias entre prosa y verso, podríamos hablar de singularidades de lo escrito. Y como cada texto que escribo intento que sea singular, me desentiendo de pensar si es novela o poema u otra cosa. Tampoco escribo siguiendo normas de versificación, de desarrollos narrativos, de nada.

JFP: ¿Qué te importa hoy cuando leés a un autor contemporáneo?

MA: Tiene que ser un descubrimiento, si no no me importa.

JFP: ¿Qué tiene que tener un libro de poemas para que te interese?

MA: Que me impacte, claro.

JFP: ¿Te releés?

MA: A veces algunas cosas releo. Trato de escribir lo que me gustaría leer. Entonces si ese intento se aproxima en algo a lo que me gustaría, es normal que quiera leerme. Otros textos los leo para seguir pensando en algo determinado.

JFP: ¿Cómo definís lo raro?

MA: Lo raro en un texto es como las ruedas en un auto, o como el despegue del cohete. Después hay que ver cómo resiste el tiempo.

JFP: ¿Qué te llevó a experimentar con la escultura?

MA: La casualidad: viví un tiempo, en 1996, en un enorme taller industrial semiabandonado. Al mismo tiempo estaba realizando experimentos con alambre y cinta scotch. Se me ocurrió una idea mecánica que concreté finalmente con hierros y máquinas del taller.

JFP: ¿Cómo fue el proceso de composición de la música de La tiranía del ritmo?

MA: Empezó hace 28 años, con Los argentinos a la caza del cerdo mayor, una banda que tuve durante más de 10 años con un amigo, Carlos Sibilla. Éramos dos guitarras y dos voces, pasadas las cuatro por un distorsionador nacional viejo y roto, y saturado. Alguien dijo que nuestra música era post-industrial. Carlos sabía tocar la guitarra, así que alguna “armonía” tirábamos, pero casi no se notaba. La única nota que sabía (y sé) tocar en la guitarra es el MI. Y voy corriendo de trastes la misma posición de los dedos. La cuestión está mayormente enfocada en la mano derecha, que rasga las cuerdas de infinitas maneras.
Vengo tocando el “MI deslizándose” desde entonces. Hace alrededor de cinco años empecé a componer canciones de esa manera, a las que llamo La tiranía del ritmo. Recientemente edité el primer EP de La tiranía, que suma sonido nasal.

JFP: ¿Cuándo dibujás?

MA: Casi nunca. Dibujo bocetos de estructuras de madera, planos rústicos y algún queotro garabato, normalmente. Pero dibujar, lo hago poco.

JFP: ¿Qué te escandaliza de la coyuntura social?

MA: No soy de escandalizarme. Estoy al tanto, pienso y me llega la realidad social, de diferentes maneras. La gente que siempre quiere tener la razón me parece insoportable. Porque además, cuando tiene poder, impone sus razones sin importarle nada. Trato de no estar con ese tipo de personas.

JFP: ¿Qué gritarías en un acantilado para que hiciera eco?

MA: Tocaría la guitarra, una criolla.

JFP: ¿Cuáles son esos discos o esos artistas que a lo largo de los años siempre volviste a escuchar?

MA: A todas y todos. Cada tanto vuelvo a escuchar un tema, un disco, algo en vivo…

JFP: ¿Tenés buena memoria? 

MA: No sé si eso se puede medir; ¿buena o mala memoria? Los vivos tienen buena o mala memoria según su conveniencia.

JFP: ¿Qué es lo que más te gusta del verano?

MA: Las vacaciones. Es cuando me puedo ir a Mina Clavero o a San Clemente o a cualquier otro lugar. A los dos primeros los repito porque son donde mejor me siento. La ciudad agobia un poco. Mi ideal sería 9 meses en la ciudad, trabajando, 2 meses en Mina Clavero caminando por las sierras y metiéndome en los ríos, y 1 mes en San Clemente fuera de temporada, en una habitación de hotel frente al mar.

JFP: ¿Qué lugar ocupa la amistad en tu vida?

MA: Muy importante.

JFP: ¿Te considerás una persona ansiosa?

MA: Sí, sin dudas. Aunque nunca tomé ansiolíticos. Pero no puedo dejar de fumar.

JFP: ¿Qué proyectos literarios tenés?

JFP: Hoy ninguno.

13.4.20

La hora de los magos, por Jorge de la Vega




Es la hora de los magos,
todo de golpe es perfecto
y todos por fin consiguen
lo que siempre fue su sueño.


Una casa para el pobre,
el rico fama y talento,
el chico se vuelve grande,
la delgada saca pecho.


Cada terreno baldío
crece con un rascacielos,
en los platos hay manjares,
cada hueso con su perro.


Cada bruja con su escoba,
cada cura con sus rezos,
cada loco con su tema,
cada vieja con su viejo.


Manos para cada calle
y piernas para los rengos.
Y en cada rincón del mundo
se hace cierto el padre nuestro.


La redención de la carne,
resurrección de los muertos
y el perdón de los pecados
han sido todo un suceso.


Nadie mas trabaja nunca
si no lo hace como un juego,
hay regalos a patadas
y se libera a los presos.


No hay mas disturbios raciales,
baja el dólar, sube el peso,
si alguno quiere morirse
debe esperar a ser viejo.


Se acabó la guerra fría
y empezó la de los besos
y la luna, de repente,
se hizo de miel en el cielo.


Y es muy fácil comprobar
que es verdad lo que les cuento
pues quien canta esta canción
es mudo de nacimiento.


Es la hora de los magos
todo de golpe es perfecto…


Tomado de: El gusanito en persona, (Olympia, 1968)

8.4.20

El sistema Viñole/García, por Rolando Pérez





Omar Viñole, antiescritor y antifilósofo es un libro escrito por Luciano García. El texto tiene más de quinientas páginas; diecisiete de fotos y de ilustraciones; veintiuna de bibliografía en cuerpo
8 y algo más de diez años de lenta y minuciosa pesquisa por bibliotecas mundiales, públicas y privadas, librerías de viejo y colecciones de toda laya y legalidad, además del rastreo cibernético por la red, la de superficie y de profundidad. Es un trabajo monumental que sólo es posible empezarlo, continuarlo y darle fin por dos razones: por dinero o por pasión. Luciano García publicó Omar Viñole antiescritor y antifilósofo en Ediciones del Trinche, sello que fundó él mismo hace más de una década. Por lo tanto, me aventuro a descartar al poderoso caballero de Quevedo. El libro salió finalmente a la luz del público lector desde la cafetería del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires donde un puñado de escritores y amigos nos dimos cita para festejar su salud, su robusta energía y para verlo dar los primeros pasos que lo llevarán, en tiempos venideros, a establecer una marca excepcional dentro de un campo que no se caracteriza por ofrecer placeres originales de lectura. Como era esperable, no salió una sola nota en ninguno de los suplementos literarios al uso de parroquianos interesados por la cultura literaria o de cualquier otra especie, incluidas las artes performáticas, de las que Viñole fue maestro inigualado y padre fundador. Un padre no reconocido, es cierto.

Lo que vengo a ofrecer son algunas reflexiones que la lectura del libro me empujó a anotar en un cuadernito y que luego de algunas visitas y charlas con mis muertos, traté de organizar con algo de coherencia y de buena voluntad en los párrafos que siguen. Me disculpo de antemano porque no pienso usar ninguna de las herramientas tan del gusto de críticos y reseñistas, y que hacen las delicias de sus felices lectores. No voy a hablar, por lo tanto, de signo y significante, ni de estructuras fantasmáticas, ni de las diferencias (discursivas, de campo semántico, de niveles connotativos) ni, el Dios de Viñole no lo permita jamás, el no lugar de las intertextualidades. No olvido mi paso por la casa de estudios de la calle Puan, pero tampoco perdono. 

Vamos entonces por partes, por las partes. Son nueve. La última se titula “Vida y Obra”. ¡Epa!, dice el lector más avispado que es el que suele leer la tabla de contenidos antes de comprar el libro, ¿cómo es que tengo que tragarme el libro entero (y ahí revisa las páginas y nota que son más de quinientas) para llegar a la vida y la obra de este escritor o antiescritor o antifilósofo? ¿Y antes de qué se habla? ¿O de quién? Bueno, le prevengo, de un montón de cuestiones y un montón de gente. Por empezar hay cinco tipos que inauguran la lista, son Tristan Tzara, Rousseau, Nietzsche y los hermanitos Lamborghini. Ellos aportan las citas del epígrafe. Lindas citas que hablan de farsantes y bromistas, del goce del recuerdo que es también goce, del mito de la belleza y, atenti lector, de aquellas vacas que han llegado más lejos que nadie. Podríamos muy bien hablar de ellos pero no lo vamos a hacer porque es cosa de eruditos y otra gentuza de peores costumbres si cabe. 

Vamos a ser ordenados. Dijimos que íbamos a empezar por las partes. Lo primero que hay que decir es que están tituladas. La costumbre de dividir un texto en fragmentos y secciones y ponerles títulos se originó, como el lector atento sabe, hace mucho y con el objetivo explícito de poder comprender sin perder tiempo de aquello que se trata dentro de esa parte o de encontrar sin dificultades lo que uno anda buscando sobre una materia de lectura. Los títulos en que se dividen las partes del libro de Luciano García cumplen con ese objetivo pero le agregan algo más, una especie de sorpresa de la que dimana luego una mezcla de perplejidad cómica. Veamos algunos: «Cómo desprestigiar a la letras (libros de Omar Viñole)»; «“El acto panfletario” y la conquista de Buenos Aires»; «Omar Viñole póstumo (recepción y lecturas flagrantes)»; o la que es a mi juicio la más lograda, la que corresponde a la sexta parte: «Antiescritor y antifilósofo, extroducción al viñolismo (panfletos y bolazos críticos postliminares)». Dentro de las partes hay secciones menores o subpartes que también están tituladas y que, por supuesto, muchas de ellas llevan subtítulo en el mismo estilo que acabamos de notar. Pero hay más, dentro de estas pequeñas secciones hay todavía aún más pequeñas indicaciones titulares que funcionan a veces como un localizador y a veces como orientadores de lectura, de modo que la idea que se desprende del conjunto del libro y por extensión lógica, de Omar Viñole, al leer con cierto detenimiento solamente el índice, es la de un trabajo algo más complejo que una simple biografía. Mi tesis entonces va tomando forma y dice así: Omar Viñole, antiescritor y antifilósofo no es una biografía, sino una especie muy distinta de libro, una que justamente fue el centro de la cultura del libro y del conocimiento cuando los hombres de letras empezaron a introducir títulos y a separar párrafos, a colocar imágenes y todo tipo de llamadas y aclaraciones. Ese tiempo es conocido como la Edad Media y la especie de libros, las Sumas. De haber escrito Luciano en aquellos años, su libro podría haberse titulado así: Summa Vitae Omar Viñolensis. Ahora me parece que siento que usted, curioso lector, me pregunta, ¿Por qué no es una biografía si trata de la vida de un escritor? Bueno, en todo caso y para ser consecuentes con el título del libro, digamos que trata de un antiescritor. ¿No sería acaso lógico o al menos razonable pensar que, para ser consecuentes con la idea que se desprende del título, lo acertado en el caso de Viñole, fuera escribir una antibiografía? ¿Colocar al final, en el último capítulo del libro una parte que trata o dice tratar sobre la vida y la obra del biografiado, no va en contra de todas las definiciones conocidas del género? Y además, de la sola titulación que acabamos de mirar con algún detalle más arriba, ¿no se desprende que el centro de toda biografía, la narración, construida en base a operaciones de lógica y de consecuciones temporales, está trastocada al menos en el orden expuesto? Es cierto que el libro, por su extensión y por su detalle tiende o aspira a la totalidad. Pero esa totalidad, haríamos bien en sospechar usted y yo, querido lector, no es Omar Viñole. Quizá sea su sistema, como si dijéramos, el viñolismo.

Los intentos de comprender la totalidad de una vida tienen larga historia. El caso más conocido y el de más fama es el de James Boswell, que inmortalizó a un oscuro crítico del siglo
XVIII en su biografía titulada Vida de Samuel Johnson. Muchos la consideran la mejor de todos los tiempos. Por lo común, esos muchos suelen ser ingleses (y Borges, claro, en recaídas de su francofobia). El bueno de Boswell dedicó más de veinte años a anotar cada palabra que salía de la boca de su biografiado. Para ello le fue necesario no sólo conocerlo, sino hacerse amigo, compinche, secretario a veces y molesto casi siempre; un abusivo personal trainer de las fulguraciones conversacionales del Dr. Johnson. Ciertas personalidades imponen este registro. Jesús (quizá el más biografiado de la historia), Sócrates (cuya vida no es más que una larga conversación según Platón), Buda (personaje central no sólo de cientos de biografías sino de una entera literatura menor formada por cuentos que lo presentan como hombre, como maestro, como mendigo, rey, elefante o liebre). Al igual que nuestro Macedonio Fernández, son genios conversacionales cuya magia, como todas las originales, sólo reside en el soplo organizado de las palabras. Las vidas que se han obtenido de casi todos ellos ha sido un subproducto de lo que fue primero una colección de dichos y sentencias. Los evangelios, que no son algo distinto de un grupo de biografías concordadas por especialistas, fueron creados en base a un primer texto o protoevangelio conocido como Q y que consistía en frases oídas y anotas por los apóstoles y seguidores del maestro de Nazaret. La mayoría de estas figuras del recuerdo son hombres que no han dejado escritos. El caso de Borges, el libro, es curioso por varias cuestiones: lo voluminoso de la edición; la organización descarnada; la sinceridad con que se muestra el carácter mordaz y malicioso del biografiado. El caso es más o menos así. Hacia 1946 Adolfo Bioy Casares tuvo que encargarse de hacer un prólogo para la edición de la biografía de Boswell. Al año siguiente, bajo el influjo de aquel encargo, comienza a anotar todas las conversaciones y salidas de Borges. Se convierte voluntariamente en el Boswell de Georgie. Bioy muere en 1999, por lo tanto, podemos sospechar que la edición de aquel florilegio borgiano, salió sin la corrección final del autor. Es tal vez por eso que dentro de la cronología anotada de cada una de las charlas se haya dejado indicaciones desprovistas de un sentido preciso. Me refiero a esas entradas en las que sólo figura un hecho, sin sentencias del protagonista, bajo la fecha y el año: “Borges come en casa.” Recuerdo que muchos amigos escritores se sintieron ofendidos por la implicación que ese detalle, obra de un almacenero meticuloso, ofrecía de nuestro ciego más ilustre. Como los dos volúmenes de Boswell o las exhaustivas literaturas basadas en el Buda o los cientos de evangelios que la Iglesia se encargó de podar oportunamente, el libro de Bioy ofrece un ensueño de totalidad. Es lo más que se puede hacer y ya es mucho, ¿no es cierto?

Creo que nos hemos ido algo lejos de las costas viñoleanas. Volvamos. El libro que ha escrito Luciano García sobre Viñole no tiene mucho que ver con estos antecedentes famosos. No es una colección de frases, ni de discursos (aunque hay algunos muy buenos), ni un análisis de las obras (a pesar de que se detiene sobre varias y las expone con amoroso detalle), ni siquiera es una narración que devela el sentido profundo de una vida significativa de nuestro pasado cultural. Es todo eso y algo más.  Es la suma explicada de todo el universo originado a partir de un hombre que fue muchos hombres, que escribió mucho y para mucha gente, y que fue olvidado como lo seremos todos en un futuro impreciso pero certero. Porque todo está condenado a borrarse de la nuestra memoria: los hechos de algunos seres especialísimos y los lugares que le sirvieron de escenario, aquellas palabras que dijeron para otros hombres y la lengua en que esas palabras fueron dichas, todo está corroído por la nada del futuro. Por eso es que la única forma de encontrar sentido en una vida por lo demás absurda, es enterrarse voluntariamente en una tarea y hacer de ella algo luminoso y enriquecedor, algo por lo que valga la pena obedecer la rutina de las estaciones y ponernos abrigo o desvestirnos para seguir con vida, algo como un libro único, algo irrepetible, algo como este Omar Viñole, antiescritor y antifilósofo.

Toda fragmentación explicitada implica un objeto superior que la abarque y contenga, sin embargo, en este caso la totalidad no es la vida del hombre Omar Viñole, sino algo superior a él mismo, tal vez podríamos denominarlo, el sistema Viñole, como si dijéramos, el aristotelismo, o platonismo. Viñole, como antifilósofo, va más allá de su vida.

6.4.20

Encuentro con Néstor Sánchez, por Luis Thonis



El presente diálogo con Néstor Sánchez tuvo como punto de partida la publicación de su libro de relatos La condición efímera, Sudamericana, 1988. Me fue solicitado por un suplemento literario pero luego por motivos varios no llegó a publicarse. Data de febrero de 1989.
Ni Néstor Sánchez quería un reportaje convencional ni yo sabía cómo hacerlo. Ambos estábamos de acuerdo en que es un arte donde no debe evitarse el conflicto, que éste era preferible a la fusión adormecedora. La convención fue monástica: si uno podía escuchar mínimamente a otro, habría leña para el fuego. Este encuentro surgió de abdicar de la formalidad maniatada, sin abandonar por eso el orden retórico de los tópicos, para que un diálogo tenga lugar.
Cabe al lector adaptar las coordenadas temporales, el registro de las señas del mapa cultural del momento, inferir si estas voces que a veces intercambian sus lugares, permiten que pase algo de la obra diversa de alguien que desde su primera línea trazó –encontró– una frontera, un límite desde el cual atravesar esa “maldición escolar” a la que refiere: guardiana de mil caras de un malestar vencido una y otra vez en su escrito que se transforma en sinónimo y causa de un malentendido acérrimo para la “voluntad de consenso”.
L. T.

Luis Thonis: Néstor Sánchez, tengo cierta hipótesis sobre su escritura. Pienso que hay una velocidad en sus frases donde reside la dificultad, el desafío de leerlo. No es que vaya rápido, en el sentido de correr. Es más bien lo contrario: la velocidad es la interrupción de un circuito, donde todo circula dócilmente. Ante todo, el de la lengua. Si el lector no capta el ritmo, el no reconocer los códigos habituales, puede dejar de leer. Habría que empezar por la música. En Siberia blues está el jazz, y el tango. Son, por decirlo así, ataques diferentes.
Néstor Sánchez: En Siberia blues  trato de la memoria del cuerpo en relación a las mitologías populares: el jazz, el tango, la poesía, el baile, el turf. Las extiendo sobre una mesa de disección, como juegos de lenguaje. En mi último libro, La condición efímera, en el relato “Adagio para Viola de Amore” menciono a Telemann. En Siberia blues hay una celebración y un homenaje al jazz en tanto improvisación profunda sobre un tema dado. Estas mitologías han sido condenadas a la ley de la entropía. Por eso en “Adagio” hablo de la historia invertida de una creencia.

L.T.: En la revista Innombrable en el 86 se publicó un ensayo de Liliana Guaragno que indagaba el motivo –más que el tema– del doble en su literatura. Lo vincula con la música, dice que cada vez que hay un cuarteto se produce la irrupción de un quinteto.
N.S.: Eso está muy bien. Pero no tuve ninguna intencionalidad. Si hay dobles en los Orsinis tienen que ver con la recurrencia.
L.T.: Por ejemplo, Heriberto Orsini encuentra, o recurre ¿en Donald Gleason?
N.S.: Sí, hay líneas de vida. Un intelectual tiene un espejo en otro, un gánster en otro gánster, un músico en un músico…
L.T.: Pero se cruzan: Heriberto es un intelectual y un gánster. Hay que estar muy atento y seguir en qué líneas deriva la ruptura de la identidad.
N.S.: Hay líneas indefectibles, definidas, del orden. Pero están las que responden a la fatalidad. En las líneas definidas es lo mismo ser cajero que albañil, o corredor. Son las otras las que aluden al drama de la individualidad.
L.T.: La fatalidad suena un poco al azar en las experiencias no definidas…
N.S.: Son líneas que responden a lo clandestino.
L.T.: En su caso, Néstor Sánchez, lo clandestino es algo fiel a sí mismo porque hay una estética. Pero puede ser el oficio más unilateral cuando se trata de determinar la marginalidad cultural, no hablo de la social. Hay cierto, mucha vanguardia que declama estar “fuera” cuando es notorio que está perfectamente ubicada como el cortesano en el ala del palacio. Recuerda la paradoja del barbero que no puede afeitarse a sí mismo. Abundan los “anti”, tanto que “cultura oficial” ha llegado a ser una expresión sin significado… con la chata jerga que cultivan no pueden estar en contra de nada… de la literatura tal vez sí.
N.S.: La antiliteratura es eterna. Por eso mi libro se llama La condición efímera. A diferencia de otros libros míos se escribe en torno a disyuntivas éticas.
L.T.: Yo voy a hacer un poco de historia, entrar en el terreno más prohibido de una franja de vanguardia. Aclarando primero que en sus años de ausencia en el país –de 1969 al 86– se aseguraba que estaba muerto. Alguna vez en una de esas reuniones de escritores para romper el conmovedor aburrimiento –todos, qué maravilla, estaban de acuerdo en todo lo que mencioné: casi todos dieron vuelta la cara, buscaban un apuntador ausente para preguntar quién es ese Sánchez, tal vez el padre de una precoz narradora. Bueno, yo también soy un malo por excelencia en esta vieja película, siempre la misma. Sigo con la historia. Su nombre a partir de los Orsinis pudo sonar junto a otros escritores latinoamericanos de lo que se llamó el “boom”.
Algunos publicaban en Seix Barral, estaban los elogios de Cortázar, dijo que Cómico de la lengua era un milagro, incluso que usted había ido más lejos que todos ellos. Una palabra de peso, generosa y cierta. Pero usted da un giro: se dedica al estudio del sánscrito. En más de diez años lo único que llegó fue el reportaje de Héctor Bianchotti en la Quinzaine Littéraire, que publicamos después en Innombrable. Creíamos que estaba muerto: lo hicimos como homenaje. Me disculpo por eso… quiero señalar qué clase de clandestinidad se trata en su excepcional caso. Yo hablaría más bien de un anonimato que sucedió al amontonamiento publicitario del “boom”.
N.S.: No entiendo cómo pudieron meterme con los escritores del “boom” en las antologías. A mí Vargas Llosa me parece peor que Pérez Galdós. Dije entonces que los escritores del compromiso eran los más irresponsables.
L.T.: Ese tipo de opiniones fue otra contribución a la omisión total. Se puede o no compartirla, pero basta leer especialmente Cómico de la lengua para comprobar que se trata de otra estética, inimaginable entonces, de otra respiración de la lengua.
N.S.: Estos escritores para mí representaban el momento más bajo de una lengua por su falta de relación con la poesía. Julio pensaba lo mismo. Lea lo que escribió en La vuelta al día en ochenta mundos. Y por otra parte, que yo piense así ¿es algo tan grave?
L.T.: En esa época para el medio, sí. Y hoy también. Hubo alguien que se llamó Taine. Hoy está refutado, no lo mencionan por desconocimiento o vergüenza, pero reaparece siempre, hasta posmodernizado. Para él el medio lo explica todo y el sujeto refleja su ambiente. Un paso más y nos hallamos ante el positivismo descarnado: la supervivencia de la lucha por la vida donde triunfa el más apto, es decir, el que mejor se adapta, el que mejor hace deberes para el “eterno” dictum de turno. Por otra parte, usted no hace concesiones: parece que en esta época no se salva literariamente nadie.
N.S.: Rescato las primeras cincuenta páginas de Cien años de soledad. Ahí cuando se señala con el dedo hay cierto efecto de Génesis. Pero no hay llegada del lenguaje, quiero decir, a Márquez le falta una sensibilidad refinada para dar con el ritmo que esto exige. Se queda flotando, se ahoga, abandona la “soledad”, nos condena a otro siglo de novelas por encargo, entramos en la demagogia, la sensiblería, el fascismo…
L.T.: Sánchez… ese último epíteto es de tono muy subido. Suena a invectiva y hoy carecemos de un arte de la injuria. Va a ganarse nuevos enemigos, esto está bien, pero no van a decir nada, sólo añadir un San Benito más a los otros, tantos que pesan sobre su obra.
N.S.: No es un insulto. Lo que ocurre es que hay fascistas tímidos. Devotos de arquetipos. El que sepa leerme entenderá qué estoy diciendo.
L.T.: A mí la palabra fascismo no me escandaliza. Pero me parece vago aplicarla a la literatura, incluso a la que se detesta. Pasolini decía que bajo diversas expresiones el fascismo era la religión de nuestro tiempo. Pienso que quien sepa leerlo interpretará –algo muy distinto a comprender– que hay cierto “fascismo” en el mercado. En el sentido que se está perdiendo, extinguiendo una forma específica de novela argentina que es posible leer en Arlt, en Cortázar, hasta en el mismo Viñas, además de lo hecho por las vanguardias del 70. Está siendo aplastada por las burbujas estereotipadas, enchapadas en el policial norteamericano y el cine correlativo: leemos pésimas traducciones en un tipo de novela que ha perdido el diálogo, el temblor del estilo, el conflicto, y en ese aspecto podría considerarse letal al ejercicio.
N.S.: En el fascismo la bestia en el poder es peor que un anarquista. Ya se sabe qué queda después de un anarquista… un poco de tierra para cultivar. Después de un fascista, en cambio, queda su cuenta de banco, la que decía no tener. No digo que sean “ogros”, eso es “filosofía”, mala literatura, lo son por sus buenas intenciones. Cuando éstas entran en conexión con una política cultural las consecuencias son aberrantes. Si esa palabra molesta, recordaré que más de una vez afirmé que la Argentina sufría una maldición escolar, esa gente refuerza eso…
L.T.: Quieren reeducar absolutamente todo sin…
N.S.: Quieren ganar plata como sea, nada más.
L.T.: En Cortázar yo admiro la primera parte de su obra. Pero están sus llamadas veleidades. Él cayó en una de esas redes donde la necesidad de coherencia política puede llegar hasta diluir la ética.
N.S.: Julio fue leal, siempre. Tenía mucho miedo a la muerte y eso lo llevó a asumir la política como un adolescente.
L.T.: Usted le reclama a la novela una relación con la poesía ¿Tuvo en su obra en cuenta a algún poeta argentino?
N.S.: A Francisco Madariaga. En Siberia blues le hago un pequeño homenaje.
L.T.: En su cuento “Ley de tres” hay un hombre entre dos mujeres. Al leerlo pensé que se puede estar –iba a decir “tener”– con una, ninguna o mil, pero estar así entre dos, bueno, es el principio del fin de la aventura…
N.S.: Depende de la inteligencia de las mujeres. La mujer no inteligente es la mujer madre. En “Ley de tres” lo que podría suceder queda en suspenso. Concedo que el dos es un número muy burdo. El tres en cambio es un número sagrado… la Santísima trinidad. Yo tengo la preocupación que la tecnología en avance va a tirar por tierra lo que queda de las religiones. Hablo de las computadoras, de los bancos de datos que están en Rusia y en los Estados Unidos. El marxismo siempre fue una teoría económica.
L.T.: Se postuló como filosofía dividida, creo, entre materialismo histórico y dialéctico. Habrá que pensar por qué derivó en una religión a veces alucinante, por ejemplo, Marx redujo al pueblo judío a una clase histórica, el pueblo-clase lo llamaba, o sea era sólo una categoría económica…
N.S.: Pero qué bueno es eso de Marx…
L.T.: Fue una reducción pero no hay nada en sus escritos –¿cómo escribe, no? – que justifique lo que el estalinismo llevó a cabo, me refiero a las masacres. Habría que indagar –aunque interese poco ya que no es temático, es un tópico, un lugar de discusión– si en los nudos de las vanguardias no prosiguen las llamadas guerras de religión aunque por otros medios. Piense en el lugar que la Trinidad tiene en la obra de Joyce, o cómo Kafka toma la ley del Antiguo Testamento, en el sentido literal de “edicto”… en cuanto a la cuestión judía…
N.S.: Nosotros los argentinos también somos judíos. Y los peruanos, los uruguayos, todos nosotros estamos listos. Somos un eco de lo que la física llama el quark. El testigo obligado del fenómeno.
L.T.: Quarks es un término que Gell Mann tomó de Finnegans Wake para denominar, no sin humor joyceano, a unas partículas que acaecen en millonésimas fracciones de segundo. En Joyce, quark, es un personaje no visto ni oído por nadie. Yo me acuerdo de otra palabra: “quaks”, uno de sus sentidos es “embaucadores”. Si testigo significa etimológicamente “mártir”: ¿no habrá martirios embaucadores? No creo que la satelización del mundo sea algo terrible, apocalíptico. La prueba de fuego es cómo las culturas van a evitar ser americanizadas totalmente, o caso de la Unión Soviética, rusificadas, como Polonia. Pero a su vez no caer en “fascismos”. Porque ante la a veces brutal modernización en ascenso recrudecen los fundamentalismos, intentos desesperados de recuperar una identidad perdida. En ellos la palabra suele coincidir con el código: sentencia a muerte a todo lo diferente.
N.S.: ¿Y China? A mí me interesa todo lo chino, incluso Mao. No deje afuera a los chinos que son muchos y enormemente correctos.
L.T.: En su literatura hay más de un toque de arte clásico chino. También está, creo, lo hindú. En su antológico –para mí– relato “Diario en Manhattan” de La condición efímera el narrador toma verbalmente la isla desde una posición “zen”, como si la escritura pulsara el temple del arco en esa ciudad eco, doble, “sostén” de Nueva York. Imperceptiblemente se oye la impostura sexual que trabaja la vida americana, la ausencia de estilo en primer término, es decir, la brutalidad, la liberación del boy-scout, la militancia homosexual, la voz del matriarcado, la segregación, los mass media que “llegan a producir el deber instantáneo de aullar”, todo el furor egoísta que no es incompatible con la tenacidad comunitaria, según escribe. Y se nota que no tiene nada en contra: atraviesa la isla desde lo singular…
N.S.: Sí, es el mito de la Isla contra mis propios mitos. El primero de ellos es el de la condición lumpen: ”Y si un imbécil se ríe es porque es el Tao”.
L.T.: Se detiene en las fruterías, abiertas día y noche. ¿Lo asombra que estén en manos de chinos?
N.S.: Los chinos conforman una isla en medio de la Isla. Un descanso de la usura, de los sacerdotes gigantes que rezan al dios Dólar, los altoparlantes. Los chinos son “reductos a contraimagen”, cito, el narrador aprende de ellos.
L.T.: Y transmite… se ocupa en detalle de los movimientos del cuerpo, a derecha, izquierda, descriptos con minuciosidad, son como acordes, una música que va separándose de cuanto acontece, sin influir ese continuo plebiscito.
N.S.: Son ritos, oraciones, contra la mecanicidad del cuerpo. Propongo ahí la conducta como oración cotidiana, es una disyuntiva ética. Eso es lo lumpen: sé que esta palabra suena peyorativa, pero para mí es santa.
L.T.: Muchos escritores “antiimperialistas” caen de rodillas cuando pisan yanquilandia. Algunos hasta predican desde allá, a buen resguardo, la revolución. Otros transcriben la última película que llegó acá. Sarmiento en su Viaje descubrió algo que sería decisivo en su obra: que ser pobre allá no era un mérito. Usted habla del “lumpen”, alguien que no se explica para nada por la necesidad, tiene, en todo caso mucho más que ver con la libertad que esas figuras macizas, que parecen salidas de un pandemónium conductista. Creo que pocos escritores actuales norteamericanos hayan ido más lejos que usted en eso, salvo Thomas Pynchon, quien establece nuevas conexiones entre el dinero, la mierda y la Bomba. Es otro ilegible, en el “Diario…”, por otra parte la cosa no tiene que ver con ideas, sino con ciertos circuitos, esos relámpagos interrumpidos de sus frases…
N.S.: A mí me interesó por un tiempo la literatura beatnik. Ginsberg escribió “Kaddish”, una oración fúnebre judía, que es uno de los mejores poemas en lengua inglesa.
L.T.: En otro relato de La condición efímera, “Las grandes maniobras”, la mujer dice que la desdicha es “un viejo asunto calumniante”…
N.S.: Eso no es distinto de algo que afirmó Nietzsche: que sólo quienes atraviesan un gran dolor tienen la posibilidad de la risa. Una escritura sin humor no tiene posibilidad, pero sin sufrimiento, cómo inventar el humor. Ahora dígame, usted, Luis Thonis, ¿cuántos universos hay?
L.T.: No sé. Giordano Bruno habló de infinitos mundos, lo quemó un tribunal véneto. Sé que la teoría del Big Bang trata de un estallido que sucedió… ¿hace 18.000 millones de años, no? Una detonación irreconstruible para la conciencia. Casi como el pecado original, tal vez más tenue…
N.S.: Eso suena antropomórfico.
L.T.: Dije el pecado original. No hay que confundirlo con otra clase de actos…
N.S.: Explíquese.
L.T.: En el pecado original Adán imita a Dios bajo dictado femenino. Ahí está la falta, irrepetible. Los que imitan a Adán, hablan del nuevo Hombre, etcétera, son adamitas. Jesús dijo que el hombre justo peca por lo menos siete veces por día, imagínese uno… por eso hay teólogos que hablan de la libertad de pecar; San Agustín dice que no hay que tener miedo de equivocarse, la lujuria para él no es algo tan grave como puede serlo la soberbia con la fanfarronería de los dioses cotidianos…
N.S.: No cambie de tema ni se alegre demasiado. El drama del Big Bang es que tiende a la entropía. Y la entropía significa el fin de las religiones, por ingenuas.
L.T.: Pero para que eso ocurra tienen que pasar miles de millones de trillones de años. Y, entonces, seremos ¿inocentes?, ¿otra vez?, ¿no habrá antes otra detonación, en otro agujero, esta vez, blanco?
N.S.: El hombre del futuro va a ser menos ingenuo. Se va a establecer el fin de todas las religiones, por geocéntricas. Ha de haber miles de millones de sistemas solares…
L.T.: Pienso que las religiones son diferentes y por eso no pueden terminar de la misma manera, como por decreto. También está la ética, ahí tampoco puede haber demasiado “progreso”.
Por ejemplo, quienes hoy éticamente se pronuncian contra la condena a muerte de un escritor dictada por el imán chiita aún si son ateos adhieren implícitamente a posturas éticas que se fundan en los mandamientos.
N.S.: A veces no queda sino atarse a una roca. Como decía Eliot: en una playa distante y a riesgo, agrego, que la roca se tome revancha.
L.T.: Otro relato de La condición efímera se llama “Job”. El Job bíblico vive más de ciento cincuenta años, el suyo está en el trigésimo año de su existencia.
N.S.: Desenvuelve un poema de Dylan Thomas, “En memoria de Anne Jones”, que fue su ama de leche.
L.T.: Pienso que en Job hay un reproche hacia el lenguaje. El purismo invertido se manifiesta cuando pregunta cómo de mujer puede nacer algo puro. En el fondo quiere ser inmortal, usted retoma eso, o es su arte el que me hace atribuírselo.
N.S.: Es que el hombre debería poder vivir trescientos mil años, sin escoria.
L.T.: Admiro su apego a la vida. Sé que lo que dice no es potencialmente imposible. Sé que morimos de desinformación: el ADN, que parece es imperecedero, no puede, como sistema recibir el mensaje de las células para que se regeneren, dividiéndose. O sea que se ha descubierto algo inmortal. Pero hasta ahora sólo se ha conseguido doblar, creo, la vida de ratones.
N.S.: Lo que dice es extraordinario. Los ratones, además, son los lúmpenes por excelencia.
L.T.: En todo caso le digo que la cifra hiperbólica que propone postula la inmortalidad de contrabando.
N.S.: Nada de eso. Yo ayer salí del vientre de mi madre. Esa cantidad de años es poca considerada en términos científicos.
L.T.: Usted, para recordar lo dicho por Cortázar, encuentra caminos nuevos, casi desconocidos en literatura. A propósito de eso me acuerdo de una frase casi proverbial, que quien se asoma a lo desconocido no puede ignorar. A ver qué le parece: “Los tontos toman los caminos que suelen evitar los ángeles”.
N.S.: ¡Qué hermosa es! Si me dice quién la escribió la pongo de epígrafe en mi próximo libro.
L.T.: La cita es de Burke, en sus Reflexiones sobre la revolución en Francia, no me acuerdo de quién es, seguro no es jacobina. La vanidad es otro tema importante en su obra, su último libro se abre con una cita del Eclesiastés. ¿Qué le sugiere lo que dice un arrogante personaje de Jane Austen: “But vanity, not love, has been my folly?”
N.S.: Que suena bien, pero que no es así. La vanidad engendra vanidad, nada más. Y el amor locura. En toda experiencia amorosa profunda –y no sólo con mujeres– el organismo comienza a producir anfetaminas. El amor vuelve loco y si no es loco se vuelve loco. La monogamia es un criterio ético ante eso. El odio es inconcebible. Se necesita una enorme pobreza para odiar.
L.T.: No creo que se necesite mucho para eso. Una enorme pobreza ya habla de amor si recuerdo a Ignacio de Loyola. Hoy, además, no hay tiempo para odios personales, lo más abominado suscita tan sólo una etiqueta, o una bomba. Es una época de odio programado donde el otro no llega a tener un rostro. ¿Y los celos, están a medio camino? Me acuerdo de un personaje de Calderón que dice que ella no es sino “toda celos” y que Proust escribe cómo los celos suelen ser mucho más intensos que el amor.
N.S.: También está quien tiene celos de quien está celoso porque no siente siquiera eso… el odio programado es el más destructivo. Yo escribí el “amhor”, con h, porque sé que es imposible. Si querés algo mal te embrutecés. En La condición efímera digo que estamos realmente solos en medio de lo que amamos.
L.T.: Y con un uso de la imagen que cambia constantemente de plano y me ha hecho pensar en el cine mudo.
N.S.: La imagen, así, no miente. La palabra, en cambio, sí. La imagen nos condena a ser lo que somos.
L.T.: Hoy la imagen predomina sobre la palabra. Creo que ya no necesita mentir. Funciona a fuerza de electro-shocks. Pienso que en su escritura la condena se levanta cuando hay un encuentro en esas imágenes de cine mudo y su palabra, esto tiene que ver con los planos, con un arte de escuchar musicalmente el pasado desde otro tiempo irreductible de lectura. Además, esto es lo único que hoy permite subvertir el poder aplastante de unas imágenes que no quisieran interrupción alguna: dividiéndolas, he ahí el efecto mudo, que desconcierta el relato lineal, he ahí la línea auditiva, múltiple, son movimientos que lo dejan a uno sin reflejo donde protegerse, reproducirse. Ahí es donde comienza la lectura.
N.S.: Mi próximo libro trata de todo eso. Se llamará Redención por la delicadeza. Y ahora para terminar quiero me permita un pequeño exabrupto: ya que el amor es imposible –digo–, ¿por qué no cerrar las puertas con cuidado?
L.T.: Hay en esa frase un cierto tono… ¿profético?
N.S.: Espero que no. Los profetas eran enfermos graves. Es cierto que mucho más sanos que los que hoy quieren salvarnos.

Publicado en la revista Pierre Menard n° 1, año 1992.