Cambian como el sonido de una
época, como la línea fina entre el plástico y el vidrio, como las costumbres,
el papel fotográfico, la música o las drogas. Podría dar vueltas por la casa
escuchándolos todo el día, dejándome llevar. Como una imagen arrastrándose por
las calles. Kilos y kilos de narrativa barata lo ignoran pero yo lo sé.
Sentimiento y falta de sentido práctico, ahí está todo. Sí, la queja es vulgar.
Y la mente madura o se pudre. ¿Y si se pudre? Entonces estamos perdidos. Nuestros
actuales políticos parecen funcionarios de otras naciones, como virreyes anacrónicos
que trabajan para monarquías ilustradas. ¿Y? No hay política, hay políticos.
Entonces, ¿voy a poder, sin alcohol, aislarme para pensar en papeles
manuscritos y hojas mecanografiadas? Sentimientos no perecederos, cosas buenas,
busco eso. Porque no hay adultos; hay, sí, una Compañía General de Grandes
Clichés (la imagen es de Simon Leys), donde ciertas personas hunden sus patas
hasta las rodillas. Leo para darme cuenta que estoy solo. Yo quería comparar
eso para entender que entre los libros y las personas hay relaciones. Tienen en
común las palabras y el tiempo encapsulado. Porque la madurez se termina
midiendo por parámetros de mercado. Por ejemplo, Frank Zappa, su música es
medio descerebrada y transmite una vibración nerviosa. Puede ser inflamable en algún
punto. Mi madre no la entendería. Estoy hablando de los ruidos. Ansiedad,
ataques de indiferencia, fobia, irritación, trastorno obsesivo, ira, furia,
rabia, estrés, sueño, fatiga. Leí todas esas palabras en un folleto que me
dieron en un hospital. Porque todo me llama la atención cuando me concentro.
Pero perdí la concentración. El interés por la vida carece de base. ¿Quién fue
que dijo eso? Como darse cuenta del abuso del adjetivo «nuevo» en las revistas:
nuevos salvajes, neo-figuración, nueva pintura, new wawe, nouvelle vague. O
como entender que toda persona es ilusionista o comediante. Incluso, si
dejáramos salir al boceto interior, seguiría siendo solo una apariencia. Por
ejemplo, A, que habla sin decir nada. B lo escucha (su ruidosa nada) y C lo
repite (la fotocopia de esa nada). Decir que esto es obvio no pretende
minimizar su complejidad. Te invito, lector, a que expliques la diferencia
entre «por lo tanto» y «por consiguiente». Porque el lenguaje es un aspecto de
la conducta. Si pudiera vivir, no escribiría. Siempre sentí que la literatura
era todo. Ahora lo vivo como una tragedia. Nada es todo. Debería haber puesto
más interés en otra cosa. Formar una comunidad de animales, por ejemplo. Se
llamaría La asamblea de los sabios. ¿Quién
fue que dijo: «Los animales se parecen tanto a las personas que a veces es
imposible distinguirlos»? En lo que refiere a los asuntos humanos –escribió alguien–,
no reír, no llorar, no indignarse, sino entender. Estoy tratando de entender.
Pero todavía no entiendo. Supongo que hay nebulosos y flatulentos poetas,
faltos de vida, indolentes, detrás de esta idea. Y está ahí, como un pedazo de
cielo, la locura de atender a cada pensamiento como si fuera real. Ahí están
los ruidos. Los míos. Son muchos y no los entiendo. ¿Qué quieren de mí? No sé,
pero creo que no me quieren a mí. Hay un proverbio que dice: «Encontramos al
enemigo, éramos nosotros mismos». Son estos pies planos sobre un mundo
resbaladizo. Es la lluvia vista desde un balcón. Alejandro me dijo sobre Luis: «Era
un gran lector. Si hubiese tenido que trabajar, habría sido un gran escritor». ¿Qué dirá de mí Alejandro cuando no estoy? ¿Qué decía Luis, sobre mí, ahora que
no puedo preguntárselo? Sepulté hace años la ambición ingenua de iniciarme en
que las cosas no me aturdan. La sensación de no pertenecer, de confiar, de
agradecer o de hacer, ¿es real o es irreal? Mucha nada y tanto para decir. Todo
esto es confesamente autobiográfico. Como el stencil en la esquina de Gral.
Juan Lavalle que dice: «Al patriarcado hagámoslo concha». Mi chamán me mandó un
mensaje. Las cosas no se aclaran. Estoy cansado. Todo lo hago sin saber por
qué. Quizás no pueda tomar control sobre mi comportamiento ni ser dueño de mi vida
porque no puedo dar un paso atrás de lo que siento y mirarlo con neutralidad.
Todo pasa. Esa es su irrealidad. El viento lo sabía. Yo estaba acelerado. El
reloj se detuvo a las 12:45. ¿Por qué? Si fuera sabio de verdad viviría siempre
feliz. Yo quería prestarle atención a eso. Nadie está mal mucho tiempo más que
por su propia voluntad. ¿Quién fue que dijo: «Podemos afirmarnos en calidad de
fruta, maduramos»? Cada minuto es un minuto menos. Imagino
un amor para nada complicado con la propia vida. Como los propios dientes.
Recuerdo los pañuelos de tela que mi padre lavaba a mano y dejaba secar, pegándolos
en los azulejos del baño. Recuerdo el vaso en el que diluía una aspirina con azúcar
y lo tomaba de un trago. Escuché cómo hablaba, estudié sus gestos, leí algunos
de sus libros. La manera que tenía de caminar y de reír. Sus cigarrillos. Su
manera de roncar y de enojarse.
12.6.17
Los días, por Serge Delaive
La importancia de un río
La
ciudad donde vivo suelta un grito
continuo
inaudible
salvo
para los oídos
de
los que acumulan años
en
las calles apretadas
entre
las colinas y los callejones
Ese
grito horrible a veces taladra
el
fondo de la costumbre de los cráneos
antes
de apagarse poco a poco
y
después sumergirse en la corriente
del
Mosa que se lo lleva
en
sus aguas barrosas
deyecciones
de cloacas mezcladas
con
cadáveres de ahogados
El
grito se aleja por las grandes aguas
y
le da un respiro a los habitantes
mientras
el río arrastra su lenta materia
a
través de las llanuras hacia el mar
donde
el aullido se diluye entre bancos de arena
en
la estela de los tankers y de los petroleros
que
alcanza antes de explotar otra vez
en
los oídos de los marinos por mucho tiempo.
Ella en la cama
Ella
dice
agarráme
al revés
arrodillate
rezá
tu oración
Ella
dice
algunas
a algunas o
pero
ninguna i
la
vocal roja
Ella
dice
vos
te agitás
desbordás
de fervor
dios
mío sin embargo
espera
lentitudes.
El dolorcito o la intranquilidad
Cada
mañana estos últimos días
me
levanto ahogado por un nudo
que
se endurece en el centro de mi vientre
y
se extiende hasta el cerebro
al
punto de obstruir el pensamiento
de
reducirlo a la obsesión
por
la muerte y sus atavíos
en
una serie continua de olas intranquilas
cuyas
crestas furiosas
vienen
a lamer mis espirales mágicos
parecidas
a esa cabellera de océano
que
llaman salpicaduras.
Tren nocturno
En
un andén
mi
padre agita la mano
Visto
en picado
esboza
una sonrisa
Se
entiende
que
la foto fue sacada
desde
la ventana de guillotina
de
un tren a punto de salir
(hacia
dónde, no se sabe)
Ahora
es mamá
la
que se ve en la ventana
Sonríe
en contrapicado
y
hace un tímido gesto de adiós
Mis
fotos preferidas
pese
al blanco y negro demasiado gris
Porque
todo es gris
salvo
las sonrisas
y
lo que se lee en las miradas
de
mi madre de mi padre
y
no envejece
La camiseta
En
Buenos Aires
Compré
una camiseta albiceleste
De
la selección argentina
Sin
dudas la mejor del mundo
Iba
muy orgulloso con mi prenda
Por
las plazas y las avenidas
Entre
los rubios el más argentino
O
quizá era al revés
(Los
últimos nazis en el exilio
Ostentan
melenas plateadas)
Y
en todos los lugares lindos
Paraba
a cualquiera
Pidiéndole
que me sacara una foto
Con
mi vieja Nikon reflex
De
cuerpo entero y sonrisa beatífica
Solo
hay que apretar el botón.
Traducción:
Mariano Fiszman
Serge
Delaive vive en Lieja, Bélgica, donde nació en 1965. Publicó libros de poemas,
novelas y ensayos. Estos poemas son de Les
jours (2006) y Art farouche
(2011), editados por De La Differénce, París.
Más
info: www.sergedelaive.net