26.3.17

Mal a bar, por Mauro Césari

(Sobre La pasión del Varela, de Manuel Alemian; La Carretilla Roja 2017)


1/

Embridado entre signos Manuel Alemian come puré ante la Esfinge.

Al costado de su mano, -el primate monista del ojo/ bamboleado en un domo prismático- flota en el temblor de un halo marronáceo un nuevo libro: La pasión del Varela.

Viñetas, grafismos situacionales de humor autista, líneas in-tensivas sobre un grumo liso de gelatina.

Uno en particular, me llama a la tensión: precisamente, la secuencia “casi” (que sucede en el libro a un dibujo titulado: “Stress”). Son 5 movimientos.

1: Se balancea

2: Cuelga de los pies

3: Se sienta en la barra

4: Se hamaca cual acróbata

5: pero cae.

El acróbata es un punto casi, sobre la barra fabrica el mal a bar, con una gracia en la tensión que recuerda los poemas tipográficos animados de Ana María Uribe, o la fábula tecleante del acróbata y la pulga.

1: Se balancea

2: Cuelga de los pies

3: Se sienta en la barra

4: pide un café

5: Pero cae.


2 /

Es un ácaro casi transparente, microscópico, va cruzando la página en bisectriz. Deja un murmurio en el polvo, huellas de simulácaro crecen a su paso.

“La duración -la más simple- es el paso de un corte a otro. El paso de un estado a otro no es un estado. La duración es el paso vivído de un estado a otro, irreductible”. Lo que pasa entre dos cortes, envuelve la afección. El afecto de paso. Ni ahí, ni acá, en el vaho de lo que se hace pasar. Así, transvasado de eco va afectado nuestro ácaro.

Va tarareando:

“Cómo estraga el amor los cuerpos, amiguito! Qué de dibujos traza la huella mientras se aleja, en el humo de lo audible su canción que canto, el manto sacro de un ácaro mecánico:

… Dame guerra, Señor. Prepárame.
Soy el soldado nadie, fijo en su móvil

perdido en la espesura
y perdiendo el espesor …

20.3.17

La locura de existir, por Mirta Nicolás


Sobre Un erudito en problemas, de Ruy Krygier (Mansalva, 2016)


En una entrevista reciente, César Aira dijo: “Para el gran público, la novela comercial sigue siendo la vieja novela decimonónica. Luego hay esa pequeña minoría de los que queremos innovar, y una pequeñísima minoría de lectores a los que les puede atraer eso.” En este sentido, Un erudito en problemas, de Ruy Kryger (Mansalva, 2016) propone algo nuevo. Como otrora Faulkner en el distrito de Yoknapatawpha, Krygier despliega en Wepeyenso City un imaginario excéntrico y cosmopolita. Escrita en el lenguaje distanciado de las traducciones, una ciudad o la alegoría de una ciudad que nos recuerda que vivimos en una sociedad postcapitalista, apocalíptica y pornográfica. Los desadvertidos que busquen alguna forma del realismo convencional en su novela van a encontrar, no obstante, retazos de storybord, policial negro, novela de aventuras, folletín, bricollage, cine trash y la velocidad en ascenso de una historieta a la que no le falta la fuerza erótica de Milo Manara. Barroca, hilvanada a través de relatos sueltos que arman una trama donde conviven el exotismo, la extrañificación, el delirio futurista y extranjerizante, la exageración, las muertes, las drogas, el imaginario del desastre, el rarismo y el humor negro. Su trama hiperbólica, escurridiza y cambiante da cuenta de una época actual, aunque no haya fechas que precisen un calendario. ¿Cuáles son los problemas en los que el protagonista, Arturo Crush, es experto o se especializa? ¿Las drogas, el dinero, los contactos, el know how de un ambiente? Hay mucha burla al mundo del arte: “Me deprime la gente sin talento. (…) ¡Los artistas! No me gustan cómo hablan, cómo son, los mataría si no fuese porque vivo de ellos.” A la vez, el libro de Krygier enarbola una reflexión sobre la experiencia de las drogas, que para algunos puede resultar inenarrable: “Necesitaba rayar una piedra como si fuera su cerebro hasta el amanecer junto a un vaso de whisky del tamaño de un balde.” Hay en este libro una hilaridad premeditada en el montaje de las escenas y en los diálogos, así como una mirada irónica para mostrar el mundo de los emporios económicos, con la intensidad de una caricatura: “Dinero, dinero, siempre fue lo único que te interesó. Sos como un yonky de la guita”, le dice Arturo Crush a Erica. El dinero como símbolo de libertad o como su contracara nefasta sobrevuela el libro como el fantasma del comunismo en el manifiesto de Marx y Engels. Pero lo raro y lo excéntrico no son lo central del estilo de Krygier sino la manera impredecible en la que se hilvana la trama, sus largos títulos. Sinuosos, raros, sus personajes parecen salidos de un cómic. “Droga. Escalofríos. Chuchos. Nervios. Fajos. Cheques. Transas. (…) Diseño. Arquitectura. Vómitos. Autos. Caviar.” La enumeración refleja, en parte, el tono del libro. La novela de Ruy Kryger está mal escrita, en el sentido en que Roberto Arlt, en el prólogo de Los lanzallamas, concibe su propia “mala” escritura: “se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de su familia.” Un erudito en problemas confirma la intuición que propone que para escribir algo novedoso no se necesita reproducir o imitar modelos previos, es uno de los casos en los que la originalidad es un mérito que sale de lo raro y lo poco predecible.

11.3.17

Profetas del cauce, por Adrián Minzi




Manifiesto

Convidá un cigarrito más y te cuento una historia
escondida como paquete de radicheta mal estacionado.
Emisiones futuristas surgirán del vegetal
mutando desde tu tercer ojo hasta el melocotón del coccis.
¿Sos suficiente guacho para tatuarte la verdad?

Tengo todavía sangre coagulada del profeta.
Esa noche cortaron la luz
y quedó un sólo reflejo: su cara.

Decía
mientras la voz fluía entre gotas de Suter.
Una moneda púa eran sus dedos,
cubiertos de chorros rojos,
impregnando las cuerdas criollas
(cuando unión y libertad
desaparecían).

Su vista blanca estrábica en un punto fijo
esperaba a un nuevo sol,
por encima de peleas orgiásticas
en cuartos contiguos, 
sin distorsiones 
ni sirenas vecinas que lo opacaran.

Decía,
poseído por algún Cachirú riojano
con nuestro Calisto revolcándose en el suelo
sucio, baile que sembraba serias dudas
¿poses de alabanza, o más bien
desequilibrio ebrio? 

Decía:
“¡Arrendemos al Etano todopoderoso a pasear un rato fuera de la realidad
aburrida, no
creativa y poco original!”

Decía:
“La puta madre si existe alguien capaz de hacer lo que hicieron”
Decía:
“Este es mi tributo a los dioses del Punk”
y mientras tanto, parecía en altamar
arriba de una carabela pirata
batalla contra las olas de la racionalidad.
Ese día nacimos.

Convidá otro cigarrito que la noche está en pañales
aflojame la boca, recarguemos las garrafas.
¿Cómo pinto un cuadro sin acuarelas?
Demostrame que sos digno y
abran los ojos, escupan las verdades.

Si no mentís con lo del puchero
podremos disfrutar una velada más de confesiones
pintarrajea: barroco en desequilibrio;
la fina línea fucsia entre los hechos y lo que nos decimos.
¡Despertemos las asociaciones encriptadas!

Todavía tengo a mi gran héroe Punk
escondido en un rincón,
en silencio
mientras los herejes se apoderan de la fiesta carnal.
Un libro no es un libro sino una bomba de hidrógeno a punto de estallar
aunque tengas miedo, va a fragmentar tu raquídeo bulbo.

Recibimos al correo
interrumpen la historia
esta vez nuestros mayores nos convocan.
Si queremos ser, vamos a tener que estar.

Fiesta en ph chorizo
asistirán los hijos Lamborgh:
la refundación de un país.

Algunas copas más mientras el frío, aburrido, copa la parada.
Atención: escenario central
el profeta va a cantar, desafina:
“Ustedes son el futuro, nos debemos a la historia”

Ahora entendemos
la condena ha sido proferida en el campo de lo satírico
deberemos ser.


Fantasma

Otra copia en una botella, ¿entendés, Carnacha?
Dejá de comprar esos virus
de autoayuda.
Siempre me gustó más la sincera:
Ron, whisky, caña, ginebra,
¿O no, Yacaré?

Las luces de la calle prenden y apagan
imitando al primer mundo de Tijuana.
Hacia allá vamos, muchachos, estación terminal.
Aunque primero te dedico la entrada:
¡Devuélvanme lo verde!
¡Devuélvanme de sus entrañas!
¿Trajiste tu cacerola, mamá?
Hoy: estofado de paloma
a la vienesa y sin salar.

Viajo en el tren fantasma
y nadie de la tevé me acompaña;
pasame un puchito, amigo,
tengo frío.
Mejor que donar es ignorar
ando sin monedas
soy de la Hawaian Tropic Banana Company.
No sé, Yacaré, este granizo mundial
me ha dejado bastante mal.
Espero que sigan podando el sueldo así lo resuelve.
¿Y esa golondrina verde? ¡Me está robando, Yacaré!
Los olores rancios exquisitos
nos siguen en nuestro camino;
me repugnan
pero mi panza resuena, Fantasma.
Los roedores cadavéricos toman sol
sin protección.
Las calles que corren con las vías están saturadas
casitas de cartón corrugadas.
Por izquierda la Iglesia
nuestra señora la carnicera.
¿La vés? Ahí
al lado del cementerio.
El cura,  previo monaguillo
peca por nosotros pecadores
y regala redenciones cuando te arrodillas a rezarle
de espaldas.
Si no decís nada, ofrece boletos
al paraíso.

Chevrolet Doncan vino a hacer una película
sobre los ideales norteamericanos.
Acá entre estas dos estaciones:
acá es más barato.
Por un papel pelean para darle a la hermana
¡Hagamos colecta de Caritas, Yacaré!
¿Te acordás del actor de cuarta?
Ya aceptó ser la propaganda.
Necesita algo de efectivo, lo buscan para pagar
la sentencia por estupro.
¿Y si bailamos en el tren, Mademoiselle?

A Jorge le cortaron el dedo.
El juez Laragoz aplicó su ley y lo indultó.
Si vuele a pisar el barrio,
la boleta se la mandan a la vieja.
Yo que él ni el tren fantasma me tomaría.

Suena de fondo la nueva banda.
Reverdes.
Papi(fi)stas.
Usan blusa de caucho natural
mientras sus ritmos me fuerzan a mover el bazo
que sigue chorreando un líquido negro
viscoso
vicioso.

Reparten entradas sin papel por toda la ciudad
a través de la cherokee de papá.
La gira hasta Fiorito sin parada.
¿El problema? Los yuyos legales
y las ballenas franco australes.
Pará, Yacaré, siento la lengua agria.
Dame un mate pero ponele una dosis extra
de mataburro.
Hoy a la noche
juega la lepra.

Waldo está de vuelta.
Fue a comprar fruta
al médico.
La lombriz en la sandía le secreteó
el Hiv es verso mandarín,
lo único
que hace bien: la lechuga.
Yo lo vi, estaba en el boleto:
descuento para otra sesión y a hacer deporte:
dos veces por semana;
comprar la máquina para correr,
la vida sana y hojas de laurel
para los pibes de mañana.
Mirá tu boleto si no me creés;
aparece la cara de Jesús
el verdulero.
Sería bueno ver un médico,
mándenlos a las villas, a los asentamientos
que suban al tren fantasma.

Los perros cruzan la calle sin preguntar.
A veces ladran, cuando te ven la cara de hijo de puta.
Hay mucha agua para tomar
en la cloaca.
Un muro fluye separando las dos Argentinas.
No puedo volver a casa, Yacaré
venció mi pasaporte.
Decile a las chicas que no llego para comer.

2.3.17

Zelarayán y el cuestionamiento del ser, por José Fraguas


La de Ricardo Zelarayán es una voz franca y vivificante en la literatura argentina. No hace falta ser un experto para reconocer cuando es su música la que está sonando. Y al mismo tiempo en ella se distinguen nítidamente las frases, los refranes, los giros que remiten a la creación oral, colectiva y anónima, “el lenguaje que se escucha a cada rato” y que constituye una cantera disponible e inagotable. Por eso su literatura, y en forma explícita las reflexiones que escribió alrededor de sus libros y las que ensayó en las entrevistas que le hicieron, brindan una suerte de definición ostensiva y sin rodeos del ahí de la poesía.

Zelarayán dice que escribe para tener donde agarrarse, para no perderse, para no disiparse que en un punto es decir que escribe para encontrarse, que existe si escribe. Pero en lo que escribe hay mucho de lo que dicen los otros. Y es lo primero que le viene a la cabeza cuando tiene que empezar a hablar: “No sé cómo empezar pero empiezo nomás. Hoy estaba almorzando en una pizzería y oí una conversación telefónica del cajero que estaba detrás del mostrador…”

De modo que la posibilidad de inventar y escribir mantiene una estrecha relación con el desarrollo de la facultad de registro. Se trata entonces de un inquietante devenir, el del poeta en pura oreja, grabador casi: “Un conocido escritor me decía, por ejemplo, que temía al grabador porque sentía que era un poco él. Es decir que el temor al grabador era un poco el temor de sí mismo.”

Zelarayán afirmará repetidas veces “no soy escritor”. Rechaza así la solemnidad del rol y las relaciones con un mundillo “para las que nunca estuvo preparado y además no tiene ropa ni ganas”. Porque para ser lo que convencionalmente se entiende por “escritor” habría que ajustar el ritmo de la producción a cierto estándar. Y éste le abre la puerta a lo planificado, lo útil y lo necesario, enemigo del deseo, motor legítimo de la escritura. Como dice rimbaudianamente uno de sus poemas:
“A veces hay que hacerse el otro,
o el oso…”  

Pero ese rechazo tiene que ver también con que Zelarayán,  como el filósofo argentino Luis Juan Guerrero, considera que la obra de arte se revela por su propio poder de mostración y apuesta al “ser operatorio” de las obras. Lata peinada es una novela imposible, se resiste a ser escrita. El título es más la expresión de un deseo que algo realizado. En “las inútiles reflexiones” que acompañan a la novela se dice que ésta es una lata que no se deja peinar, que es una balada o un canto que su autor no logra terminar de compaginar. Es una novela arisca, un conjunto de cabos que se escapan cuando se los quiere atar, un texto que se le va de las manos, que se le empaca como una mula. Libros como Roña criolla, en cambio, se escriben de súbito. Mientras otros caen por un borde y se pierden definitivamente. No así sus títulos que perduran alimentando para siempre la fantasía de sus huérfanos lectores: Apodos & apariciones, Una madrugada o Después del almuerzo es otra cosa.

Es la rebeldía y la libertad de los escritos zelarayianos. Su superficie es como la piel movediza del caballo que conocen bien tanto el pajarito que la surfea como el boyero que se sienta largas horas sobre ella. Textura sísmica, oscilante, en flujo y reflujo “mandada a hacer para espantar las moscas”. Para librarse del vínculo con la gauchesca que le endilgaron, Zelarayán aclara en una entrevista que a él no le interesan los caballos tal como aparecen en esa tradición literaria sino sólo su piel espantamoscas, imagen que lo acompaña desde niño.

¿Qué moscas espanta la escritura de Zelarayán? Lo demasiado consciente, lo literatoso, lo que chirríe de tan prolijamente escrito: “Palabras que no se escuchen, las mejores”. Por eso se entiende que las lecturas literarias no hayan ejercido una influencia determinante en su obra. Lo ha dicho muchas veces: la clave está en el oído, en una escucha de la oralidad cotidiana callejera que, sospechamos, tiene que ser bastante azarosa e involuntaria para que sea fecunda. No todas las frases serán la semilla de un poema.

Si cuando era estudiante de medicina Zelarayán se identificaba con los pacientes, cuando escribe son los otros quienes llevan la voz cantante y el carácter coral es principio constructivo de sus textos. Los que hacen y mueven el mundo zelarayiano son casi siempre “buscavidas, delincuentes, pobres”, figuras invisibilizadas o cosificadas como instrumento de distinción por la sensibilidad convencional de la clase media urbana porteña pegada a la ‘alta burguesía’.

La de nuestro autor tampoco es una mirada paternalista ni miserabilista, es la potencia del brío y la vivacidad de las voces de peluqueros, mozos y suboficiales la que se impone por sí misma. Según Zelarayán, los que se llaman a sí mismos poetas y se creen dueños de lo que nombran son como moscas que revolotean en torno de una canilla seca. Más sabio parece el decidido paso de las hormigas hacia lo dulce:

“Hasta se me hace que las hormigas
buscan la miel de la guitarra,
de la guitarra de Hermenegildo.”

Se paladean los nombres, apodos y alias de los personajes: Jeta ‘e Bagre, Don Natividad, la Alcirita. Mientras que el propio nombre se convierte casi en un obstáculo cuando de lo que se trata es ser vector o conducto de la literaturidad circulante y efectiva de la que sólo es dueña el habla colectiva. La despersonalización resulta entonces una prometedora invitación:

“me ofreció su pase libre para viajar por todo el país.
Total, me dijo, es un pase innominado,
cualquiera lo puede usar…
si se lo presto.
El pase sin nombre me deslumbró”


Esto se refleja también en otro plano cuando se entusiasma ante la propuesta de sólo aparecer en la lista de colaboradores de Literal y no firmar los textos de diversos géneros que publicaba la revista y participar además en la redacción entre todos de una novela colectiva.

Zelarayán es también un estudioso de los apodos a los que considera un género literario oral precioso. Los utiliza en sus novelas para dar nombre a los personajes y también teoriza sobre el género. El apodo es pariente de las coplas, los chistes y los cantitos de las manifestaciones. Es una creación de los sectores de menores ingresos y menos letrados. Y una de sus particularidades es no depender de la voluntad de su autor que existe aunque permanezca anónimo. Su eficacia depende de la aceptación de los otros, que se lo apropian y lo intervienen libremente. Los apodos, subraya Zelarayán, se graban como un tatuaje. Para el que lo recibe puede ser un regalo o una maldición. Pero aún en ese último caso el dueño del mote puede llegar a extrañarlo si por alguna razón los demás dejan de usarlo, como si lo abandonado fuera él mismo o algo que, mal que le pese, lo significa.

Zelarayán no descree de las particularidades que pueden compartir los habitantes de una región y sus textos abundan en gentilicios y en descripciones de modos de ser: “Estaban también dos morochos nuevos, muy sosegados, que sonreían siempre y decían lo justo. ¿Serían santiagueños?” . Pero frente a los usos empobrecedores y reificantes, utiliza los gentilicios para efectuar cruces tan insólitos como convincentes: “me acusan de ‘hacerme el Rulfo’, el gran escritor jujeño… ¡perdón!, mexicano”.

Zelarayán no está muy de acuerdo con lo que han señalado varios críticos acerca de la casi ausencia del yo poético en sus poemas y afirma que se puede ver bastante de su drama interno en poemas de amor como “Tal vez no importe tanto”, “Distancia” o en el que dice:

…y a veces un poco deslumbrados
nos vamos por ahí…tambaleantes.
Pero la cosa recomienza, y siempre volvemos
a ser lo que éramos.

Pero sin duda es la sonoridad, “el problema tímbrico”, el principio estructurante de su escritura más que la remisión a una subjetividad como núcleo. Lo decisivo es la cadencia poética que constituye, según sus palabras, una corriente que circula en el texto, un circuito al que no se le puede cambiar una palabra sin que se venga abajo, una tensión anclada en los sonidos de un idioma que casi inevitablemente se diluiría al llevarla a otro. También “el cholo Vallejo” se ha referido a esta dimensión que pone a los textos que tienen respiración poética al borde de la intraducibilidad. Para el autor de Trilce pueden trasladarse las ideas pero no “los grandes movimientos animales, los grandes números del alma, las oscuras nebulosas de la vida, que residen en un giro del lenguaje, en una tournure, en fin, en los imponderables del verbo
.”

Zelarayán fue asumiendo, a lo largo de su vida, diversos roles: aspirante a médico, corrector, redactor creativo, traductor, periodista, escritor para chicos, poeta. Reflejos de cada una de estas actividades pueden vislumbrase en la superficie de sus textos. Se reconoce la intención de darle lugar al azar y a lo inconsciente que convive con su inclinación a versionar, a mostrar la búsqueda misma y a cuestionar también de algún modo la hipóstasis de un texto definitivo e inmutable.

En sus escritos pueden encontrarse también los giros habituales que se utilizan para ganar la atención del interlocutor pero con un énfasis y un carácter contestatario de manifiesto: “¡Atención a los colados que pueden ser más importantes que los invitados!” . Es una apuesta por lo lúdico, lo gratuito, lo desinteresado y otros aspectos de la discursividad dejados de lado como sinsentidos desde un criterio racional y utilitario estrecho.

Expertos en quebrar las imposiciones de la necesidad, los niños ocupan un lugar clave en la poética zelarayiana: “A todos los chicos nos gusta caminar hacia atrás o con los ojos cerrados” De la propia infancia entrerriana del autor provienen imágenes vigorosas como la de la piel sísmica del caballo y escribirá además un libro “apto para todo público” en el que la voz cantante la tienen los objetos, un paraguas que se queja de vivir encerrado, por ejemplo.

Pero si bien Zelarayán afirmará que el fondo de la cosa está cerca del fondo de su casa de Paraná, no es el entrerriano el único paisaje que explora. Como dice el cubano Lezama Lima, cuando el hombre se vincula con el mundo exterior “precisa” un paisaje. El paisaje es la naturaleza puesta a la altura del hombre, una forma de dominio pero también de diálogo. Para el autor de Paradiso, el paisaje americano, la feracidad de su extensión, lo vuelven un espacio gnóstico, “que no es espacio mirado, sino el que busca los ojos del hombre como justificación”. Además, la potencia de ese espacio licua hasta la más poderosa pulsión mimética de lo europeo y “conversamos con él siquiera sea en el sueño”.

Zelarayán rechaza las operaciones aminorantes de la crítica: el “invento unitario” de la literatura regional, la reducción de todo escritor provinciano a un hombre de campo y la manía de ver en todo escritor argentino “un copión y un colonizado”. Y los paisajes que él explora, los del noroeste argentino sobre todo en donde el silencio se mide en leguas, no son un marco externo sino el espacio con la acústica adecuada para el sonido que busca su poesía.

“La Gran Salina” es el corazón blanco de esa geografía y de la poética zelarayiana:

“Habría que reemplazar la palabra misterio
(al menos por hoy, al menos por este
‘poema’)
por lo que yo siento cuando pienso en los
trenes de carga
que pasan de noche por la Gran Salina.”

Hay un eco macedoniano en este señalamiento del carácter intransferible de la sensación de inexplicable misterio “que siembra el tren” al atravesar la salada inmensidad. Como Zelarayán mismo lo ha señalado, más que su estilo es la filosofía de Macedonio Fernández y en particular su concepción del Ser y de la identidad personal las que han tenido un impacto perdurable en él. Se sabe que según la sugestiva teoría macedoniana todo lo que existe es el Ser o alma ayoica que no es sino el sentir actual mío pero en tanto “místico sentir de nadie”. Y esa marejada de sensaciones, sentimientos e imágenes en continuo, pleno y único flujo no fue causada ni depende de algo exterior u objetivo. En sintonía con esto, Zelarayán propondrá en las reflexiones paralelas a la elaboración de Lata peinada: “Sueño, pensamiento y acción, siempre juntos”.

Para nuestro autor la identidad es algo perdido y que se busca aún sin abandonar la sospecha de que quizás nunca existió. Como ante otras concepciones rígidas y aminorantes, frente a la cuestión de la identidad personal y colectiva, Zelarayán adquiere una actitud lúdicamente crítica. En un inédito libro de fragmentos en el que trabajaba a principios de 2000 anotó: “El ser: ‘Lo saludé y no era. A mí también a veces me saludan y no soy’”.



Tomado de: Zelarayán, compilado por Jorge Quiroga, Buenos Aires, Biblioteca Nacional, 2015.