Aquella mañana, a punto de
afeitarse, Marcos Bixio vio en el espejo algo raro sobre su mejilla
izquierda. No era un lunar. No. Acercó
su cara y pasó el dedo índice por la pequeña protuberancia rosada. Cáncer, pensó. La palma de su mano derecha, llena de espuma de afeitar,
quedó paralizada en el aire. El corazón aceleró sus latidos y se le subió a los
ojos. Vio los objetos que lo rodeaban como si fueran de humo. Por un momento,
Marcos sintió que flotaba en una nube, víctima del éxtasis doloroso de un
condenado a muerte. Le pareció que habían pasado siglos hasta que sus ideas
volvieron a ponerse en movimiento. Tomando una súbita determinación, salió del
baño, se vistió de cualquier modo y, sin desayunar, como era su costumbre, bajó
corriendo las escaleras, demasiado impaciente para esperar el ascensor.
En el taxi, consultó su agenda.
A Riobamba y Córdoba, ordenó. Tocó el timbre. Una secretaria le abrió la
puerta. El doctor Suárez miró el bulto con una lupa y no dijo nada. Luego, le
sacó una radiografía. Cada vez más alarmado, Marcos esperó sentado en la
camilla. El doctor estudió la lámina a través de un foco.
–Estoy desconcertado –habló por
fin–. Esto en realidad es… Nada.
Balbuceó unas palabras y se
quedó en suspenso. Ante el silencio de
Marcos, aclaró:
–Piel por fuera, es cierto,
pero por dentro, ejem…
Y luego, como si estuviera
blasfemando, dijo con rapidez:
–Por dentro hueco… Me entiende?... Como un globo.
–Y ¿qué se puede hacer? –la voz
se le quebró como si fuera a llorar–. Es
que, doctor, hay otro problema muy grave que tengo que decirle… ¡Crece!
Suárez puso cara de no
entender.
–¡Crece! –repitió Marcos–. Esta
mañana apenas sobresalía y ahora… Usted mismo puede verlo…
Dejó caer la cabeza entre las
manos.
El doctor lo palmeó en la
espalda.
–Vamos… No se desanime. Usemos
el sentido común. Si esto es como un globo, tal vez, si lo pinchamos…
La cara de Marcos se iluminó:
–Sí, sí, ¡pinchémoslo!
El médico apretó con sus dedos
una jeringa con una aguja muy larga.
Marcos cerró los ojos.
–¿Duele?
–No –murmuró.
–Probemos nuevamente: uno…dos…
¡Ya!
–¿Explotó? –preguntó Marcos
esperanzado.
Tardó en responder:
–Se resiste.
Y luego, con resolución:
Mire, si esto apareció, por
algo será.
Mientras hablaba, había
acercado la lupa a su objeto de estudio.
–No está en su naturaleza
desaparecer –sentenció–. De apariencia
anormal, tiene su propia lógica interna.
–¿De veras? –preguntó Marcos
haciendo un esfuerzo por olvidar su angustia y tener una mirada un poco más
analítica sobre el asunto.
–Yo le diría….
Marcos vio que dejaba la lupa
sobre el escritorio y se sacaba los guantes quirúrgicos. Asunto concluido,
alcanzó a pensar con pánico.
–Yo le diría que vaya a su
casa, se tome un tranquilizante, y comience a pensar que será necesario
aprender a convivir con esto.
Posiblemente crecerá más. Pero a usted…
¿Qué le importa? ¡Déjelo, déjelo que haga lo que quiera! –exclamó
cobrando nuevas energías– porque de todos modos, nunca va a crecer lo suficiente
como para anular sus verdaderos rasgos. Usted seguirá siendo quien es… ¡Eso se lo aseguro!
Y lo miró de un modo tan
penetrante que Marcos sintió oscuramente que debía darle las gracias por la
buena noticia. Esbozó una sonrisa de
compromiso. Pero le temblaban los labios y dejó escapar unos débiles quejidos.
–Sobre todo –Suárez impartía
las consignas– le recomiendo que no ande
lamentándose por ahí. Esto no existe.
Clínicamente es una ilusión óptica.
No debería estar donde está ni ser lo que es.
–¿Me comprende? De hecho
–concluyó– lo que estoy viendo no es más que apariencia.
–¿Le parece?– Marcos se sintió
culpable.
–¡Claro, hombre! –dijo el otro
con jovialidad acompañándolo hasta la puerta.
Cuando regresó a su casa, su
mujer todavía dormía.
–Sonia –la sacudió –Sonia.
Ella se incorporó sobresaltada.
–¿Qué pasa?
–Sonia, me voy. Te dejo.
Marcos abrió las cortinas y
sacó una valija de abajo de la cama. Sonia lo miraba como atontada, sin
pronunciar palabra.
–Y no quiero que me digas nada
–decía Marcos exaltado– No intentes disuadirme porque mi decisión es
inquebrantable.
–Pero ¿por qué?
Ella salto fuera de la cama y
prendió un cigarrillo.
–No es por vos –dejó caer unas
camisas al suelo– Sabés que te amo de verdad.
La abrazó. La empujó de
repente. Levantó las camisas y las acomodó con torpeza dentro de la valija.
–Marcos, qué pasa –gritó Sonia
aterrorizada.
–¡Esto, esto pasa!
Se palmeó furioso la mejilla. Qué,
qué pasa, repetía su mujer como una autómata. Él la arrastró a la ventana y de
cara a la luz le dijo:
–Aquí, mirá con atención.
Ella miró hacia el lugar que
Marcos le indicaba y luego lo miró a los ojos.
–Marcos, ¿te volviste loco?
Parecía enojada.
–Pero ¿no lo ves?
Corrió
hasta el espejo del baño. Sí, ahí estaba. Sonia, la llamó. Ella apareció en el
marco de la puerta.
Él le
tomó un dedo y se lo pasó por la mejilla. La mujer puso cara de curiosidad.
–Sí… un
lunar.
–No. No
es exactamente un lunar.
Sonia
pareció perder interés.
–Bueno,
una especie de lunar –dijo poniendo énfasis en la palabra especie. Y luego, con
ironía:
–¿De
veras te vas?
–Pero
Sonia… ¿No te doy asco? ¿Acaso creés que voy a someterte a la tortura de tener
que contemplar cada día esta cosa inmunda en mi cara?
–A mí no
me importa –contestó ella con rapidez–. Claro… me preocuparía si fuera algo
serio.
–Si es
por eso, quedate tranquila. Acabo de
venir del médico.
“No te
importa”, pensó con rencor, “Total… el que tiene la cosa soy yo”.
De golpe
se sintió muy cansado y fue a sentarse en el borde de la cama.
–Esto es
el fin, Sonia. Ya no soy el mismo. Y tengo la sensación de que nunca volveré a
ser el de antes.
–Qué
absurdo.
–Si
seguimos juntos, dentro de muy poco, sin que te des cuenta, la conciencia que
tengas de este engendro en mi cara se va a interponer entre tu mirada y
yo. Quedaré afuera –dijo en tono
melancólico– o lo que es peor, reducido a un punto. Al punto preciso que ocupa esta cosa en el
espacio.
–Estás
loco– Sonia se echó a reír.
Estuvieron
callados largo rato.
–Así que
creés que el amor que siento por vos depende de un estúpido grano en tu
mejilla.
–No es
un grano –dijo él, un poco resentido por el comentario.
Típico
de ella, pensó. Esquivar, hábilmente, el simple hecho de que él sufría para
transformar este sufrimiento en una cuestión mental. Marcos pensaba que este
tipo de artimañas verbales tenía por único fin excluirlo. Sin embargo, cuando
Sonia le dijo que no existía mujer en el mundo que lo pudiera amar como ella,
él supo que no tendría fuerzas para abandonarla. Fue tiempo después cuando comprendió,
con algo de vergüenza, que sólo deseaba un poco de compasión. ¿O acaso no se
había vuelto de un día para el otro un hombre marcado? “En unas semanas
cumpliré cuarenta”, se decía. “Supe ser uno más en la marea humana, dejando
muchas veces mi cuerpo a la deriva, desentendiéndome de la adormecida
conciencia de mis miembros, de actos tan rutinarios como abrir una puerta,
entrar en un bar, sentarme a la mesa, llamar al mozo y pedir un café. Como si
mi cuerpo, amarrado a lo cotidiano, realizara para mí las tareas más enojosas y
me diera tiempo para descansar de la costumbre”. Ahora, todo era diferente. Ya
no sería posible para él quedarse rezagado, bien al fondo de los pensamientos,
confiado al cuerpo, como esos borrachos que después de la orgía se trepan al
caballo y se abandonan al sueño, seguros de que el animal los va a saber llevar
de nuevo a casa.
Sí,
ahora su cuerpo le era ajeno, de pronto desconocido y como fuera de su control.
Las caras de asco de los otros, porque, ya lo había comprobado, la cosa
cambiaba constantemente, yendo desde el azul violáceo a través de toda una gama
de colores hasta la tonalidad exacta de su piel. También variaba de tamaño.
Días en que parecía dormido y era como si se encogiera. Días funestos en los
que, lleno de vitalidad, crecía hasta ocuparle la mejilla entera. Momentos de
verdadera agonía en que se inflamaba hasta el punto de parecer explotar. En
fin, ahora para Marcos el simple hecho de abrir una puerta era como prepararse
para la batalla, y el mundo se pobló de enemigos a los que enfrentaba a veces
con verdadera temeridad pero en general, reconocía con desaliento, prefería
andar entre ellos camuflado. Así, al ver que la barba no servía a sus
propósitos, durante los primeros tiempos se envolvía con gorra y con bufanda
mientras se dejaba crecer el pelo, y cuando llegó el verano, tenía una melena
considerable que le resultaba muy eficaz, sobre todo si ponía en ejecución
ciertos movimientos de cabeza que ya tenía estudiados después de horas y más
horas frente al espejo.
Muchas
veces había intentado hacer a Sonia partícipe de sus angustias. Pero ella lo
miraba como si nada hubiera ocurrido. Y al sentir esa mirada ausente sobre él,
Marcos veía morir todos sus impulsos de confidencia casi en el mismo instante
en que se generaban. Cuando, a pesar de todo, él no podía evitar comenzar a
hablar de su pena, al percibir ella en el tono de su voz cierta queja, preludio
de una confesión desesperada, salía huyendo hacia zonas más seguras, zonas en
las que sería importante pintar las paredes de la casa o pasar las vacaciones
en el norte.
Marcos
se enroscaba sobre sí mismo lleno de un dolor que, se había dado cuenta, era
preferible disimular tras parloteos convencionales. Porque, lo supo bien
pronto, en caso de seguir insistiendo y obligar a Sonia a escucharlo, ella se
lo haría pagar con comentarios hirientes sobre su persona, “Qué espanto ese
pelo” o “Estás hecho un monstruo”. Sin embargo, había ocasiones, contadísimas
veces, en que ella se distendía y parecía dispuesta a escucharlo. Y cuando él –sintiéndose
un criminal, un asesino de la felicidad de ella, que seguramente ponía esa cara
plácida de escucha por puro sometimiento– cada vez que comenzaba: “Ya no lo
soporto, no puedo trabajar, no puedo pensar en otra cosa que en esta
deformidad, pero por otro lado, mi amor, esto de estar obligándote a
escucharme”, ella, luchando por mantener los ojos abiertos y conteniendo un
bostezo, le contestaba con suavidad: “No te preocupes por mí , querido, vos
quejate, quejate todo lo que quieras, te
juro que no me importa”.
Mientras
tanto, su vida se había convertido para él en una gigantesca bolsa de basura.
La cargaba sobre sus hombros asqueado por el hedor de una existencia que se le
antojaba en vías de descomposición. Tal vez por eso, le espantaba la compañía
de los otros. Abandonó su trabajo en el estudio de arquitectura y comenzó a
importar materiales de construcción, tarea muy afín con su nuevo estado, ya que
para realizarla no había necesidad de salir de casa. Montó su oficina en el
cuarto de huéspedes. Al fin libre, decía para darse ánimos. Esto es mucho mejor
que soportar a un jefe.
Frente a
su escritorio, un espejo oval estaba ubicado en el lugar exacto en que Marcos,
al levantar los ojos, veía su cara reflejada. Y a pesar de que el teléfono no
paraba de sonar, él siempre tenía tiempo para encontrarlo, allá, a unos pocos
metros, sorprendiéndolo con sus variaciones de color o de tamaño. Y el asombro
lo hacía exclamar en voz alta: Ese soy yo. Observaba con pena su cara manchada,
porque así, de lejos, aquello parecía plano, y sólo al acercarse al espejo
comenzaba a tomar volumen.
Una
mañana, no habiéndole quedado más remedio que salir a la calle, vio en la
vidriera de una joyería el reloj con que su mujer soñaba desde hacía meses.
Cuando se encontraba pensando cosas así, Marcos se reprochaba su debilidad.
Estaba harto de pagar tributo para ser escuchado.
La
vendedora envolvió el reloj en papel de seda. Levantó la cara del paquete y le
sonrió con amabilidad. Marcos sintió como un golpe en el pecho. Se tambaleó. Lo
que veía no podía ser real. Ese bulto repugnante en la cara de la mujer… Esa
cosa no debería estar ahí, pensó con desesperación. Como en cámara lenta,
levantó la mano izquierda hacia su mejilla. Le pareció una eternidad el tiempo
transcurrido hasta que dedos constataron que, efectivamente, allí no había
nada. Nada.
–Señor,
¿se siente bien? –preguntó intranquila la vendedora.
Marcos
le dio la espalda y salió a los tropezones del negocio.
Una vez
en la calle, comenzó a correr. Cada tanto, volvía a tocarse la mejilla, y al
encontrar que sus dedos se deslizaban suaves, en una superficie sin obstáculos,
sentía una alegría tan inmensa, que detenía su carrera. Estaba eufórico.
Gritaba, se reía solo, daba grandes saltos en el aire. Luego, como si un
peligro lo amenazara, volvía la cabeza para asegurarse de que nadie lo seguía,
y continuaba corriendo.
Ya en su
casa, se encerró en el estudio. Estuvo en suspenso durante el resto de la
tarde. Se sentía como un hombre que ha perdido la memoria y que no sabe nada,
sólo que espera. Trataba de evitar el espejo. Habló largo rato por teléfono. Al
final, se dio por vencido. Descolgó el tubo y acercó su silla a la pared. Sin
poder apartar sus ojos de la imagen que tenía frente a él, fue dejando pasar el
tiempo, inmerso en la conciencia de que eso ya no estaba más. Estoy limpio, se
repetía, estoy limpio. Pero un sentimiento vago comenzaba a tomar forma dentro
de él. ¿Acaso la terrible modificación que había transformado su vida era una
ilusión, tal como dijo el médico? Supo
confusamente que se sentía estafado. Ojalá Sonia no se dé cuenta, se sorprendió
pensando. Imaginó su cara burlona y el brillo de triunfo en sus ojos al
decirle: “¿Te convenciste ahora? Tu problema es creer que tenés el monopolio
del dolor. Pero ya ves… no era nada”. Trató de borrar esos pensamientos. Y para
despejar su mente:
“Asquerosa
prolongación de carne de textura parecida al buche de una gallina”.
“Protuberancia
brillante como el ojo de un ciego”.
“Hinchazón
de contornos caprichosos y suavidad artificial”.
Y así,
frente al espejo, continuaba con sus definiciones, que nunca alcanzaban la
imagen perfecta del ausente. Y por más que intentaba lo contrario, cada una de
sus ideas convergía en aquello que había salido volando de su mejilla para
posarse, como una mariposa, en la mejilla distraída de otra persona. De pronto,
en medio de una intensa alegría, pensaba que ahora sí podría volver a su
antigua vida de colegas y de viajes, pero esto, inevitablemente, le recordaba
el doloroso pasado de renuncia, de encierro, y como si querer entabló un
diálogo apasionado con el culpable de todo. Hablaba en voz alta levantando un
dedo acusador hacia el espejo, la mirada
detenida en el páramo gris de su mejilla.
Esa noche,
Sonia le preguntó qué le pasaba, por qué estaba tan silencioso.
–No me
ves diferente –dijo él con timidez.
Ella lo
miró a los ojos y contestó que no, que tal vez sí, que hoy estaba más buen
mozo.
Al día
siguiente, después de hacer una última llamada antes de almorzar, guiado por la
costumbre, Marcos se miró mecánicamente en el espejo. Y vio que la cosa estaba
de nuevo en su cara, más grande aún de lo que recordaba y de un color más
brillante que el que guardaba su memoria. Entonces Marcos lloró como un chico,
con la cara entre las manos. Y supo con horror que, más allá de su
desesperación volvía a ser un hombre de certezas.
Lo de la
vendedora fue el comienzo de una serie de pérdidas y, para desgracia de Marcos,
de reencuentros cada vez más melancólicos con su forma deforme, como se
acostumbró a llamar a esa masa compacta, porque “De hueca no tiene nada”, decía
a quien quisiera escucharlo. “Nadie conoce como yo a esta flor de artificio”.
–¿No
cree usted que se está pareciendo a una flor? –le preguntó una tarde a una
chica en la parada del colectivo cuando se dio cuenta de que ella no le sacaba
los ojos de encima. A Marcos le pareció muy atractiva con esa ropa que usaba: minifalda,
plataformas de charol, y pesadas cadenas
alrededor de su cuello. Enseguida se sintió cercano a ella, tal vez por el
colorido tatuaje que llevaba con orgullo en medio de su frente. La chica acercó
su cara a la mejilla de Marcos y sin disimulo se puso a observar la forma de su
deformidad.
–Sí –dijo
con entusiasmo–. Se parece a una flor.
Y se
miraron los dos. Ella, con expresión fascinada. El, adorándola mientras pensaba
en medio de su confusión que tal vez esa mujer le daría una pista… Sí, ella
sabía… A ella le gustaba su forma. ¿Podría él a través de sus ojos aceptarla
también, aceptar incluso la posibilidad de un abandono definitivo? Porque lo
cierto era que últimamente la cosa se iba con una frecuencia alarmante. Solía
regresar pronto, pero ese lapso a Marcos se le hacía eterno. Su vida, tal como
era, ¡dependía tanto de esa presencia en su cara! Porque si desaparecía- él
solía imaginarlo en noches de insomnio- volvería a vivir como antes, a
disfrutar de la vida, a…
–Adoro
ese brillo como de otro mundo- decía la chica pasándole el dedo con suavidad-. Ese brillo sólo lo otorga la naturaleza. Sería
inútil tratar de imitar…
No… No
debo ilusionarme. Tendré que soportar esta carga por el resto…
–¿Le
parece que será posible la invención de tatuajes con relieve?- le preguntaba
ella con gran interés.
No
tomaron el colectivo. Tenían tanto para decirse que decidieron ir a un
café. Dijo que se llamaba Irene. Le
habló de su terrible miedo a la muerte, él, que no soportaba el tema, ella toda
compungida, él: “No, no me malinterpretes, viniendo de vos…” A ella se le ilumina la cara, él, emocionado de haber revelado tan
impulsivamente ese amor loco, como si la conociera desde siempre, pensó, qué
linda es, y cuánta pasión pone en lo que dice, sobre todo cuando se refiere a
mi forma deforme. Marcos sentía que ya no podrían separarse. Ella sentía lo
mismo. Dijo:
–Esta
noche voy a hablar con mi novio.
Y él:
–Hoy
tendré una charla con Sonia.
Sonia
escuchó impasible cuando Marcos le anunció que la dejaba. Su expresión no se
alteró frente a los desbordes de amor de su marido por la desconocida. Lo único
que pareció afectarla fue la edad de la chica.
–¿Tan
joven es? –preguntó dando un gemido.
Marcos
se entregó a un idilio desenfrenado. “Como en las novelas”, decía Irene. En el
pequeño departamento que alquilaban, el amanecer los sorprendía después de una
larga noche de conversación, de tomar ginebra, hacer el amor, y comer queso
fresco.
Y de
tanto hablar de lo mismo, él empezó a olvidarse poco a poco del asunto que le preocupaba, como si al intentar
nombrar de tantas y diversas maneras a esa cosa sin nombre, el objeto real
perdiera consistencia. Ahora sí, cada vez más, pertenecía al campo del ensueño.
Hasta
que cierta tarde, cuando iba a esperar a Irene a la salida de la facultad, un
pordiosero se interpuso en su camino y le dijo en tono amenazante:
–¡Esos
zapatos son míos! –y apuntó con el dedo los pies de Marcos.
Marcos
hizo como que no había escuchado y trató de esquivarlo, pero el hombre se le
puso enfrente, tan cerca que pudo sentir el olor a alcohol que despedía su
boca.
–¡Son
míos, míos! –gritaba como un demente al ver la resistencia de Marcos a sacarse
los zapatos.
Marcos
miró a su alrededor. Ningún policía. Algunos curiosos se habían detenido y
observaban con diversión el forcejeo de los dos hombres.
–¡Que
alguien me ayude a sacarme este loco de encima! –gritó Marcos, a quien la idea
de golpear a un linyera le repugnaba.
–Loco
serás vos –le dijo el otro llenándolo de saliva.
Un
taxista se bajó del auto y logró separar al harapiento que se había prendido con
los dientes a los cordones de los zapatos de Marcos.
Cuando
llegó a la facultad, Irene corrió a su encuentro y al lanzarse a sus brazos,
dio un alarido. El no necesitó preguntarle qué pasaba. Supo al instante que el pordiosero se había
llevado su forma.
Después,
empezaron los días de angustiosa incertidumbre. “En cualquier momento vuelve”,
se decía Marcos entre la felicidad y el pánico.
Irene,
por su parte, se hundía sin remedio en el silencio.
Las
noches se hicieron cortas. Apenas se metían en la cama, en el momento mismo en
que Marcos estiraba la mano para la primera caricia, ella se daba vuelta y
entre bostezos murmuraba hasta mañana. El veía la curva de su espalda y sentía
el cuerpo de ella tibio contra su costado. Era época de lluvias. En medio de la
oscuridad, boca arriba, Marcos, inmóvil, con los ojos abiertos miraba el techo,
en donde como en una pantalla, las luces de algunos departamentos, allá afuera,
proyectaban la sombra de la santa rita que crecía enroscada a las rejas de la
ventana del cuarto. Y en la negrura chata, ese cuadrado luminoso en el que se
plasmaba la imagen retorcida de los tallos y la fúnebre quietud de las hojas y
los pétalos. De tanto en tanto, el trueno, y la respiración de ella que no se
alteraba, se oía apenas, mezclada con el ruido fresco de la lluvia. Después,
ese instante en que Marcos se encontraba pensando de nuevo en el ausente. Y aunque
quería pensar en Irene, “Qué le pasará, ya ni siquiera me mira”, el recuerdo
del pordiosero lo atormentaba de tal manera que él, que nunca pensaba en la
muerte, se encontró en esas noches solitarias poseído por terrores que creía
venidos del más allá, mensajes de algún demonio cuya clave estaría en el
mendigo. Porque Marcos intuía que esta vez era diferente. Su forma no había
regresado aún a casa. El enigma es el pordiosero, sostenía en esos diálogos
interminables consigo mismo. A veces, un escalofrío lo sacudía. Y es que había
creído ver, dibujados en el techo, los rasgos tenebrosos del linyera sin
zapatos. ¿Quién era? ¿Cuál era su nombre? Lo había buscado sin descanso por la
ciudad. Marcos supo que iba perdiendo las fuerzas en esas arduas caminatas que
comenzaban al amanecer, cuando, muerto de frío, se acercaba a cada una de las
sombrías figuras agazapadas bajo los portales de las iglesias. Como la de esos
hombres, su piel también se pegó a los huesos, y en su cara, fue tomando un tinte
amarillento, para terminar hundiéndose después bajo los pómulos.
–Qué
pena que no lo hayas visto vos también –le decía a Irene cuando se encontraban
al terminar el día–. Ya no sé bien a
quién estoy buscando.
Y ante
la indiferencia de ella, se reía nervioso.
–Hoy
anduve por el sur…
–¿No
trabajaste?
–¡Pero
cómo querés que trabaje! Todo lo que me interesa es saber qué fue lo que pasó.
Hace ya siete meses que…
Y se le
quebraba la voz.
Parezco
un cadáver, pensaba con tristeza mientras sumergía los pies llagados en una palangana de agua tibia.
A ella
también le daba pena. Eso creía Marcos cuando la veía fijar sus ojos en la cara
de él. Y al sentir esa mirada marchita, se abría como un abismo en la nada de
su mejilla izquierda. Entonces, él se prometía encontrar al pordiosero, para
después vivir. Vivir en serio.
–Creo
que ya no tenemos de qué hablar –le dijo Irene una mañana.
Y esa
noche no volvió a dormir al departamento.
Al día siguiente, cuando Marcos regresó de la calle agotado de tanto
caminar, encontró una nota: “Te quise mucho, pero ahora, no sé por qué, ya no
te quiero”. Al poco rato, el dolor de Marcos se había transformado en inquietud y momentos después, en una
resignada nostalgia. Como sonámbulo, desplegó el mapa de la ciudad sobre la
mesa y con un lápiz comenzó a dibujar el itinerario para el día siguiente, y
para el otro, por las dudas, y el próximo también, quién sabe.
Lo
importante era no claudicar. Mañana interrogaría a los vecinos de los barrios
céntricos, describiendo la apariencia del prófugo, apariencia que, a esta
altura –y esto lo mortificaba– tenía muy poco que ver con el modelo original,
adornada como estaba, con todos los atributos del miedo.
Publicado inicialmente en Tokonoma
5, agosto de 1997.