Bienaventurado el artista,
porque él recobrará el tiempo, escribe Pamela Hansford Johnson en un breve
ensayo sobre Proust.
Fuera del tiempo, porque el
tiempo ha sido conquistado.
Los días no se
mueven.
Quedan detenidos en el
aliento de un amor hecho palabra.
El clima de El Hilo de la bobina es el de un presente que es pasado y
futuro, todos los tiempos.
Algo se respira: el
instante.
El pasado sucede, hoy.
Es tiempo de escritura.
Entramos en la vida
verdadera, la que se crea arriesgándose
a tirar los hilos del lenguaje: hasta
que el hilo se hace maraña, o aparece la hilacha de la tela.
Liliana Guaragno atrapa la
vida en las redes del
lenguaje, de tan delicadas casi invisibles, la trae desde algún lugar recóndito
de la sangre, más allá de los pensamientos,
del movimiento sordo de los órganos.
Salir de la
indiferenciación de los orígenes: escribir.
Sumergirse en el espacio
puramente verbal de El hilo de la bobina. Descifrar eso entreverado que molesta al corazón, al vientre, a
los ojos.
Desembarazarse de la totalidad inasible de
la experiencia y realizarla en fragmento.
La mano de Guaragno sobre
el papel en blanco escribe, para
dejar atrás la muerte.
La soledad no se comparte,
crece sólo para uno, para adentro, dice la narradora. Noches solitarias, noches cálidas
de Quilmes. Las estrellas, detrás del edificio en construcción, derraman su luz
fría en la cocina. Los cuadernos de notas abiertos sobre la mesa. El mate, el
eterno cigarrillo que se consume solo, olvidado, en el cenicero.
Luchar contra cadáveres y
estereotipos, enmarañados en la selva del tiempo.
Los sentidos, antiguos, de
nuevo alertas.
La escritura.
Y el silencio que se abre,
dentro, y se bifurca, y se entremezcla, como las copas de una extraña
arboleda.
Y las preguntas.
Perdona que no pueda tener
alas de águila / que lo que más deseo no sepa dónde hallarlo, dice Keats. Liliana Guaragno no se da por vencida.
Mira. Busca. Se contamina.
Trabaja con la materia,
siempre renovada, de la
vida. No con las sobras del
cuerpo, esa zona muerta en la piel que rodea la cicatriz, noche insensible en la carne.
El Hilo de la bobina interviene en el lector como un cuerpo
laborioso que se inclina sobre la tela. Uno va dejando que las puntadas den formas insospechadas a lo que en
nosotros era informe: como una ciudad que crece y se vuelca sobre el río
encontrando su límite, así, en la lectura de un buen escritor, yo encuentro mi
frontera.
El Hilo de la bobina no se expande. Ocupa un lugar en el
espacio, limitado a esa esquina de Avellaneda. Esa calle: Pierres.
Esa familia, esas mujeres.
El tiempo de la novela no
sucede, el espacio es un punto, del cual apenas se sale: el salón, el cuarto de
costura, los patios.
Guaragno investiga:
huellas, rastros, señales a descifrar, caminos que se abren, oscuros, hacia el
mundo real de El Hilo de la
bobina.
La fotografía, la del
cabello recogido pero abultado sobre su cara ancha de nariz pequeña y labios
finos. Ojos almendrados, de un verde casi gris- la abuela cuando joven ¿qué
había tras esa mirada? Imperturbable-. Apoyada la mano sobre la consola se
reflejaba en el espejo el rodete, parte de su espalda, el brazo afirmándose, apenas
el otro
Hay un pulso en la novela
de Guaragno, un ritmo que apacigua. Nos vamos callando, toda actividad se
suspende, como cuando entramos en un más allá de la palabra, en una zona de
misterio, lejos de todo saber. Su estilo, su visión se construye con las ambigüedades, las
contradicciones, los matices de una verdad siempre evanescente.
Guaragno se aproxima, se aleja, mete
vida.
Y siempre, la mirada
piadosa que la caracteriza, la lejanía de sí misma.
El mundo de El
hilo de la bobina es cerrado,
de clausura. Y por eso, quizá, la
tristeza callada, sangrienta, que atraviesa sus páginas y nos atrapa, en un no
sé qué de algo perdido. Y es que me parece estar sintiendo la respiración de la
moribunda Bella, algo se desgarra en mí, ese anhelo quizá inconfesado de
dejarme morir yo también, de quedarme sentada- el cuerpo demasiado pesado en la
silla- frente a la mesa de
costura, como le ocurrió al Malte de Rilke, atado a su asiento,
aquella noche en el comedor del conde, viendo
el fantasma de Cristina Brahe atravesar, paso a paso, la sala adusta y sombría.
Qué escritura la de
Guaragno, que denuncia y perdona.
Dicen que Juana de Arco
nunca aprendió a leer ni a escribir pero que tenía habilidad para trabajar
cosiendo e hilando. A diferencia de las mujeres de la novela, que también son
vírgenes y doncellas, y también
hacen de la costura un trabajo, Juana pudo abandonar la casa paterna.
Dios se le reveló por medio
de sus voces.
El mundo de El hilo de la bobina, es el
mundo de un Dios callado, que no habla ni se dice.
Espacio propicio a la
escritura. Pero ninguna de las mujeres de la novela escribe, fusionadas, sin
salvación, a lo irreversible endogámico: mandato familiar que las toma, las
inmoviliza, las mata.
El confinamiento de las mujeres
que Liliana Guaragno trae
a la novela, enteras en su
presencia y, sin embargo, fantasmales- porque, excepto Nadia, ninguno habla de veras- atraviesan, livianas
y terribles, las páginas del libro. La fijeza de sus cuerpos como en oración,
en vigilia, cuerpos a la espera de algo: un cataclismo, una explosión que va a
cambiarlo todo: la lisura de la piel, el silencio.
Se alude, con pocas
palabras, a la sociedad convulsionada de la época. Pero qué importa eso, que
les puede importar los avatares del gobierno conservador a esas adolescentes,
anhelantes de vida, pero ya aterrorizadas por esa misma vida que se les vuelve
un bien inaccesible.
La familia se cierra,
asfixia y se asfixia, se clausura, en
una maraña de recelos, odios, rivalidades.
Monstruosa Totalidad,
promiscuidad cálida.
Lo prohibido exalta los
sentidos.
A diferencia del padre
Sergio, Tonio no se cortará un dedo para mitigar con el dolor atroz ese otro
dolor, el del deseo.
El personaje de Tolstói
rechaza a la mujer, diablo tentador,
que lo aleja de las alturas de lo racional y lo degrada, condenándolo a la oscuridad de las pasiones.
Mujer, puro objeto de
lujuria.
Nadia, inconsciente de sí,
se deja estar, bajo el sol
del mediodía, lánguida y voluptuosa.
El patio huele a flores. Ella canta, lenta, una melodía apretada entre los
labios. La cabeza se
inclina, suave, sobre el tejido. Tonio la ve ahí, sentada, tan apetecible en su
abandono, con ese resplandor que la juventud da al cuerpo femenino. Su hermana,
antes ignorada, lo traspasa
como un rayo. La descubrió
hermosa. Cae el velo de sus
ojos. La ve mujer, de pronto, la ve hembra. La mira como un hermano no debería
jamás mirar a su hermana.
… besó fuera del control de su
conciencia los labios de Nadia (…) con sus manos que ascendieron hasta los
pechos de una Nadia pálida, paralizada en el torbellino de sensaciones
inesperadas, extrañas. Nadia rogó en un hilo de voz que se apartara. La cara
del muchacho osciló negativa, aún avanzó estrechando los cuerpos y su mano loca
presionó el pubis por sobre los vestidos de la virgen.
¿Se siente culpable
después?
Cierto espanto, quizá.
Nadia, a partir de aquella
tarde en el patio, no volverá jamás
a ser la misma.
Asume la culpa. En un acto
de amor ni siquiera por ella sospechado. Amor que, de tan intenso y sin
solución posible, acaba por convertirse en odio.
El hombre, con olor a
padre.
Odiar, la única forma
propicia a su existencia.
Solas para siempre, para
siempre sin amor, cantaban las brujas de Michelet en el aquelarre.
El hombre, para
Nadia, se convierte en
fuente de repulsión. No le reconoce nada. Ni siquiera la capacidad de sostener
económicamente a la familia.
Para ella ninguno vale
nada, como si la misma condición de hombre fuera la marca de cierta invalidez
intolerable.
Nadia sólo hubiese podido
inclinarse ante Dios, o ante el Mal, o ante un Satán que es macho, macho cabrío
con un miembro tan grande como el de Pan o Príapo.
Nadia, la atormentada
Nadia. El personaje más fuerte de
la novela. Llena de resentimiento, una virgen cuya virginidad es espada,
escudo, causa y razón de una vida en permanente actitud de guerra. Nadia no
perdona, ella ve. Así, es
la única en la familia que comprende que su hermana Bella se muere, con la
complicidad de todos, sin remedio.
No se atreven a mirarse.
Bajan los ojos y se eluden, avergonzados. Cómplices de una muerte sacrificial.
Bella, el cordero que se inmola para pagar por los pecados del padre.
El sacrificio:
Una “cosa muy santa”.
Un crimen.
Carácter sagrado de la
víctima (Hubert y Mauss)
Palabras cortajeadas por el
llanto: Nadia no forma parte del sacrificio.
Ella acusa, como si la cobardía del otro pudiera cambiarse con el
grito de denuncia.
Nadia.
Y las otras: víctimas, como
los gallos, de heridas incurables.
La virginidad, condición
que protege, resguarda de esa otra condición de ser para el otro, para el
macho.
La virgen es una mujer que
ha aprendido a valerse sin hombres.
El capítulo que lleva el
nombre del libro, El hilo de
la bobina, es de esos textos que se te quedan para siempre, con sus imágenes de belleza
despiadada, y esa música de las ideas que apenas fluyen: sensaciones, sí, el
clima de atardecer, cuando el cielo, como esos moribundos que reviven en el
último instante, se abre, inmensa página radiante que parecería albergar, por
un momento, todas las
verdades.
Escena de una crueldad que
aún duele: sigue habiendo hombres y mujeres que odian lo femenino. El padre,
autoritario, les corta el
paso a Sol y a Bella, en el momento en que las hijas salen, deslumbrantes,
vestidas como hadas, como
reinas. Ellas mismas cosieron sus vestidos. Vaporosos tules, el frunce de un terciopelo en la cadera, el
escote que se abre, palpitante. Cuerpos que desean, incompletos.
La primera fiesta.
¿Puede haber mujer más
hermosa que la que siente en su cuerpo el amor que vendrá, o que es, ese deseo
raro, que ellas no pueden nombrar-para eso necesitan del hombre- deseo hecho
de carne y de sueños, inspiración que se eleva y baja al mismo tiempo, hálito que
recorre como una música la columna vertebral, los órganos luminosos del cuerpo,
brillantes como estrellas.
Y la piel que pierde su
condición de límite.
- Estas no son horas para
jovencitas.
- Pero… Padre… - intentó en
un ruego Bella.
- El Padre está en el cielo
y opina que esas fiestas no son para mujeres decentes.
- Pero si usted conoce la
casa y a la familia…- dijo Sol- . Ellos quedaron en acompañarnos a la vuelta.
Son tres cuadras.
- Y van Rosa y Elisa, el
hijo del doctor y…- sólo pudo agregar la más joven.
- Ni ellas ni él, ni ustedes
tienen vela en este entierro, así que a callar, y a obedecer. Buenas noches-
dijo duramente el padre, cerrando toda posibilidad de diálogo, y se internó en
el pasillo.
Colores y matices de un
crimen de siglos que Liliana Guargno describe sin miedo, sin dejarse tentar por
la compasión o el orgullo, como si en la escritura, en ese campo que es también
campo de batalla, ella se jugara la vida.
El padre de El hilo de la bobina descarga su poder sobre las mujeres de
la casa.
Ellas obedecen.
Castidad, pobreza y
obediencia, elevan sus votos las monjas de clausura.
Obediencia, virtud
cristiana, una de las formas más altas del amor. No pasividad, ni sumisión
cobarde.
Bella, después del episodio
con el padre, en aquel “amargo febrero”, comenzó a callarse. El silencio, como
una mortaja etérea y carnal, la ceñía, más y más fuerte. Con la mirada concentrada en algo
parecido al vacío mantenía sus tareas de corte y confección. La tristeza la
consume. Un dolor agudo como
si en su interior agujas filosas subieran y bajaran, horadaran y cosieran con
hilos finitos de la bobina de su cuerpo la tela propia bajo la piel. Ningún
gesto, ninguna profundidad en sus ojos. Las trenzas recogían su cabello, daban
vueltas y vueltas sobre una cabeza que no quería recordar.
Bella se abre a la muerte. Espacio propio donde el padre pierde
todo su poder. Ella asume su libertad. Su hambre, que no se calma con alimentos
terrestres. Su deseo de
amor jamás será saciado. Bella no se conformará con una esclavitud estéril. La maquinaria del cuerpo comenzó a
andar mal (…) Se negó a desayunar. Un vaso de agua no es un desayuno, le dijo
la madre, que sufrió su mirada esquiva pronta a disolverse.
Las mujeres de la casa,
unidas por la misma servidumbre, compartiendo las mismas cargas.
Pero Bella es diferente. Se
rebela contra el padre de un modo absoluto.
Aterrador su grito que, sin
voz, destroza todo a su paso, como un torrente mudo, un grito hacia adentro,
hacia los confines secretos del cuerpo púber.
La seda que envuelve su
cuerpo muerto. De tan delgado, casi transparente. Esos ojos inmensamente azules
vueltos hacia la nada.
Los personajes femeninos de
Liliana Guaragno recurren a la
virginidad como a una Fortaleza en donde el poder del hombre es una amenaza
contra la cual todo se estructura: la rutina de cada día, las conversaciones,
las posturas del cuerpo, el alcance de la mirada. Amenaza improbable pero
fundante, como en la novela de Buzzati, con sus temidos y anhelados tártaros.
Las chicas de El hilo de la bobina no tuvieron, como Juana de Arco, la
ayuda de Dios. Como si la virginidad fuera una protección demasiado vulnerable
en ese mundo de guerreros, a Juana, para salvarla de la concupiscencia, su
Padre le ordenó vestir ropas de hombre. Curiosa relación entre ser mujer y aparentarlo.
INQUISIDOR. Volviendo al
tema de la vestimenta. Por última vez, ¿te quitarás esas ropas indecentes y te
pondrás algo más apropiado a tu condición de mujer?
JUANA. (Con pena.) Pero mis voces me dicen que vista de
soldado.
LADVENU. Juana, Juana, ¿no
es eso prueba de que las voces son voces de espíritus del mal? ¿Puedes darnos
una buena razón por la que un ángel de Dios daría un consejo tan desvergonzado?
JUANA. Pues claro, es de
sentido común. Yo era un soldado y vivía entre soldados. Ahora soy un
prisionero vigilado por soldados. Si vistiera como una mujer me considerarían
una mujer, y entonces, ¿qué sería de mí? Si visto de soldado me considerarán un
soldado y podré vivir con ellos como si estuviera en casa con mis hermanos. Por
eso santa Catalina me dice
que no debo vestir de mujer hasta que ella me dé permiso. (Santa Juana, Bernard
Shaw)
Para los teólogos, la
virgen tiene el privilegio de dejar de ser mujer para transformarse en un
hombre. Jerónimo escribe que “si una mujer se dedica a tener hijos, ella se
diferencia del hombre como el cuerpo del alma. Pero si ella desea servir a
Cristo más que al mundo, entonces dejará de ser una mujer y será llamada
hombre” (Comentario a la epístola de los Efesios, III, 5)
La virgen, parte de un Todo
que la demanda entera.
Renunciar. Y devenir
fragmento.
Liliana Guaragno escribe
como si tallara en la hoja una forma
que dice lo que ya estaba en mí.
A riesgo de morir, me dejo dar forma, me atrevo a hacer
mía la escritura ajena.
Santo Tomás de Aquino
identifica lo femenino con la materia y lo masculino con el espíritu. El
espíritu da forma a la materia y la materia necesita del espíritu para llegar a
ser. De tal manera que, para el teólogo, la mujer sin el hombre jamás adquiría
su forma. En el acto de lectura, soy como eso femenino que anhela su ser, y
busca, enamorada, la escritura viril que le dé forma.
Las voces de la novela,
algunas potentes, otras apenas perceptibles.
Se dice, se habla, se
denuncia.
El padecimiento de la
madre.
Amanda madre-víctima,
Amanda-cuerpo que se vuelve ajeno en los brazos del marido. José usa sus derechos
maritales y los impone, sin amor, como lo hacían los señores medievales con las
mujeres recién casada de sus siervos. Ella pasea por los patios vacíos del gran
caserón, y siente, quizá,
al divisar la gran
cama en el cuarto
matrimonial, lo mismo que sentiría la rústica novia campesina al alzar la
vista, temerosa, y divisar la forma negra, oscura y amenazante, del castillo
del Señor en lo alto de la montaña.
Las hijas, leales a la
madre.
Incapaces de traicionarla
cuestionando las órdenes del hombre de la casa.
La madre.
Interminables noches en los
que dona su cuerpo, como ofrenda, en un acto casi religioso.
La madre, mujer, puta, se
inmola ante el Dios del
hogar, ese que exige, insaciable, su
cuerpo en sacrificio. A las
hijas no puede poseerlas, pero
se encargará muy bien de privarlas del hombre, de las delicias del sexo,
delicias que, por otro lado, él
nunca pudo hacer sentir a
su mujer.
Amanda se abriría de
piernas. Guaragno, lapidaria, emerge, poderosa, de la trama-maraña que
genera el movimiento incesante de la bobina. Amanda, en la cama matrimonial, se
evade en pensamientos para no perder el control de su agonía. El cuerpo se le
vacía de sí, es cosa inerte, la mecánica del hombre sin alma no logra hacerla
vibrar, de tan lejos que está ella, en mundos de imágenes y recuerdos, de
preocupaciones y obsesiones domésticas. A
diferencia del narrador de
Mishima, Amanda no logra excitarse con imágenes santas. Las monjas levantándose la pollera son
irremediable, mundanamente buenas. Aunque el personaje se culpa, luchando por evadirse del
jadeo de ese no-hombre (animal) en sus oídos: Ellas, ¿con las piernas abiertas y
el hábito arrollado? Pensamientos sacrílegos. Apartarlos.
Música corrosiva la del
sexo en los oídos.
¿Qué pasa mujer? ¿Qué?-
suena lo voz cortante del hombre.
Ah, el temor. Concentrarse,
¿en qué? Un acostumbrado lagrimón rodaría por su mejilla. (…) Y José jadearía.
Ella reza, eso, reza un Gloria para que pase rápido, puro presente el Gloria,
reza también para que no haya hijo.
Las delicias no son para
ella. El erotismo del hombre, tan
ligado a la violencia. Esa tendencia al asesinato, como dice Kristeva. Tiempo de gallos, pasado entre machos,
en donde las mujeres, detrás de las ventanas, acechan, excluidas y parte al mismo tiempo de un acto
criminal cometido cada
noche a espaldas de la ley, entre voces roncas por el alcohol y cuerpos
sudorosos. Cómplices, a
pesar de sí mismas, de un pecado que atormentará sus almas frágiles, llenas de
imágenes y sueños corrompidos.
Perder la vida a manos de
ese padre brutal, o perder
el deseo de vivir, que es lo mismo.
¿Y si el Tirano fuera un
invento de la madre? Fruto de la desesperación del alma ardiente por sostener a
un Dios que se sabe caído.
El poder de las mujeres:
solapado, persistente.
Revelación, secreto,
saber murmurado con
palabras resbaladizas, vagas, que dicen y no dicen, entre puntada y puntada, en
el frescor silencioso del cuarto de trabajo, o en la penumbra cálida de la
sala, al caer la noche. Las hermanas pronuncian como en secreto palabras heredadas de antiguas
mujeres. Acaso el padre no
es el dios de las mujeres, que reina en Avellaneda, un dios fantasmal, a pesar
de su carnalidad, pesada.
Las mujeres son
niñas. Puras, bellas, inofensivas.
O voluptuosas, fatales,
transgresoras, malignas.
La idea de la mujer
angelical y la nueva concepción
de mujer demoníaca de fines del siglo XIX parece persistir en las fantasías
misóginas de los hombres de El hilo de la bobina.
El hombre: algo para
soportar.
Aguantarlo, condición de
santidad. Y en el encuentro amoroso: Ay,
y este José que no acaba nunca. Y yo, obrera del sexo.
La madre, comprensiva:
Él es bueno, después de
todo. Aunque me tome cada noche, sin mirarme, es bueno, al menos no se emborracha como su
hermano Enrique. Ni tiene otra. Creo. Si nunca digo no, ¿podría acaso negarme?
No debe tener otra.
Pensamiento universal de la
mujer que defiende la propiedad de su hombre, aún contra sí misma.
Pasa, fugaz, una
posibilidad de rebelión, como venida del absurdo: ¿Qué diría si me atreviera?
En medio de tanta angustia,
un consuelo: Mis hijas son
hermosas.
Y ellas, mutismo perfecto.
Tampoco el padre habla, salvo para atacar,
diciéndole que no al deseo.
Violencia criminal:
aniquilar lo diferente para persistir.
La mujer se construye:
Pero Melanie no es tan
tonta como él cree, ni por asomo; sólo es pura criatura femenina que se
convierte en cualquier cosa que su hombre quiere que sea. (Marghanita Laski, El diván victoriano)
El Hilo de la bobina:
Desolación femenina, algo
fundamental dado por perdido: la posibilidad de existir.
En este no-tiempo de la
novela, algo se mueve, sí: los huesos pierden fuerza, hacia abajo las espaldas
que se encorvan, como aquella imagen de El
tiempo recobrado: hacia la sepultura, como si la tierra ejerciera sobre los
cuerpos una atracción nefasta. Acá, la belleza se marchita y nos encontramos de
repente con los tobillos hinchados de Sol, su pelo, antes abundante, que
deslumbraba con sus tonos rojizos, ahora está apagado, ralo.
Sol, la de la renuncia
temprana.
Se cortará las trenzas
después, y las guardará envueltas en papel de seda, dentro de una cajita. Y su
cuerpo se irá empequeñeciendo, inclinado sobre la máquina de coser, el
traqueteo mecánico, distrayéndola de tanto encierro. La buscan para encargarle
vestidos de novia. Se quedará soltera, con la boca arrugada prematuramente, la
boca dulce sin besos.
Una tarde Sol salió de
compras. Volvió con el pelo corto. En una caja guardó sus trenzas, como se
guarda a un muerto.
Ema, la hija menor, crece
sin perderse en el miedo, como las hermanas. Es la única que accederá al
hombre. Padre no ahuyentaría más a los pretendientes que se atrevían a
acercarse a la puerta de calle, ni ella tendría que volver, como le ocurría a
Sol, hacia el interior de
la casa, al zaguán, cabizbaja, arrastrando los pies por el pasillo.
Algo se mueve,
parece. José ya no es el
padre que era. La autoridad paterna se debilita, se deshace: Si acaso retornaran los gruñidos de
padre (ella) no se amedrentaría, piensa
Ema, él carecía ya de fuerza,
se le había perdido junto al dinero, el coche, la pelea de perros y las riñas
de gallos.
Ema se casa.
Nicolás, su marido, será
excluido, por diferente.
Sus padres, sus hermanos…
Qué gente desagradable.
Para Amanda, son bajos.
-No ha de ser por la
altura- comenta Elena.
-No, tiíta, quiere decir
que son brutos. ¿Viste?, te pellizcan, cuando vas de visita te rompen la
mejilla con los dedos, gritan al hablar, bueno, ya sabés.
Don José se desintegra, en
un deterioro rígido de la autoridad, proceso que estuvo desde siempre, oculto,
y que Amanda se consagró a disimular.
¿Acaso aquel padre
todopoderoso, capaz de
escribir la ley y de borrarla, fue
condición necesaria a la madre?
Se derrumba, sí. Padre va
decayendo, como una imponente escultura que uno cree de piedra y que, bajo la
acción del tiempo, deja ver su interior de barro blando.
… su cordura se despeñaba, ese padre elevado hasta el
paroxismo por la abnegación materna, retrocedió
en el tiempo hasta la época que arrasaba cuerpos y deseos. Y allí se quedó,
dando vueltas por el reñidero, riéndose solo, en el delirio de las carcajadas
de sus amigos en un sábado pretérito mezclado con alguna obscenidad lanzada
desde algún quilombo de los de 25 de mayo (…) En vano trataron de calmarlo. Al
fin lo dejaron solo. Se retiraron despacio, mirándolo cada tanto hasta
escurrirse por las puertas pensando en las escena de padre… Amanda se moría de
pena. José marcaba con una cruz los caballos ganadores, gritaba que era rico.
Acariciaba fabulosas, etéreas fortunas. Hablaba con personas que él solo veía,
o con una Amanda joven que acudía con el vino o las empanadas a sólo un gesto
suyo… Una tarde no muy lejana, apareció tieso, sentado en el sillón de
esterilla que estaba entre el baño y la cocina. De su boca salía un líquido
rojo, viscoso como la sangre de los gallos.
El hilo de la bobina es un instante, dura lo que una larga respiración.
No comienza, no termina.
Me quedo ahí, detenida, más
viva que nunca, haciendo equilibrio en el vacío.
Qué lejos, parece, estamos,
cuando no escribimos.
Dejemos que la escritura de El hilo de la bobina nos penetre como en un acto de amor, y
pongámonos en riesgo en la lectura.
Leer, no ceder a la
urgencia de taponarnos: ojos, oídos, boca, todos los agujeros, como en aquella
novela de Donoso. Clausurados por el miedo. Y todo para que reine una tranquilidad falsa y mortífera. Y
eludir la angustia de estar vivos.
Libros como El hilo de la bobina nos salvan de caer en la tentación de
cada día: protegernos del conflicto, no sentir nada. Autómatas incapacitados
para la literatura, para la vida. Sueños,
ya no de un demiurgo como el de Las
ruinas circulares, sino de maquinarias ideológicas sin cara, sin nombre,
sin deseo.