26.6.13

Luis Luchi: un retrato, por Jorge Quiroga






De  Luchi lo que más me queda es el tono de su voz, su forma irónica, a veces tierna y otras veces de  enojo, que no deseaba contener, sobre todo cuando imprecaba a  viejos amigos de acuerdo a su moral intransigente y justa.
Siempre  andaba con Guillermo Cantore,  su  compinche, en andanzas y  fechorías menores, por la ciudad. Los  dos  se pusieron en confabulación una noche, ubicados en el fondo de  un estrecho y alargado salón, interrumpiendo a un buen tipo, un conocido escritor, que les tuvo mucha paciencia, hasta que cansado, abandonó la conferencia, para emprender  al dúo a  trompazos, ellos como inveterados secuaces, se refugiaron  entre los brazos extendidos y los cuerpos de la gente que trató de evitar el choque.
Siendo yo un adolescente, no sé cómo conocí a Luchi,  y lo visité en unos monoblocs donde vivía con Irene, su mujer, y sus hijos, el sol pegaba fuerte sobre la biblioteca, y sobre una mesita donde había una pila de libros, casi todos de  poesía. “Es lo que Luchi  está leyendo ahora”, me dijo Irene, quien lo adoraba y soportaba estoicamente todo.
Sus aventuras eran las de un hombre-niño, solitario y triste, un bebedor insaciable.
Con  Luchi no se podía discutir, porque él siempre tenía razón, su cabeza calva, su pelo rojizo, sus bigotes espesos le  daban el aspecto de alguien que había vivido mucho, y su traje  arrugado y desprolijo, su corbata volante, denunciaban que sobrevivió infinidad de tormentas.
 Con el dedo índice mocho señalaba todo aquello que no lo conformaba, y con la palma de la  mano acariciaba la cabeza de quienes lo queríamos.
Dicen que falleció en el exilio, el raje que con tanta lucidez supo retratar en  un poema.
Se espiantó, y cómo lo hizo no está comprobado que sea cierto, no vi nada, si hasta el tono de su voz me sorprende cuando paso por el centro o transito por las calles transversales, sobre todo  cuando doblo una esquina y pienso que aparece.



*


MATE EN LA CAMA
                                         
Desde ahora en adelante
siempre estaré solo,
No preguntaré por nadie,
nadie preguntará por mí;
los enterraré en el olvido.
Me enterrarán en el olvido
Diré (para mí) una vez yo,
dirán para ellos) una vez, él
No importará nada.
Los mates en la cama
si que los extrañaré. 

(Luis Luchi. ¡Gracias Gutenberg!, 1980)



VOLVIENDO A CASA

Como  soy un ciudadano  de estos tiempos
no voy para mi casa en un caballo.
El  banco de la nación
no confía en mis promesas
y  mis conocimientos
sobre travesuras comerciales
no asombran a nadir.
Si me palmearan en la espalda
y me preguntaran de improviso
diría son ponerme colorado :
soy poeta.
Entonces a colocarse en la cola;
con el albañil,
con el matasellos de las sucursales,
con el mozo de café.
Con la suave damita
que ni de reojo me mira,
con el vigilante que sí me mira de reojo.
con el carpintero que no oculta su olor a  goma laca
con el reglamento que cobro el boleto de distancia.
Todo recorrido termina, insisto y bajo.
Podrán averiguar de mí mucho pasado,
nunca olvidó  sus caras.
He leído porque enferman mis vecinos,
Por qué la frente distrae sus sonrisas.
Entro a mi casa,
El día menos pensado me voy a mudar,
Busco un rincón, y libero a los astronautas
a  Colón a Tomás Moro
a los proyectos de  la capital de  la alegría.
Y después en la comida,
sin  comer no se puede vivir,
aclaro mi garganta y digo:
¿No trajo la paloma un aletear?
¿No vino un telegrama con saludos?
¿No hubo un llamado con cantos
qué incluyan mi nombre?
¡Nadie golpeó  la puerta
y dejó un regalo para mí?
Porque espero una visita
hoy o mañana
algún día será.

(Luis Luchi. Poemas de las calles transversales, 1964)


LA CASA NO SERÁ LA MISMA

                                A  Alberto  Szpunberg


Esa entrada cambió oxidada por la humedad,
su llegada perdió la costumbre.
Pasaba el repartidor, así no se borra el horario.
faltan  las coronas de  novia.
Esos vidrios rotos no se remplazan con vitraux.
Y yo tocaba el timbre, la luz cortada.
¿Quién es? ¿Dónde estás?
¿Por qué has venido? ¿Dónde estuviste ?
¿Quién gastó estos escalones?
¿Quién dejó la marca de un cuerpo caído?
Se  cambian miradas con significados
y  nadie me conoce.
Cajitas de almas ocupan los lugares
destinados a las bolitas
y
¿a quién esperan que no dicen nada?
Soy yo, he vuelto,
Estoy tocando el timbre:  trin..

(Luis Luchi)

14.6.13

Debemos volver, por María Eugenia Romero






Es la casa de la puerta negra. La penúltima casa antes de llegar a la curva. Con paredes resquebrajadas y ventanas tapiadas. Hay polvo, yuyos, desorden por todos lados. En el techo, chapa destartalándose. Es una casa deshabitada. 
La sobrevuelan pájaros negros.
– ¡No entre! Me gritan Eduarda, Oscar, Calixto y Mirta.
Al costado, una hamaca azul balanceándose, me arroja un aire especiado que me transporta a un jardín cuya intensidad conocía.
El perfume llega por oleadas y así como viene intempestivamente se esfuma, a pesar de mis intentos vanos por aferrármele.
Vahos de fresca brisa me invaden, como en duerma vela, procurándome una sensación gratificante en la que, sin embargo, no logro aletargarme.
Lo efímero de esa tibieza me hace sentir expectante.
Alrededor de la casa se amontonan chatarras cuya oxidada desmemoria es custodiada por la puerta negra que yo deseaba tanto abrir.
¿Por qué la casa me serenaba?
Acaso provocara en mí algo que se escabullía, una euforia indecible que me pone en marcha. De repente un frenesí de jazmines me hace errar por recodos frescos de malva y verdura que mi memoria revive como si la ambigüedad fuera el mismo material de una posibilidad  certera.      
Sigo mi obnubilado derrotero, voy y vengo por el irisado violeta, por los naranjas, entre el halo de aromas embriagantes. Yo fugitivo en mi estado inasible, ensimismado, me siento nuevo y protegido.
La hamaca azul sigue balanceándose vacía.
– ¡No entre, Sr R!, me insisten.
De pronto miro alrededor y no entiendo por qué Eduarda, Oscar, Calixto, y Mirta continúan gritándome y gesticulan. Se tapan la nariz con la mano como si sintieran un olor desagradable.
– El olor viene de la casa, me dicen.
Yo no lo sentía. 
Recordé que Allegra había decidido seguir caminando.
La había visto alejarse por el sendero que sube hacia el corral de las cabras. Nosotros nos quedamos en el almacén.
Calixto y Mirta insistían en que buscáramos a Eduarda. Ella tenía las llaves.
Fuimos todos a pie atravesando el pueblo después de terminar el almuerzo.
No se trató de un arrebato sino más bien de una necesidad. 
Los pájaros, la puerta negra… como si hubiese algo que se debía expiar.
– No entre, Sr. R!
¿Por qué ellos tenían tanto miedo?
Yo, por el contrario, me sentía aligerado.
Aquel jardín…  perfumes. La hamaca azul meciéndose en la brisa.
Los álamos que veía desde una ventana, las abejas, el colibrí.
La continuidad de la vida imparable.
Me recuerdo observando por la ventana, bajando por la escalera.
Me veo salir al aire tibio que los árboles convertían en viento, “porque no existe el viento, no existe, son los árboles los que lo hacen cuando mueven sus hojas”.
– ¿Y cómo mueven las hojas?, ella desde la hamaca. ¿Cómo?  Si los árboles no tienen voluntad…   
– ¡Cómo que no! ¿Ves aquellos sauces?, ahora están calmos y contentos. Pero las otras noches… Era furia el viento, hojas rabiosas, árboles desmedidos.
– ¡Qué tonto! ¡No te creo!
Y así la tarde…
El miedo es una palabra sin vivencia, pensé, mientras me seguían gritando.
Habíamos salido temprano esa mañana. Queríamos mostrarle a Oscar el lugar que tanto nos había movilizado. Cuando llegamos paramos en el almacén de Calixto para comer y refrescarnos. Allegra estuvo callada.
Había también algunas personas más almorzando.
– ¿Sabe ya Eduarda que llegaron?
– No.
– Mirta, por favor, corré a avisarle.
Riéndonos, quietos, o en silencio, observando los pájaros vimos cómo llegaba la noche. Nos dejamos penetrar por la luna, “luna de amuletos”, leía.
– Ja ja, qué viento –mientras infla las mejillas y me sopla la oreja–. El viento existe R. El viento somos nosotros.
Luna de amuletos sobre la brisa espesa de la noche. La tarde había dejado su perfume.
Estoy por entrar en la casa. Los gritos de mis amigos se han vuelto muecas.
A desgano, Eduarda me había entregado las llaves.
– ¿Para qué quiere entrar en la casa? Hace tiempo que está deshabitada. Desde el día que murió Cayo.
– Yo desde aquí, ¿sabés R?, puedo ver las lunas de Venus. Es mentira que no tiene ninguna.
– ¿Ah si? ¿Y de qué color son?
– Del color pálido del rocío.
– ¿Y qué color es ese? -extiende su brazo para acariciarme-.
Un gato sale corriendo de improviso delante de la puerta al sentir mis pasos.
– … ocho son las lunas, R.
El gato huye y yo trastabillo. Sigo y meto la llave en la cerradura. No escucho otra cosa que el palpitar agitado de mi respiración. Siento una conmoción profunda y un sudor frío que me moja la cara.
Estoy por abrir.
– Cayo agonizó allí siete días.
Abro y una bandada de aves huye alborozada mientras veo corretear por todos lados topos atemorizados.
– Había vuelto cuando no le quedó duda de que se avecinaba el fin.
Llegó de Miraflores con su alforja, dos bolsas pesadas sobre la espalda y un misal en la mano.
Nadie lo vio salir.
Fue Hermione quien avisó en el pueblo. Lo llevamos al cementerio cinco días después.
Hermione le lavaba la ropa, le encendía el fuego y le hacía de comer. Cuando él murió Hermione quedó muda. Lo veló durante tres días. Después, sólo después se las arregló para avisarnos.
Risas, el perfume del jazmín, de la rosa silvestre penetrando la noche, ocho lunas en el cielo, el sauce, los álamos, la hamaca en el viento.
– Cada luna tiene una perla dentro. Yo desde aquí puedo ver a los buceadores en su tarea imposible. Porque no hay mar en la luna, R y nadie tiene la audacia de inventarlo.
Abro. Un halo de luz entra por la puerta e ilumina la casa en penumbras.
– Si al viento lo hacen los árboles entonces una perla puede hacer brotar todos los mares.
Y me leía:
“Bajo las cortezas, y como por un vacío,
Los humores se animan,
Se sueltan, delirando gemas…”
Los jazmines, las rosas, el zafiro en la noche la perla la luna y sus palabras barro y aludes…
“…En Alejandría de Egipto aquella noche…”
Tu voz me llegaba. Te oía por hilachas.
– ¿Para qué quiere entrar en la casa? Me grita Eduarda, me pregunta.
Habíamos almorzado en el almacén mientras yo le mostraba a Oscar los bocetos de lo que íbamos a pintar.
Allegra comió poco. Se levantó y dijo que tenía muchas ganas de caminar.
Cayo comió y bebió de la mano de Hermione durante sus últimos siete días. De la mano de ella murió.
En la alforja encontramos algunos lápices, ramitas de cardón secas, cueros y lanas, varios cartones, tres piedras, una cuña, un cuenco, un Cristo tallado y una libreta.
Me decidí a pasar.
Un olor acre se mezcla entre los jazmines, el polvo del piso y la carrera de los topos que repiquetean sobre palabras risas el follaje que se aleja se acerca se pierde se vuelve a alejar. Eduarda entra detrás de mi.
– Señor R, ¡mire! El olor viene de aquella vizcacha. Y señala un ángulo de la casa, lo que era una cocina, debajo de la pileta un animal muerto no hace muchos días, picoteado, roído, comido, destrozado que conserva todavía dos grandes ojos abiertos.
Eduarda va decidida y con una pala que saca de un armario lo arrastra a pesar de su peso muerto hasta el jardín. Sin decir nada cava un pozo y lo entierra.
La hamaca se balancea.
Oigo a Oscar respirar detrás de mi espalda. Ha entrado en la casa también.
Calixto y Mirta ayudan a Eduarda a tapar con tierra y piedras la fosa de la desafortunada vizcacha.
Sobre la cama encuentro la alforja, tiemblo.
Allegra se levanta de la hamaca, camina y se pierde entre los corrales y en el cuarto azul sus brazos, cabras, como vivaces mariposas, camina me llama, desde la ventana jazmines frescor de menta y la luna viento las hojas mis manos su boca deambula entre azules me llama voy.
Busco el cuaderno. Lo apoyo sobre la mesa. Lo abro y casi no creo estar mirando sus dibujos, su caligrafía confusa, hay palabras hay signos hay garabatos bocetos notas. Oscar a mi lado asiente con la cabeza, está emocionado también.
Calixto y Mirta habían vuelto ya al almacén. Eduarda esperaba en la puerta.
– Hermione le asistió los últimos días. Tomaba su mano en la suya y  le ayudaba con sus trazos: cálices, ángeles, pétalos, hojas, tallos, corolas, letras. Hay poca firmeza. Está claro, Hermione temblaba con él.
Soplo el polvo del cuaderno, en mi oído “el viento somos nosotros R”, un estremecimiento. Me dejo caer en la silla desvencijada. Oscar se sienta a mi lado.
Risas y más risas. En el viento sábanas el césped azul el frescor verde de agua y jazmines. La hamaca se balancea. La veo desde aquí. Se levanta, camina, va.
En la ventana de esta casa que hedía hay un sendero de hormigas que baja hasta el piso.
El crucifijo está todavía sobre la mesa de luz.
La cabeza del Cristo caía hacia la derecha concentrando en el peso del resto del cuerpo todo el dolor  humano en su acongojante finitud. Cuántas veces seguramente Hermione habría tomado la cruz en sus manos para acercarla a sus labios -“¡el viento, R !” posando los suyos sobre los míos y abriéndolos como una flor-.
Rezaba, sí. Cayo rezaba. Las manos juntas implorando. La frente sobre la cruz.
Encontré también una caja de zapatos con témperas, monedas, trocitos de vidrio, agujas de cardón y dos o tres pinceles improvisados con ramas.
– Hermione pasó siete días a su lado. Durante tres días enteros lo veló.
Desapareció después, inmediatamente tras el entierro.
– ¿Y cuándo entonces quedó muda, Eduarda?
– No lo sabemos. Aquí todos recuerdan su voz dulce y su canto claro los días de fiesta en la iglesia.
Y bajando la voz: -¡Dicen que Hermione, a la muerte de Cayo, se hizo santa! Hay gente incluso que está pensando en levantarle un altar.
Recostado en la hierba regenerante, estoy mirando el cielo, sereno de tanto azul, la trayectoria repetida de los pájaros la risa contagiosa que viene desde la hamaca como trino suave constatando tibieza.
– ¿Pero cuándo y cómo quedó muda, Eduarda?
– El viento R, ¿cómo es eso del viento? ¡Dale, contámelo de vuelta!  Y risas intercalándose.
Oscar me dice que se está haciendo tarde que guarde las cosas en mi bolso y me las lleve. Eduarda está de acuerdo, todavía necesitábamos tomar las medidas de la iglesia, ajustar los bocetos, “el viento R, mirá cómo se agitan los álamos” y mueve los brazos y ríe. Yo me río también. El perfume de los jazmines acercándose para después alejarse diseminando otra vez los contornos.
Río. Poso mi mano en su mano.
Mi mano aferra el crucifijo que no puedo dejar de observar y siento el sudor de otro sudor el dolor en la madera la savia que vibra todavía el tronco del cardón del sauce del álamo.
– ¿Y Allegra?, pregunto.
Eduarda me cuenta que la ha visto subir por el camino de la vertiente. Dice que seguramente la cruzará después cuando vaya a buscar los animales.
– ¿Quiere que le diga algo, señor R ?
Yo apenas si la escuchaba. Pasaba hoja tras hoja del cuaderno con el asombro del que ve por primera vez.
“Como un corazón protegido,
la flor rojo sangre
de la rosa silvestre
se abre en la rama más baja…”
Ella me lee desde la hamaca con rostro solemne que luego relaja y ríe. Suele pasar horas leyendo así.
– Allegra no está, dice Oscar que había salido en su busca.
Empiezo maquinalmente a guardar las cosas de Cayo casi creyendo que me pertenecen mientras Eduarda me sigue con la mirada sin decir nada.
– Vayamos a buscarla. Insiste mi amigo.
Hay mares sin lecho pura agua que tan solo pasa frescor mares de perlas balanceándose sin peces ni algas todo mar incluso la más honda oscuridad, sin costas ni olas ni espuma nada tan bello como el simple transcurrir, agua en levedad absoluta.
– Los mares son como el viento, R.
Nada en la nada de un vacío imposible. Los árboles, la voluntad impersonal del viento como el deseo que agita, alegría, nada más que agua tan sólo agua desprevenida.
Allegra vaga por los senderos entre los aromos. Desde la hamaca me llama buscando la intensidad infinita del azul. El azul es inconmensurable…  y ella es viento de agua de luna entre lunas perla acaso también mar.
– ¡Contame, R! Se pierde entre las hojas
– Hoy Allegra casi ni habló durante el almuerzo, insiste Oscar, tomándome del brazo para salir a buscarla.
Rozamos la hamaca al salir con nuestro paso. Se balancea.
Allí por el camino, vamos hacia allí
“…Da lo mismo,
enternece tanto ver cómo te aproximas
con cautela a los límites del prado…”
La siento. Está en el altar de Hermione. Conversan. Es rumor de voces el fervor del ruego, oración de manos implorando.  Allegra está arrodillada.
El altar está pasando los corrales, después de la vertiente, en la curva de la subida hacia el monte. Una pequeña hornacina de cardón celeste , tallada con pétalos y flores. Ninguna imagen dentro. Sólo ofrendas que la gente va dejando. Hay algo cautivante en ese espacio.
No deseo por nada interrumpir.
Le hago un gesto a Oscar para que volvamos. No quiero que Allegra nos descubra. Lo tranquilizo. Logro que no se preocupe.
Quiero pasar por la iglesia.
– ¡El viento, R! La hamaca azul… ¡El viento somos nosotros!
Eduarda abre la puerta del costado. Nos deja. Va en busca de sus animales.
Nosotros nos quedamos trabajando.
Eduarda no encontró a Allegra por el camino.
Asegura que no hay ningún altar por allí.
La hamaca, el verdor, el perfume me llega con tanta contundencia en cada balanceo mientras dejo el libro que leo en el césped, me detengo. Estoy sentado observando los árboles –¡el viento R!, ella desde la hamaca-, el peñón con el nido de águilas, el cielo diáfano, los pájaros. Estoy rodeado de sonido y suavidad.
Saco de mi alforja el cuaderno de Cayo. Paso hoja tras hoja. Las acaricio delicadamente. Con el dedo voy siguiendo cada trazo. Me procuro un grafito y empiezo a dibujar encima del dibujo, a escribir sobre lo que ya estaba escrito.
Dedos, trazos, líneas, dedos, contornos, planos, dedos, hoja tras hoja. Qué es lo que mueve la mano, “obrar sin autoría”, leo y rescribo, trazos, dedos, hojas que pasan, hojas que miran, “obrar sin autoría”,  estupor dentro de mí. –¡el viento R! Ella que me mira, la hamaca, colibríes…
El viento abre de improviso de par en par las puertas de la iglesia desparramando algunos de nuestros papeles, los planos y algunas livianas herramientas que habíamos dejado apoyadas sobre un banco. Son ráfagas tan fuertes que hasta nos hacen perder el equilibrio. Corremos para recuperar y poner en orden nuestras cosas. Volvemos a cerrar. Se suceden algunos minutos en silencio. Miro a Oscar como preguntándole algo que sé de antemano que él tampoco sabe. Seguimos trabajando un rato más. Ansiábamos terminar cuanto antes.
De pronto, como de la nada, el dibujo de una rama sale al encuentro de mis dedos. Es una rama sobre otra rama, llena de nudos, de hojas, de curvas, de otras ramas que van surgiendo que dibujo sobre ramas y más ramas y los cálices entre medio, las piedras, anoto una a una las palabras que leo “obrar sin autoría” sobreponiendo las mías como en un inesperado palimpsesto, estoy en el jardín de mi casa entre el perfume y los mantras del sonido y he dejado de leer.
Un libro sobre el césped y la risa de alguien me estremecen.
... bosque espiral promesa luna viento lana acantilado ojos murmullo turquesa llave espejo corazón tronco campana cuerda pétalo tiza intervalo semilla zapato rubí …
Ella mira desde la hamaca los colibríes.
Casi hemos terminando de trabajar en la iglesia, hemos recogido nuestras cosas. Estamos agotados, exaltados, tal vez un poco inquietos. Eduarda que dice que no hay ningún altar por ese lado, que no ha visto a Allegra por allí.
– ¿Qué pasó con Hermione, Eduarda?
– Señor R, se lo dije. Nunca la volvimos a ver.
Está anocheciendo y todavía estoy recostado en mi reposera mientras la hamaca sigue balanceándose. Acaso me he adormecido. Hay un libro, un cuaderno y algunos grafitos sobre el césped.
Salgo de la iglesia y llego a lo de Calixto. Paso por la casa de Hermógenes. Me detengo ante la puerta negra que veo por primera vez. Bajo del auto y leo el cartel al lado de la puerta que dice: “Aquí murió Hermógenes Cayo, artista-imaginero de la Puna, 1901 -1968”.
Al rato, Allegra me grita desde el auto:
– Remo, ¿nos vamos?
Subo casi maquinalmente a mi coche. Oscar está sentado en silencio en el asiento de atrás. Antes de arrancar enciendo un cigarrillo y miro de nuevo la casa.
Me parece que Allegra, desde la hamaca, saluda con la mano.
– El viento R …
Todo se vuelve difuso.
Y mientras conduzco fuera del pueblo voy pensando cómo. Voy dibujando invisible eso que ahora se me aparece tan nítido sobre el papel. Comprender el viento es como abrir una puerta cerrada. El viento surge de la puerta. Nada menos sólido que el viento ni menos rotundo. Una puerta sin viento no sería una puerta. Tienen una afinidad extraña el viento y la puerta. Dibujo esa contigüidad del viento y de la puerta como si fuera un niño.
– El viento R …
Árboles sacudiéndose y las risas y
– ¡Remo!, es Oscar que me tira del brazo, –ya es tarde.  Debemos volver.

8.6.13

Philippe Sollers - La guerra según Debord





Nunca, como se puede observar, el poder y la arrogancia de la mercadería fueron tan fuertes y tan frágiles. Una crisis en Wall Street, y estalla la convulsión que pronostica un posible derrumbe (como anuncia con orgullo la prensa: “200 millones de dólares se hicieron humo en una hora”). Si no se produce el crac final, se debe probablemente a que es permanente y no tiene fondo. ¿Qué es un libro en este torbellino cada vez más ficticio, que moviliza el dinero como espectro eficaz? ¿Qué quieren decir esas frases impresas para alguien que vuelve de la Buchness de Frankfurt donde, en un horizonte de escaleras mecánicas y de robots ansiosos, una treintena de personas se tiran por la cabeza cientos de miles o millones de dólares mientras hablan de escritores muertos que están más o menos encerrados entre cuatro paredes y bajo control? ¿Y qué es un cuadro bajo el fuego cruzado de las ventas oficiales o paralelas? Mejor no pensar en eso, viva la fuga hacia adelante. Pero igual quiero hablar de un libro que nadie leerá, o que se leerá apenas, de un libro tan destructor y tan invisible a la luz del día como la carta robada de Edgar Allan Poe; de un libro que dice la verdad que nadie quiere, pinchazo en el enorme globo de los intercambios. No lo lean sobre todo si quieren seguir soñando o corriendo por los túneles de la época. Como dijo un filósofo genial cuyo nombre en lo sucesivo es mejor no pronunciar: “el proceso del intercambio se ha identificado con todo uso posible, y lo ha reducido a su capricho”. Y Debord, hoy: “Por primera vez, los dueños de todo lo que se hace y los de todo lo que se dice acerca de los que se hace son los mismos.”

Harían falta muchas páginas para describir las actividades clandestinas de Guy Debord, escritor francés del cual algunos amateurs saben que es, de lejos, el pensador más original y más radical de nuestro tiempo. Un lector en Jerusalén, otro en Estocolmo, uno más en Sydney, dos en París, cinco o seis en otros lugares, es por demás suficiente. Dejemos de lado la Internacional Situacionista y las famosas tesis de La Sociedad del Espectáculo, tesis corregidas y profundizadas en los Comentarios de 1988. Y ahora Panegírico, primer tomo de las memorias de alguien a quien se creía consagrado definitivamente a la impersonalidad de la crítica revolucionaria. Pero en fin, ¿quién es este Debord? ¿Se lo conoce? ¿Dónde se lo puede encontrar? ¿O entrevistarlo? ¿O fotografiarlo? ¿O filmarlo? ¿Cómo vive? ¿Quién le paga? ¿Por qué su editorial no manda sus libros a los periodistas? ¿Quién se cree que es? ¿Por qué nos desprecia? ¿Será un megalómano? ¿Paranoico? ¿Nos opone un silencio implacable? Silenciémoslo. Que no sepa que un individuo de este fin de la historia escapa a nuestra vigilancia. Porque la historia terminó, ¿no? ¿El milagro democrático es eterno? ¿Nuestras tesorerías están alertas las veinticuatro horas? ¿Nuestros faxes también?

Debord, Guy: escritor, pensador estratégico y aventurero francés nacido en París en 1931, en una familia burguesa arruinada por la crisis. Nihilista desde los veinte años. Al contrario de la mayor parte de aquellos que desempeñaron un papel predominante en la explosión de 1968, Debord no renegó de ninguna de sus ideas, ni de su comportamiento, ni de su estilo. Vivió en la oscuridad total, algo que basta para hacer de él un ejemplo de carácter relevante. No recibió ninguna distinción. No parece comprable. Se atrevió a esta frase increíble. “Mi círculo de allegados está formado sólo por aquellos que vinieron por su propio voluntad y supieron hacerse aceptar.” Autores predilectos: Tucídides, Maquiavelo, Retz, Gracián, Lautréamont. Se desentiende del siglo veinte y parece que no espera nada del veintiuno. Desencadena automáticamente algunas furias muy divertidas. Se interesa sobre todo en el arte de la guerra que identifica con el de la escritura. Confiesa sin ninguna molestia su gusto desenfrenado por la bebida y por la borrachera intensa (“una paz magnífica y terrible, el gusto verdadero del paso del tiempo”). Habla admirablemente de François Villon. Vivió mucho en Italia y en España, pero también en una casa perdida de Auvernia (algunas descripciones de paisaje, páginas de antología). Retratos de mujeres brillantes. Prefiere el Borgoña al Burdeos, elección discutible. Prevé con calma catástrofes inauditas. Piensa que la servidumbre es más que nunca voluntaria y lo demuestra con soltura. Hizo que se vuelvan a publicar algunos libros capitales. Formuló una teoría de los juegos que dice aplicar a su vida personal. Hombre de apuestas, pero sin ir más allá. Partidario fanático del conocimiento histórico que confunde, y con razón, con la democracia. Diagnostica el final, ante nuestros ojos, de esa democracia en el momento mismo en que ella celebra su apoteosis espectacular. Piensa que la falsificación es ya general. Sensibilidad extrema subrayada por una frialdad fingida. Perdió diez batallas pero no la guerra. Estilo hiperclásico deliberado, como si el francés estuviera por convertirse en una lengua muerta. Muy fácil de leer, muy difícil de comprender. Fue interrogado por distintas policías. Se burla de la palabra “profesional”, pero escribe: “Fui un muy buen profesional. Pero, ¿en qué? Ese habrá sido mi misterio a los ojos de un mundo condenable.” No está en ningún diccionario. No escribe en diarios. Jamás apareció en televisión. Ejemplo de período oratorio: “El espíritu da vueltas por todas partes y vuelve sobre sí mismo por largo circuitos. Todas las revoluciones entran en la historia, y la historia no abunda en ellas; los ríos de las revoluciones vuelven de donde habían salido, para volver a correr otra vez”.

Precisión: compré este libro de 92 páginas por 80 francos, lo leí inmediatamente en la calle, acto impensable para cualquier otro autor viviente. De ahí mi opinión a los conspiradores del mercado fantasma: hay que prever un alza fulgurante e incontrolable –no necesariamente de manera póstuma.



Traducción del francés: Hugo Savino

Publicado inicialmente en la revista DERIVA n° 2, año 1997.

1.6.13

Persuación de un crimen, por Yenia Fischer





Que nada se pierda
ni el puñal misericordia
ni la mano

y cuando el loco de la planta baja
abra todas las canillas
no pienses en los caballos vencidos
que se cortan el cuello con los dientes

para respirar.


.


madre
que cubran tu cuerpo
no arrojemos cuchillos
-soy tan pequeño-
moriré, si es necesario


las palabras vuelven 
son trama de la carne: 
un animal judío muerde mi nuca 



XVI


Si no alcanzara la amorosa caridad

ser la que se ahorca
la mosca cortada en el aire.
 



jugando con la pantera

precaria almita grangrenada
Agonía
de hierbas y flores escondida

Ella, come carne celeste 





Yenia Fischer. Persuación de un crimen, 1993.