uno
Nací el 16 de abril de 1889, a las ocho de la noche, en East Lane, Walworth. Al poco tiempo, nos mudamos a West Square, en la calle Saint George, Lambeth. Según mamá, mi mundo era uno feliz. Nuestras circunstancias eran moderablemente confortables; vivíamos en tres ambientes decorados con elegancia. Uno de mis recuerdos tempranos, fue que, cada noche, antes que mamá fuera al teatro, nos abrigaba a Sydney y a mí en una cómoda cama y nos dejaba al cuidado de una niñera. En mi mundo de tres años y medio, todo era posible; si Sydney, que era cuatro años mayor que yo, podía hacer trucos de prestidigitación y tragarse una moneda para después hacerla aparecer en su nuca, yo también podía hacerlo; así que me tragué una moneda de medio penique y mamá se vio obligada a llamar a un médico.
Todas las noches, cuando ella llegaba a casa después del teatro, era su costumbre dejar exquisiteces sobre la mesa para Sydney y para mí, que encontrábamos por la mañana –una porción de torta napolitana o caramelos– con el acuerdo de no hacer ruido, por las mañanas, porque ella usualmente dormía hasta tarde.
Mamá era una soubrette en los teatros de varietés, una mignonne, de casi treinta años, tez blanca, ojos azul violáceos y un cabello color castaño claro, tan largo que podía sentarse encima de él. Sydney y yo adorábamos a nuestra madre. Aunque no era una belleza excepcional, la pensábamos preciosa. Aquellos que la conocieron me contaron, años después, que era una mujer delicada y atractiva, y que tenía un encanto absorbente. Se enorgullecía al vestirnos los domingos para salir de paseo, Sydney vestía un traje de Eton con pantalones largos y yo, uno de terciopelo azul con guantes azules para combinar. Esas ocasiones eran orgías de satisfacción, cuando deambulábamos por la calle Kennington.
Londres era tranquila en esos días. Su ritmo era tranquilo; hasta los carros arrastrados por caballos que pasaban por el puente de Westminster iban a un tranco apacible y giraban con lentitud alrededor de la rotonda, al llegar a la terminal, cerca del puente. En los prósperos días de mamá también vivimos en la calle del puente de Westminster. Su atmósfera era alegre y amigable, con atractivos negocios, restaurantes y music-halls. La frutería que estaba enfrente del puente era una galaxia de colores, con sus pirámides ordenadas de naranjas, manzanas, duraznos y bananas, cuidadosamente apiladas, en contraste con el gris solemne del Parlamento, directamente al otro lado del río.
Este era el Londres de mi infancia, el de mis distintos estados de ánimo y el de mis despertares. Todavía tengo recuerdos de Lambeth en primavera; de incidentes y hechos triviales; de paseos que hacía con mamá en un carro a caballos, desde donde trataba de tocar los arbustos de lilas que pasaban a mi lado; de los boletos de ómnibus, anaranjados, azules, rosas y verdes, que adornaban el pavimento en las paradas de los tranvías y de los ómnibus; de las rubias floristas de la esquina del puente de Westminter, que hacían alegres boutonnières, de sus hábiles dedos que manipulaban hilos de oro y temblorosos helechos; del perfume húmedo de las rosas recién regadas, que me llenaban de tristeza; de la melancolía de los domingos; de los padres con caras pálidas, cuyos hijos gozaban con los molinos de juguete y con los globos multicolores por el puente de Westminster, y de los tiernos vaporcitos que costaban un penique y que bajaban con suavidad sus chimeneas, cuando se deslizaban debajo del puente. Creo que a partir de todas estas trivialidades nació mi alma.
Charles Chaplin. My Autobiography, (1964)
Traducción: Mirta Nicolás
22.5.09
5.5.09
Michel Houellebecq - Renaissance
Renacimiento
Giré dando vueltas por la habitación,
Los cadáveres forcejeaban en mi memoria;
Realmente no tenía más esperanza;
Abajo, algunas mujeres se insultan
Todo cerrado, desde diciembre, cerca del Monoprix.
Ese día hubo una gran calma;
Las pandillas se habían replegado en los suburbios.
Sentí el olor del napalm,
El mundo se volvió muy pesado.
Las informaciones se detuvieron hacia las seis;
Sentí acelerarse los movimientos de mi corazón;
El mundo se volvió sólido,
Silenciosas, las calles estaban vacías
Y yo sentí venir la muerte.
Ese día, llovió muy fuerte.
Despierto, y el mundo cae sobre mí como un bloque;
El mundo confuso, homogéneo.
El sol atraviesa la escalera, yo entablo un soliloquio,
Un diálogo de odio.
Verdaderamente, se decía Michel, la vida debería ser diferente,
La vida debería estar un poco más viva;
No se deberían ver esas cosas;
Ni verlas, ni vivirlas.
Ahora el sol atraviesa las nubes,
Su luz es brutal;
Su luz es potente sobre nuestras vidas aplastadas;
Es casi mediodía y el terror se instala.
Michel Houellebecq. Renaissance, 1999.
Traducción: Javier Fernández Paupy
Giré dando vueltas por la habitación,
Los cadáveres forcejeaban en mi memoria;
Realmente no tenía más esperanza;
Abajo, algunas mujeres se insultan
Todo cerrado, desde diciembre, cerca del Monoprix.
Ese día hubo una gran calma;
Las pandillas se habían replegado en los suburbios.
Sentí el olor del napalm,
El mundo se volvió muy pesado.
Las informaciones se detuvieron hacia las seis;
Sentí acelerarse los movimientos de mi corazón;
El mundo se volvió sólido,
Silenciosas, las calles estaban vacías
Y yo sentí venir la muerte.
Ese día, llovió muy fuerte.
Despierto, y el mundo cae sobre mí como un bloque;
El mundo confuso, homogéneo.
El sol atraviesa la escalera, yo entablo un soliloquio,
Un diálogo de odio.
Verdaderamente, se decía Michel, la vida debería ser diferente,
La vida debería estar un poco más viva;
No se deberían ver esas cosas;
Ni verlas, ni vivirlas.
Ahora el sol atraviesa las nubes,
Su luz es brutal;
Su luz es potente sobre nuestras vidas aplastadas;
Es casi mediodía y el terror se instala.
Michel Houellebecq. Renaissance, 1999.
Traducción: Javier Fernández Paupy